enero 24, 2015

Cat Power contra los fantasmas



Pudo haber entrado en la leyenda negra del pop, esa que se alimenta de existencias envueltas en sombras, finalmente truncadas. Pero ella eligió pelear, documentando su lucha en un puñado de discos que son un canto a la redención. En la portada de uno de ellos, dos guantes de boxeo penden de un colgante, listos para reposar sobre su pecho. Nadie como Cat Power para exhibir el trofeo.

El público nunca tiene suficiente: afila sus colmillos y exige siempre más sangre, más vísceras, de aquellos artistas que extraen su arte de circunstancias trágicas. Lo sabe bien Cat Power (nacida como Charlyn Marie Marshall en Atlanta, Georgia, en 1972), que en no pocas ocasiones estuvo a punto de convertirse en nueva carne para la picadora. Sin embargo, mientras las crónicas se entretienen en avaluar y amplificar sus fracturas psicológicas, ella siempre consigue imponerse con una nueva obra hermosa y emocionante: discos de pop áspero y esquinado, de soul pletórico, álbumes rebosantes de versiones a los que imprime una personalidad única.

En la fantástica corriente que nos hace llegar los primeros trabajos de P.J Harvey, Liz Phair, Mary Lou Lord o Ani Di Franco, Power comienza a destacar como una de las grandes cantautoras de su generación

Aun así, resulta imposible trazar su biografía sin recordar la tragedia de muchas de esas divas del blues a las que tanto admira, y cuyo eco resuena obsesivamente en sus canciones. La historia se ajusta al arquetipo de drama sureño: criada entre mudanzas y cambios de escuela, ni el padre ni la madre de Chan fueron capaces de construir un hogar estable. Él, pianista aficionado al soul y el gospel, le transfirió el amor por la música, pero no tardaría en renunciar a su custodia. En las calles de Atlanta, donde su madre apenas lograba cuidar de si misma, descubrió que el alcohol era el más barato de los anestésicos. Y en los campos de Carolina del Norte, donde se refugió temporalmente junto a su abuela, presintió que su destino, como el de la anciana, era dilapidar su vida entre los algodonales y la iglesia local. Cuando su hermana Miranda, que había velado por ella contra viento y marea, sucumbió a las drogas y se quebró por el camino, Chan se aferró a la música como un clavo ardiendo. La opción de convertirse en cantante y compositora era una medida de urgencia pero, al fin y al cabo, apenas había cumplido los veinte años y ya lo había perdido todo.


La siguiente escena nos sitúa en el Nueva York de mediados de los noventa, donde la futura Cat Power es tan sólo una chica de pueblo, con una guitarra barata y una creciente fijación por Bob Dylan como únicas credenciales. Al terminar su turno en cualquiera de los muchos empleos que acepta para sobrevivir, se encallece escribiendo las primeras canciones que, aún a regañadientes, desea presentar en el superpoblado paisaje musical de la ciudad. Será Steve Shelley, batería del grupo Sonic Youth, quien la descubra en el transcurso de una de sus primeras actuaciones, mostrándose conmocionando ante lo que sucede encima de las tablas. Encorvada sobre su guitarra, de la que extrae sonidos angulosos y ensimismados, Chan pasa del susurro al aullido sin apenas transiciones, golpeando al público con un estilo primitivo que parece siempre a punto de descarrilar.

En 1997 declaró: “Creo que mis discos son muy personales y que no van a gustar a nadie más, que nadie me va a tomar en serio”

Shelley no pierde el tiempo: con la intención de capturar a esa extraña artista en toda su crudeza, impulsa junto a Tim Foljhan, del grupo Two Dollar Guitar, la grabación de los dos primeros discos de Chan, rebautizada definitivamente como Cat Power. Registrados en un solo día de diciembre, en un minúsculo estudio neoyorquino, ‘Dear Sirˈ (1995) y ˈMyra Lee (1996) se presentan envueltos en una asfixiante atmósfera nocturna, y provocan en quien los escucha la incomodidad de estar penetrando en un diario íntimo. Musicalmente, ambas obras pulverizan formas procedentes del soul y el blues, reduciéndolas a un sonido puramente fantasmagórico; en sus letras, todo lo que encontramos son heridas aún por cauterizar. Como ocurrirá con toda su discografía posterior, la infancia parece impregnar cada uno de sus pliegues, fijando los temas sobre los que volverá una y otra vez: la breve eternidad de la niñez, el amor por los más débiles, la búsqueda desesperada del amor y el pesar por el abandono.

