julio 28, 2016

El autoritarismo ¿vuelve o siempre ha estado aquí?

En el ámbito de la política se ha explicado el autoritarismo como una forma de régimen opuesto a la democracia y a la libertad, que para gobernar privilegia el mando y las jerarquías, no tolera el disenso, niega derechos, y normaliza la obediencia como mecanismo de relación entre gobernantes y gobernados.

En el ámbito de la política se ha explicado el autoritarismo como una forma de régimen opuesto a la democracia y a la libertad, que para gobernar privilegia el mando y las jerarquías, no tolera el disenso, niega derechos, y normaliza la obediencia como mecanismo de relación entre gobernantes y gobernados. En este tipo de sistema una sola persona, por lo general un hombre, que proyecta una imagen de fuerza y de carácter, concentra el poder y lo ejerce de manera arbitraria y sin límites. Esta imagen, no obstante, oculta un conjunto de instituciones y de micropoderes que sustentan a esas personalidades autoritarias, tan frecuentes en la historia.

Las autoras feministas han ampliado el análisis del autoritarismo señalando que éste no sólo se expresa en el espacio público sino también en el ámbito privado, donde se reproducen todos esos rasgos en la figura del padre y que, a pesar de los avances en el reconocimiento de algunos derechos para las mujeres, la familia apenas ha cambiado. Ésta sigue siendo la base del patriarcado, que sobrevalora lo masculino y a los hombres, en detrimento de lo femenino y de las mujeres. Y como sistema que, imbricado tanto con el capitalismo, desde el más salvaje al neoliberal globalizado, como con el racismo, basado en jerarquías socioraciales, recicla las formas autoritarias para mantener las estructuras de poder.

Uno de los rasgos del feminismo es su postura anti-autoritaria, el rechazo a la pretensión de un ejercicio absoluto de poder, tanto en el mundo público como en el privado

Uno de los rasgos del feminismo es su postura anti-autoritaria, el rechazo a la pretensión de un ejercicio absoluto de poder, tanto en el mundo público como en el privado, que se ha ensañado particularmente con las mujeres a quienes de formas sutiles o explícitas se ha exigido obedecer y callar, no expresarse y someterse a la voluntad de los hombres, en virtud de una serie de mitos, estereotipos, prejuicios y prácticas socioculturales sobre los que se ha erigido el dominio masculino.

Situándonos en Latinoamérica, la demanda por el fin del autoritarismo ha sido constante en la agenda feminista, al menos desde el siglo XIX cuando se dieron procesos de independencia política que, sin embargo, apenas alteraron las estructuras coloniales basadas en el despojo, la explotación y la violencia. Los cuerpos de las mujeres, sobre todo de las indígenas, afrodescendientes y mestizas pobres, continuaron sujetos al control estatal, a dinámicas económicas, a instituciones sociales, culturales y políticas que les negaron ciudadanía y garantía de derechos, incluso los más elementales.

En efecto, nuestra historia ha sido una sucesión de regímenes autoritarios, y además militares, que también han convenido a intereses extranjeros perfilando sociedades donde, para mantener privilegios a las élites locales y transnacionales, se han violentado, hasta extremos inimaginables, las libertades y los derechos.

La situación no mejoró en el siglo XX cuando, como sucedió en Guatemala y parafraseando a Cardoza y Aragón, se vivió, entre 1944-1954, “una década de primavera en el país de la eterna dictadura”. A partir de 1954, se consumó la intervención estadounidense a través de un grupo de militares que, con el pretexto de acabar con el comunismo, derrocó a un presidente electo y desmanteló las instituciones y procesos que habían impulsado, como nunca antes, el arte, la cultura, la educación, la participación de quienes habían estado excluidos de lo público.

Sujetos sociales, incluidas las mujeres, que apenas habían salido de la noche dictatorial en una sociedad que había sido manejada como una finca y no como un país en democracia, fueron condenados al exilio, el ostracismo y el silencio. Inició un nuevo capítulo en la larga historia marcada por el terror, el control, el miedo y la violencia institucional, esta vez con la aplicación de una política contrainsurgente que tuvo como resultado, según el Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, Guatemala: Memoria del Silencio (1999), aproximadamente 45.000 personas desaparecidas y 200.000 asesinadas. La mayoría de víctimas fueron indígenas, y también gran parte de las mujeres que fueron violadas sexualmente, como parte de esa política de terror. Una versión extrema de autoritarismo que sólo se atenuó cuando se firmaron los Acuerdos de Paz en 1996.

