mayo 01, 2016

Cesária Évora: los pies en la tierra

De los barcos y bares de Mindelo al teatro Olympia y la alfombra roja de los Grammy. La reina de la morna, la diva de los pies descalzos, alcanzó el éxito internacional a los 50 años, y exprimió hasta el final sus días cantando la historia de Cabo Verde.

Cesária Évora en concierto, en 2008./ Silvio Tanaka
Hay un sentimiento que cala como lluvia fina en los fados o en la canción brasileña, en forma de saudade, y que Charles Baudelaire popularizó con el nombre de spleen: algo cercano a la tristeza, pero que no es exactamente tristeza; que empapa como la melancolía, pero tampoco es exactamente melancolía. La sodade, su equivalente en criollo caboverdiano, es asimismo la sustancia primordial de la que surgen las mornas: los cantos lentos que de forma tardía hicieron famosa a Cesária Évora (Mindelo, 1941 – São Vicente, 2011), y que en su voz suenan como una barca meciéndose en plena noche, siempre cerca del puerto que la vio nacer. En ocasiones, esa barca puede abrirse camino a pleno sol: es el sonido de las coladeras, las canciones celebrativas que redondean el legado de Cesária, y que tanto contribuyeron a que la música de Cabo Verde reverberase al fin en distintos rincones del mundo. Para entonces, su intérprete más destacada superaba ampliamente los cincuenta años de edad.

Su talento presagiaba un éxito precoz, pero las circunstancias se encargaron de demorar cualquier posibilidad de fortuna más allá del archipiélago. La vida temprana de Césaria transcurre al calor del violín y la guitarra de su padre, a quien suele acompañar con un canto suave que no pasa desapercibido, aunque para una niña hambrienta de música no hay nada como acurrucarse ante la radio. Como si fuese un reflejo del frenético tránsito portuario de Mindelo, girar el dial se convierte en toda una aventura. Pegada al receptor, Cesária no solo aprende las famosas mornas que su tío Francisco escribe con el seudónimo de B. Leza: también intuye el mundo a través de los blues o tangos que los marineros de todo el globo han traído consigo. Atraída especialmente por los fados de Amalia Rodrigues, cuando la cantante lisboeta arriba en São Vicente viaja hasta la isla vecina para acudir a su recital, pero tan pronto como los policías reparan en sus pies descalzos deciden que no puede mezclarse entre el público. Con apenas doce años, Cesária comprende enseguida que ha cometido el error de delatar su pobreza, y que el episodio es tan solo un síntoma de la realidad turbulenta que atraviesa su tierra.


A partir de ese día se suceden las revelaciones. Le enseñan que el archipiélago de Cabo Verde, a quinientos kilómetros de la costa de Senegal, es una colonia que lleva cinco siglos maniatada por los portugueses. Que ese marco natural privilegiado en el que vive fue regado con la sangre y el sudor de los esclavos y esclavas, y que todavía hoy la gente huye para escapar de la miseria. Y sobre todo, que en muy poco tiempo tendrá que desenvolverse sola en una sociedad marcada por las desigualdades feroces entre personas pobres y ricas, entre hombres y mujeres. Sin una educación reglada completa, pero con un don vibrándole en la garganta, Cesária comienza a ver caer las noches desde los barcos que llegan a Mindelo, donde canta para la tripulación a cambio de unas pocas monedas, que después añade al pequeño sueldo que su madre gana como cocinera. A veces su actividad se desplaza a los bares de la zona, donde el acuerdo habitual consiste en amenizar las veladas a cambio de comida, bebida y cigarrillos gratis. Por supuesto, las reglas del juego las marcan siempre los hombres. La más importante es que las artistas femeninas nunca ejercen control alguno sobre su oficio: las carreras se construyen a través de tutores que dispensan los repertorios, dirigen la actitud en escena e incluso ejercen como profesores de canto.

Desde el principio, el territorio en el que Cesária se mueve con mayor autoridad es el de la morna, estilo que goza de un gran predicamento entre el público de Cabo Verde. En primer lugar, porque la morna aglutina sentimientos que los nativos conocen muy bien (la tristeza ante el exilio, el anhelo del regreso) pero también porque en la raíz lusófona de su sonido reverberan los orígenes de toda la comunidad. La búsqueda de las fuentes de la morna es un trabajo todavía en curso: sabemos que su origen se remonta al siglo XVIII y que se nutrió de formas procedentes del fado, la modinha brasileña o el lundú angoleño, depuradas hasta convertirse en un suave y melancólico balanceo. A mediados de los años cincuenta del siglo XX, presumiblemente tras su contacto con los ritmos alegres de la cumbia o el merengue, la morna se acelera y da paso a la coladera: un género nuevo que favorece el cultivo de letras satíricas de corte político-social, y que Cesária introduce rápidamente en su repertorio.


En poco tiempo, a base de pulir su estilo, la intérprete se gana el título oficial de “Reina de la Morna”, sin que esa distinción se traduzca en la oportunidad de una prosperidad efectiva. Con veinticinco años registra su primer disco, pero la grabación apenas encuentra eco y cae pronto en el olvido. Da a luz a sus primeros hijos, pero los padres desaparecen tan pronto como Cesária les comunica los embarazos. En líneas generales, su vida en Cabo Verde permanece tan encallada como las propias islas: aunque en 1975 el archipiélago conquista al fin su independencia, la actividad comercial no tarda en resentirse, el territorio queda abandonado a su suerte y la emigración se convierte ya en un fenómeno masivo. Ante la perspectiva de dejarse la piel eternamente en los bares de Mindelo, y con la sombra del alcoholismo acechándola desde hace tiempo, Cesária opta por un temprano retiro que se alargará durante casi una década.