Cuando el sello Matador la ficha en 1996, hace tiempo que las mujeres han derribado las puertas de acceso a la música rock. Gracias a la cultura integradora del movimiento punk, y al florecimiento de las pequeñas discográficas independientes, las nuevas voces femeninas se multiplican y diversifican desde los años setenta, destacando al fin por ejercer un control pleno sobre sus propias carreras. Aunque el fenómeno se había disparado en los años ochenta, es ahora cuando la situación se consolida. Y cuando, en la fantástica corriente que nos hace llegar los primeros trabajos de P.J Harvey, Liz Phair, Mary Lou Lord o Ani Di Franco, Cat Power comienza a destacar como una de las grandes cantautoras de su generación.

Todo parece ir sobre ruedas: con su tercer álbum, ˈWhat Would The Community Thinkˈ (1996), no tarda en conquistar a la audiencia de las radios universitarias, y lo hace sin plegarse a las concesiones. Girando en círculos sobre sus obsesiones recurrentes, entrega un disco tan visceral como sus predecesores, aunque esta vez el tejido musical se dulcifica con cierta timidez: espolvoreado con guitarras de aroma country, xilófono o piano, el conjunto permite vislumbrar ciertos claros en el arte de Chan. Fuera del estudio de grabación, sin embargo, las cosas no funcionan tan bien. Con su autoestima largamente herida, la artista recela de sus poderes sobre el escenario, y se embarca en un errático tour que coincide con una creciente dependencia del alcohol. La falta de confianza se extiende a sus canciones, como reflejan estas declaraciones realizadas a la revista española Factory, fechadas en 1997: “Creo que mis discos son muy personales y que no van a gustar a nadie más, que nadie me va a tomar en serio”.


Temporalmente, la solución pasa por huir. Primero a Portland, donde trabaja unos meses como canguro. Más tarde a una granja de Carolina del Sur, donde parece haber encontrado la calma junto a su pareja, el también músico Bill Callahan. Y finalmente a Australia, de donde, contra todo pronóstico, regresa con una grabación más enfocada y sólida, reforzada por la guitarra eléctrica y la batería del grupo The Dirty Three. De nuevo, ˈMoon Pixˈ (1998) es un disco de contrastes, donde el ansia por iluminar los diseños musicales choca violentamente con algunas de las letras más descarnadas de Chan sobre el desamparo y la cordura amenazada. Pocas de sus canciones resultan tan explícitas al respecto como ˈColors And The Kidsˈ, donde en seis minutos se centrifuga toda la vida y la obra de su autora: “Deben ser los colores y los niños los que me mantienen viva / porque la música me mata de aburrimiento/ Deben ser sólo los colores y los niños / los que me mantienen viva / porque quiero regresar a aquella noche de enero / en la que construí una cabaña con un viejo amigo (…) / Podría quedarme aquí / y convertirme en alguien diferente / Podría quedarme aquí / y convertirme en alguien mejor / Es tan difícil adentrarse en la ciudad / porque quieres decir “hola” a todo el mundo / es tan difícil adentrarse en la ciudad / porque quieres decir “te quiero” a todo el mundo”.


