enero 26, 2016

Del amor suicida al amor inteligente. Apuntes para sobrevivir a la experiencia amorosa femenina

“Amar” es un verbo que hila la experiencia propiamente femenina, aquella que se comparte en los círculos de amigas, de labores, en gimnasios y baños de mujeres. Amar en todas sus formas y variantes, como sinónimo de dar cariño, placer, alegría, servicios, complacer, obedecer, armonizar, conciliar, perdonar, luchar (“como una leona”) y, por supuesto, dar vida

Amar como lugar común irrefutable entre mujeres, sin discusión ni duda, bajo riesgo -mudo, implícito- de no tener nada que compartir con otras mujeres.

Me refiero también a ese lugar común: “amar es sufrir”, con que madres y abuelas preparan a las niñas para el tránsito a la vida adulta y en especial a la maternidad. Esto me recuerda la maldición bíblica al expulsar a Eva del Paraíso: “Parirás con dolor”. Mientras acompaño a mis gatas en el alumbramiento -tan sencillo aparentemente- me pregunto en qué momento perdimos esa gracia. Nunca hubiera puesto en ello mi atención si el dolor, propio y ajeno, no me hubiera sacado de esa pecera compartida donde ninguna pececita imagina que exista otra manera de ser mujer que compartir lo que se conoce como “femenino”. El dolor. No las ideologías o las modas, sino el dolor de vida.

Hace 25 años inicié como terapeuta psico corporal y, sin proponérmelo, terminé atendiendo el stress de innumerables mujeres profesionales. El síntoma del stress es indefinible pero poderoso; aunque no esté enferma, la persona que lo padece se siente incapaz de sentirse feliz, complacida, contenta, le duele algo de manera indefinible o ha quedado estancada en algún malestar psicosomático que no puede superar por sí sola. Revisando las demandas encuentro un denominador común; ellas piden atención a sus problemas afectivos: incomprensión, soledad, abandono, culpa, el abanico ha sido muy amplio.

Los hombres también son aquejados por el stress, pero ellos se acercan a terapia decididos a conocer el origen de su problema y solucionarlo en el menor tiempo, para seguir adelante con su vida. Las mujeres en consulta parecían empantanadas en equilibrios sin posible solución, tensas entre demandas a las cuales tienen que responder de todas maneras pero que son incompatibles entre sí. Por ejemplo: hacer bien su trabajo profesional, cumplir con sus roles de pareja, enfrentar los retos de la maternidad, mantener una imagen social adecuada, cánones de apariencia física, etc. Ellas no querían solucionar algo que tenían por delante, ellas querían ser “perfectas”.

Ellas no querían solucionar algo que tenían por delante, ellas querían ser “perfectas”

En el método de trabajo psico corporal es importante la experiencia de vida del terapeuta para acceder a comprender las demandas del otro, sus dolores y sus atascos. Y entonces recuerdo a mis antepasadas, dedicadas al servicio amoroso constante: como madre de hijas e hijos propios o ajenos, como proveedora de recursos materiales al hogar, sustituyendo al padre, como parteras y farmacéuticas informales, como atenta escucha de cualquier persona aquejada de tristezas, como devotas religiosas sanando la espiritualidad del mundo, como abuelas, criando nietos y nietas para que su hijo o hija salga a trabajar. El camino de entrega de la mujer no termina hasta la muerte. Por supuesto, tanta devoción no podría haber sucedido sin ansias de perfeccionamiento constante y daños colaterales en su vida personal y en su salud. Pero ellas no parecen tener necesidades personales. Las recuerdo y reconozco a muchas mujeres.

¿Seríamos capaces de concebir nuestra identidad femenina alejada del “servicio a otros”? En algunos círculos de mujeres, las más conservadoras, este tema es simplemente imposible de plantearse porque no es problema, es así como debe ser. “Una mujer que no sabe querer no merece llamarse mujer” dice la canción y la que no lo hace se gana un apelativo terminante: “egoísta”.

¿Seríamos capaces de concebir nuestra identidad femenina alejada del “servicio a otros”?

La generosidad con propios y ajenos forma parte de la conducta social femenina. Y los límites no están definidos, entre lo que le conviene a ella como individua y lo que conviene a sus seres queridos. Con frecuencia se confunden las fronteras. Algunas imaginan que no tienen intereses personales. Y esto es más común de lo que se puede imaginar. Les cuesta mucho y a veces no logran definir un interés propio que pueda verse desvinculado del bienestar de sus seres queridos (pareja, padres, madres, hijos, hijas, amistades). Y resulta muy natural, entonces, compartir tiempo y recursos personales (materiales, afectivos) como si ella fuera todopoderosa, capaz de sobrevivir con poco o nada, de postergar indefinidamente sus necesidades.

