mayo 09, 2016

Nosotras, las peores


CIMACFoto: César Martínez López

Durante años, estadísticas, estudios de caso, datos cuantitativos y denuncias públicas detalladas, han logrado ilustrar el terror que implica vivir siendo mujer en un país donde el Estado, omiso por excelencia, se articula con una sociedad profundamente misógina, en la que incluso renombrados luchadores sociales, profesores eméritos o artistas sensibles, perciben la vida de las mujeres como algo prescindible después de cosificar sus cuerpos para hacer de ellos objetos de consumo fugaz y, por tanto, objetos susceptibles de desecho.

Cada detalle y cada matiz de las agresiones misóginas en el país, forman parte de una estructura feminicida. No son hechos aislados el asesinato de una mujer a manos de su pareja; el hostigamiento y asesinato a las periodistas y defensoras de Derechos Humanos (DH); los transfeminicidios invisibilizados a toda costa; la violencia sexual comunitaria bautizada como piropo por los paladines de la tradición machista, y las amenazas de muerte o violación en redes sociales a las mujeres que se asumen como feministas.

Todas estas expresiones parten de un miedo profundo hacia la capacidad transformadora de las mujeres. Un miedo que ha devenido odio, violencia normalizada por una sociedad que jamás se sintió agredida por ver cómo en este país esos tan señalados Estado y crimen organizado violentan la vida de las mujeres.

Aunque lo más preocupante sea, quizás, que la normalización de la violencia pasa por el hecho de que no son sólo esos grandes entes abstractos, crimen organizado y Estado nación, los que matan y agreden a las mujeres, sino también los hombres con nombre, apellido, rostro, con los que compartimos las aulas, los transportes públicos, la mesa, las asambleas, las oficinas e incluso la cama.

Fue el Estado, nos señalan y aleccionan hombres que se autoproclaman nuestros compañeros. Nos comentan que la clase, que la revolución y que la lucha de la clase trabajadora, y nosotras, después de haber tratado de explicar con cientos de notas que la interseccionalidad de clase, raza y género puede ayudarles a entender que una cosa no excluye a la otra, concluimos que no hay peor ciego que el que no quiere ver sus privilegios.

Lo que pasa acá, compañero, es que eso que usted llama Estado como algo ajeno, es una construcción patriarcal que le da a usted una categoría biopolítica cargada de privilegios que se sustentan sobre los despojos de quienes no lo somos. Y es por eso que no puede, aunque tenga la mejor de las intenciones, dirigir la lucha feminista, ni aleccionarnos sobre nuestro propio proceso.

Si tantas ganas tiene de solidarizarse, siéntese y escuche, deje de apropiarse de nuestro discurso para explicarnos lo que es el verdadero feminismo y marche en la parte de atrás.

El problema del #24A no es que un grupo de mujeres haya radicalizado su postura ante la violencia machista. Entendiendo que radical refiere a la raíz, sería deseable una transformación profunda que nos permitiera dejar de ver la vida a través del patriarcado como ideología dominante, con su dote de hegemonía que convence a las mujeres de aceptar la opresión como estado natural de las cosas.

En México, la sociedad mantiene silencio ante la tortura cotidiana hacia las mujeres y el feminicidio, pero se escandaliza si un grupo de chicas grafitean, gritan o se defienden a golpes de una agresión.

Es por eso que se hacen radicales exigencias como vivas nos queremos, no significa no, o ya dejen de matarnos. El problema del #24A es que ni siquiera la parte progresista, bienintencionada, revolucionaria de la sociedad, está lista para ver a un grupo de mujeres organizadas y dispuestas a defenderse.

Durante años, muchas mujeres acumulamos la rabia de no ver garantizado nuestro derecho a la vida y el dolor de quitarnos el velo de la ideología patriarcal de los ojos. Ante la imposibilidad de seguir soñando con nuestro propio encarcelamiento, con nuestro propio asesinato, perdimos el sueño. Y luego tuvimos que aprender a soñar de nuevo.

En este proceso, nos hemos confrontado de raíz a nosotras mismas, tanto individual como colectivamente, y hemos dejado atrás la obediencia a todas las formas de disciplina que considerábamos ejercicios verticales de poder, es decir: las formas patriarcales de tratarnos.

Es así que señalamos, con toda la claridad, que los eventos cotidianos permiten que la sociedad patriarcal eche mano de la adultocracia para negar los saberes de las infancias y juventudes para explotarlas y criminalizarlas; que rechazamos esa expectativa misógina que se nos echa encima a las feministas para que seamos como las maestras de ensueño de kínder maternal, corrigiendo con amor y cuidado a la sociedad, y solicitando dulcemente que nos dejen vivir como favor caritativo; que no es nuestra obligación ser libres, lindas y locas, ni mujeres bonitas porque luchan, ni elocuentes analistas políticas, ni todas esas etiquetas patriarcales dirigidas a disciplinar nuestros cuerpos, nuestras rebeldías y nuestros procesos de liberación.

No significa no. Si tocas a una te reventamos todas. Verga violadora a la licuadora. Nos queremos vivas. Esas consignas son lo que son, no remiten a agresiones de un grupo de rebeldes sin causa, histéricas, victimizadas y otros adjetivos que los voceros del machismo de izquierdas quieren imponernos, sino a formas de cuidado colectivo, de autodefensa necesaria para sobrevivir.

Estamos rabiosas, sí. Y además estamos cínicas, amorosas, alegres en manada, ya no sólo con sueños irreverentes, sino con garras y dientes para poder escapar y seguir construyendo un mundo donde ningún niño, ninguna niña y ninguna mujer tengan que vivir violencia por parte de sujetos concretos, para luego vivir una revictimización por parte de la sociedad hipócrita que les prohíbe denunciar o defenderse.

Y nadie, absolutamente nadie, debería sentir miedo por esto. A menos que tenga en mente desobedecer nuestro NO, tocarnos, violarnos o asesinarnos.

Así que tiemblen, pero sólo si tienen motivos para temblar. Porque nosotras, las peores, le estamos enseñando al mundo que el miedo se puede transformar en primavera.


Por Cynthia Híjar Juárez es educadora popular feminista. Actualmente realiza estudios sobre creación e investigación dancística en el Centro de Investigación Coreográfica del Instituto Nacional de Bellas Artes.
Twitter: @CynthiaHijar
Fuente: Cimac

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