Chan ansía expresarse, lo intenta con todas sus fuerzas. Y se embarca de nuevo en una gira que se descalabra por el camino, apoyando sus conciertos con proyecciones de ˈLa Pasión De Juana De Arcoˈ, confiando en que el dolor de la actriz María Falconetti sea más elocuente que el suyo. Y graba discos de versiones tan heterodoxos como ˈThe Covers Recordˈ (1998) y ˈJukeboxˈ (2008), esperando tal vez que la poesía de otros y otras (Johnny Mathis, Billie Holiday, Jessie Mae Hemphill) llegue hasta donde sus propias palabras no alcanzan.

Y es que Chan parecía haber perdido su voz. Nunca sabremos lo que sucedió entre bambalinas durante los cinco largos años en los que la cantante no entregó ni una sola canción propia, pero en algún momento de 2003 la maldición se rompe con la edición de ˈYou Are Freeˈ, un inesperado álbum con nuevo material. Por primera vez, el título revela su determinación por liberarse de un pasado traumático, y la fotografía de portada la retrata en plena naturaleza, rodeada de árboles entre los que se filtra la luz de un día soleado. Bajo los surcos, amigos músicos como Eddie Vedder (Pearl Jam) o Dave Grohl (Nirvana) entran y salen de unas canciones que se mecen con gozo entre pianos, guitarras rugientes y coros infantiles. Tal vez Chan no ha alcanzado la paz todavía, pero su determinación y seguridad son inéditas. Aunque aún se lamente de la infinita soledad que atenaza a los seres marginales (ˈNamesˈ); aunque todavía cargue contra la explosión de testosterona que extiende la guerra por el mundo, como en la escalofriante ˈHe Warˈ.


Hay un feliz abismo entre la Charlyn que un día aterrizó en Nueva York con la brújula rota y la Cat Power de estos años, que muestra incluso poderes insólitos al convertirse en la nueva imagen de la firma Chanel. Algo tan inesperado como el deseo que, en algún momento de 2006, traslada a su sello discográfico: grabar un nuevo disco en los estudios Ardent de Memphis, respaldada por los exigentes músicos que moldearon los mejores álbumes de Al Green, la leyenda viva del soul. El proyecto tiene mucho de desafío para una artista ajena a cualquier disciplina de trabajo, acostumbrada a sesiones solitarias y caóticas. Sin embargo, junto a Mabon ˈTeenieˈ Hodges (guitarra) y su hermano Leroy (bajo), Cat Power abandona Memphis con “The Greatest” bajo el brazo. Un exuberante ejercicio de soul sureño en el que su característico estilo interpretativo, donde el susurro parece estar ahogando un grito, resulta más expresivo que nunca, y que esconde algunas de sus mejores letras sobre la determinación y la fuerza de voluntad.

Pero la calma dura poco: tras el lanzamiento del que será su disco más exitoso, Chan ingresa en la unidad de psiquiatría del Monte Sinaí neoyorquino, doblegada por uno de sus habituales períodos depresivos. Y una vez más, en lugar de dejarse vencer, sale fortalecida del túnel. Esta vez pasarán seis años sin que prenda la mecha de la inspiración pero, a cambio, la cantante aprovecha su larga recuperación para aprender a vivir. En sus propias palabras, es en ese período cuando descubre, por primera vez, el gozo de nadar en el océano, de los largos paseos en bicicleta, de revisar una vieja película por televisión. De tal forma que en 2012, cuando decide entregarnos ˈSunˈ, su último trabajo con composiciones propias hasta la fecha, el álbum parece documentar una nueva resurrección: los mentideros aseguran que las nuevas canciones son el diario de una ruptura amorosa, pero ella se impone llenando su música de sintetizadores, de ritmos que incitan al baile.

Pocas semanas después de que el álbum esté en las tiendas, Chan lanza un comunicado a los medios: “Me puse enferma al día siguiente de que mi disco saliera, y he estado luchando por mantener en equilibro mente, espíritu y salud. Estoy haciendo todo lo que puedo. Amo este jodido planeta y me niego a darme por vencida”. Caer y levantarse, caer y levantarse. Una vez más.

Por Carlos Bouza
Fuente: Pikara

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