Por el otro lado, y casi de manera complementaria, tenemos mujeres que no pueden identificar los intereses y necesidades específicas de aquellos a quienes creen proteger. “Yo sé lo que fulano necesita”. ¿Cómo lo sabe? Sencillo: por la ley del amor. Y de nada sirve que las evidencias objetivas para cualquier observador desmientan esta creencia: quien ama es asistido por el sagrado derecho del amor y facultado para saber mejor que nadie lo que conviene a su ser amado. Alguna mujer me lo dijo con claridad: “he dado a los míos todo de mí, merezco tener el poder de saber lo que les conviene”.

Entonces, el círculo amoroso que rodea a cualquier mujer suele estar compuesto de una serie de personas que se benefician constantemente del sacrificio de ella y que, con la misma persistencia, también son literalmente “invadidos” por la que ama. Ella siempre sabe lo que su amado desea, prefiere o le conviene. El poderoso vínculo del “amor”.

Los casos de conflicto pasional y de intereses que se originan en esta práctica, pueden cubrir cientos de páginas y solo estaríamos empezando. De hecho, impregnan la literatura. Historias de víctimas y victimarios, donde la que ama, aparentemente, lleva la peor parte pero por ello no ceja en su intento de seguir dando amor a quien no valora ese regalo.

¿Qué está sucediendo con las mujeres? Es una pregunta que me acompaña hace muchos años. Nos “autoayudamos”. Con persistencia somos usuarias de consultorios terapéuticos, propuestas alternativas, grupos espirituales o metafísicos y círculos de perfeccionamiento de la personalidad, en los cuales alentamos a la construcción de nuestro “yo individual”. El resultado, que no siempre es desalentador, no nos extrae de la segura conclusión: después de “mejorarnos” corremos a proveer de más amor a quienes amamos, como si la frontera jamás se hubiera delimitado.

Obviamente, los hombres -pocos pero hay- que giran su vida en torno al amor por sus semejantes no se sustraen de este mecanismo de autodrenaje psíquico. Pero es mucho más sencillo que un hombre, que socializa con otros hombres, termine recuperando su equilibrio en actividades de autosatisfacción que pueden colmar su vida sin que lleguen a llamarse a sí mismos “egoístas”, o sientan que están faltando a su misión de vida.

Para responderme busco en lo antiguo, lo establecido, los maestros. “Frente a lo inevitable, ponerse en pasivo, en femenino, dejar que las cosas sucedan y fluir” dice el milenario libro del I Ching. ¿Femenino es pasivo, fluido, interno, receptivo sin ser agresivo? ¿Lo femenino es no invadir, no pelear, no golpear? ¿Amar es “dejar”, “permitir”? Las antiguas culturas -en eso coinciden- identifican lo esencial femenino con la receptividad, no con la agresividad ni la confrontación. Y me pregunto si el único recurso de vida personal consistiría en abandonar esa característica, controlarla, darle la contra y volvernos muy asertivas, delimitar las fronteras del ego con claridad, para sobrevivir con salud a nuestras hormonas amorosas.

La terapia del amor a una misma

En terapias psico corporales tenemos consenso sobre un método de sanación bastante receptivo: nunca ir contra el hilo. Por el contrario, cuando encontramos la punta lo vamos jalando para conocer los animalitos salvajes que vienen con el síntoma. Cuando el desequilibrio está develado en sus características y dimensiones, el yo tiene las mejores posibilidades de usar sus recursos de re-equilibrio. Usar un recurso muy pasivo y receptivo: la autobservación, para reducir al mínimo los riesgos de una intervención más asertiva.

Amarse a sí misma no es exactamente repetirse todos los días “yo me amo” (para ver si “reseteamos” el amor suicida). Amarse es cobrar conciencia de las dimensiones catastróficas que puede traer un servicio afectivo sin límites ni fronteras, tanto para quien ama como para quien es amado. Es introducir el elemento “conciencia” de sí mismo en la fórmula mágica del amor.

La imagen zen que simboliza el habla de dos pájaros en una rama de cerezo. Uno de los pájaros come, el otro pájaro observa. Así, vivir el amor con voluntad de vida, no es solamente sumergirse en el acto de entrega total al servicio sino, también, darse cuenta en qué momento el acto de servicio deja de ser un prodigio de vida y en qué momento pasa a ser un ejercicio de muerte. La conciencia de este límite o frontera no es exactamente el ejercicio del amor (como el pájaro que observa a aquel que come) pero sí es un necesario, indispensable, acompañante, una inteligencia serena que en algún momento puede salvarnos la vida a nosotras mismas o al ser a quien pretendemos amar.


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Por Carmen Luz Gorriti es Socióloga y terapeuta psico-corporal.
Fuente: Revista con la A

Sí a la Diversidad Familiar!
The Blood of Fish, Published in