Pese a todo, el recuerdo de su música nunca llega a desvanecerse. Y como sucede a menudo, es una iniciativa popular la que le brinda la oportunidad de un nuevo comienzo. En 1985, la Organización de Mujeres de Cabo Verde funciona como una red incipiente que lucha por recuperar el tejido cultural de las islas durante el proceso de reconstrucción post-independencia, alentando especialmente el trabajo de las artistas femeninas en la nueva República. Desde el principio, la exportación del arte de Cesária se convierte en un objetivo primordial, y la primera chincheta en el mapa se fija en Lisboa. El plan es grabar un nuevo álbum y firmar algunas actuaciones con las que atraer al público portugués, pero a las pocas semanas de aterrizar en la capital lusa se produce un giro inesperado. Durante una actuación que prometía ser como tantas otras, la cantante acapara la atención de José “Djô” Da Silva, un músico y representante de ascendencia caboverdiana que le tiende su deslumbramiento, y después la posibilidad de una alianza profesional. El encuentro captura el momento exacto en el que la vida de Cesária cambia para siempre.

La estrategia de Djô pasa por hacer llegar la voz de su nueva amiga a aquellos lugares en los que la música africana tiene un mayor potencial de aceptación: así es como sus mornas y coladeras comienzan a penetrar en EEUU a través de Boston, que en ese momento aloja a una nutrida comunidad caboverdiana, para explorar posteriormente las oportunidades del mercado francés. Sin embargo, la estrella en ciernes no dispone todavía de una grabación que le haga justicia. Los escollos principales parten de los grandes sellos discográficos, que no terminan de encontrar la fórmula para que aquella mujer de casi medio siglo de vida pueda ser lanzada comercialmente con alguna probabilidad de éxito.


Finalmente, Cesária es introducida en el circuito de la world music (esencialmente, un cajón desastre en el que agrupar a todas aquellas propuestas musicales que no encajan en los cánones occidentales), donde su promoción se diseña a conciencia. Insistir en la imagen de “la diva pobre” cuya garganta se conserva con alcohol y nicotina parece una buena idea, pero ninguna como embellecer la historia de su gusto por actuar con los pies descalzos. Así, una cuestión puramente práctica se intercambia por una imagen poderosa y apócrifa: la de la artista que se desprende de sus zapatos en escena, invocando su origen humilde, minutos antes de que una audiencia enfervorecida se abalance sobre ellos y los llene de billetes.

Mientras este relato cuidadosamente adornado va calando en Europa, llegan los esperados discos. Es posible que ‘La Diva Aux Pieds Nus’ (1988) y ‘Destino Di Belita’ (1990) suenen hoy imperfectos, lastrados por una producción tosca que acusa la falta de medios y presupuesto con la que fueron grabados, pero a Cesária le interesa únicamente que las composiciones funcionen como soporte de un testimonio: “Mis canciones cuentan la historia de mi país, para que el mundo escuche y aprenda”. Habrá de pasar tan solo un año para que ese testimonio logre al fin ser envuelto con el sonido adecuado. En comparación con los trabajos anteriores, ‘Mar Azul’ (1991) se presenta ya compacto y definido, pero pronto será considerado como un puente hacia la gran obra maestra de la cantante: ‘Miss Perfumado’ (1992). El álbum es el resultado de un largo proceso de maduración, hasta el punto de que las mornas y coladeras suenan en él nunca lo habían hecho antes: todo texturas y colores, balanceadas por un fabuloso combo acústico sobre el que la voz de Cesária se derrama como sirope templado.

La conquista del éxito era una cuestión de tiempo, pero es probable que la cantante nunca llegase a imaginar un cambio de escenario tan radical para el segundo acto de su vida: de los barcos y bares de Mindelo al teatro Olympia y la alfombra roja de los Grammy. Consciente de que el tiempo no se detiene, decide exprimirlo al máximo: hasta sus últimos días, cuando su corazón cansado le ha dado ya demasiados avisos, no pasarán nunca más de dos años sin una nueva colección de canciones o una nueva actuación en cualquier teatro del mundo. Ya desde su retiro en São Vicente, cuando los periodistas y las periodistas se empeñan en indagar en las circunstancias que rodearon a su estrellato tardío, o se muestran demasiado aduladores, ella se divierte echando balones fuera. Prefiere compartir alguna de las muchas anécdotas que vive a diario con sus nietos, o enumerar los placeres de su recién estrenada vida en calma. A estas alturas, sus pies están demasiado apegados a la tierra como para ejercer de diva.

Por Carlos Bouza
Fuente: Pikara

El periodista Marc Serena visitó a Cesária Évora en su casa de Mindelo poco antes de su muerte, en diciembre de 2011. La cantante le dijo: “Tienes que volver para el carnaval. Es el mejor de África”, y él le tomó la palabra. Lo cuenta en la crónica ‘Una promesa a Cesária’, que escribió para el monográfico sobre viajes y género elaborado entre Altaïr Magazine y Pikara Magazine. Puedes comprar el monográfico ‘A bordo del género’ (por solo 3,99€) y leer un avance gratis. A partir de esa experiencia, Serena rodó el documental ‘Tchindas’, el nombre con el que se conoce a las trans que se visibilizan en el carnaval de Mindelo.

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