En estos veinte años, si bien se abrieron posibilidades para la libre expresión y para una relativa organización social, se ha vivido una democracia tutelada por los poderes económicos, políticos y militares que han sostenido las jerarquías sociales que colocan a Guatemala como un país profundamente desigual, racista y violento, situación agravada por nuevas formas de enriquecimiento ilícito, crimen organizado, narcotráfico, así como de actividades lícitas pero igualmente dañinas para el tejido social y el entorno natural que han ido estableciendo un entramado de poderes emergentes que, en la práctica, refuerzan el autoritarismo.

Luces y sombras en un país de contrastes

En todo contexto y momento histórico, aun en el más opresivo, se expresan gestos de resistencia que aportan una luz de esperanza y de afirmación de la conciencia humana frente al autoritarismo.

En medio de una historia tan trágica, mujeres y hombres han resistido, se han organizado para preservar y honrar la memoria de tantas víctimas de la guerra, para exigir justicia y reparación. Los pueblos indígenas, de los más afectados por masacres, tierra arrasada, desplazamiento forzoso, en suma por una violencia de dimensiones dantescas, han persistido y han superado el miedo.

Es el caso del pueblo Ixil que, tras años de bregar en un intrincado sistema de justicia que actúa bajo lógicas diferentes a las suyas, logró en 2010 que su denuncia por genocidio culminara en una histórica sentencia contra uno de los personajes que ha encarnado la quintaesencia del autoritarismo, como militar y pastor evangélico, que llegó al poder a través de un golpe de Estado en los años ochenta. Esa sentencia, más allá de los importantes efectos judiciales, es un reconocimiento a la palabra de mujeres y hombres que lograron sobrevivir para contar esa historia.

Ese hecho, de relevancia mundial, contribuyó a restituir la dignidad de miles de familias, todo el proceso fue acompañado por la comunidad, por organizaciones sociales y de mujeres, y aunque la decisión del tribunal fue revertida por un tecnicismo, la historia ya juzgó, y el pueblo Ixil se mantiene firme en su reclamo de justicia.

Las mujeres indígenas q’eqchi’es de Sepur Zarco sentaron en el banquillo de los acusados a dos militares que fueron responsables de la violencia y esclavitud sexual contra 15 mujeres

A ese caso se suma el de las mujeres indígenas q’eqchi’es de Sepur Zarco quienes tras guardar silencio por casi tres décadas, debido al terror que imperó en su región, lograron “decir su palabra” y luego de un recorrido que incluyó acompañamiento sicológico-social, soporte legal y mucha solidaridad, sentaron en el banquillo de los acusados a dos militares que fueron responsables de la violencia y esclavitud sexual contra 15 mujeres, luego de que sus esposos fueron secuestrados y desaparecidos por ejercer el derecho a reclamar sus tierras. Durante el juicio fue impactante que los acusados, otrora todopoderosos, continuaran mostrando esa arrogancia que caracteriza a las personas autoritarias; negando todas las pruebas en su contra y sin poder creer que un grupo de mujeres, ancianas ya, tuviera la fuerza para sostener su denuncia.

Para las abuelas de Sepur Zarco la sentencia condenatoria tuvo un efecto sanador y reparador, y para las organizaciones de mujeres y feministas, que las acompañaron en todo momento, es una evidencia del continuum de violencia que marca las vidas de las mujeres en este país.

Estos casos, que han tenido amplia cobertura mediática, han contribuido para que se conozca la historia de violencia brutal que se instauró en Guatemala durante casi cuatro décadas, y que fue instalando, con todos los recursos al alcance de las élites y los gobiernos, la justificación de la represión, la intolerancia al disenso, la exacerbación del racismo y del machismo.

El juicio Sepur Zarco, que culminó en 2016, se dio en un contexto de profundo cuestionamiento a los organismos estatales, de movilización ciudadana y de hechos históricos como la renuncia y encarcelamiento del presidente y la vicepresidenta, así como de altos funcionarios y empresarios, acusados de graves delitos de corrupción. Esta situación sin precedentes ha mostrado las sombras del autoritarismo ya que el presidente preso, exmilitar, ganó la elección con un discurso de mano dura.

En la nueva coyuntura se vive la paradoja, después de unas elecciones para las que no había condiciones, de un presidente civil que se rodea de militares, cuyos mensajes como afirmar que “el pasado ya pasó…no tiene remedio” para referirse al conflicto armado, o restituir un desfile militar que ofende la memoria de las víctimas de la guerra, muestra que el autoritarismo volvió ¿o nunca se fue?

  • Referencia curricular
Ana Silvia Monzón es socióloga y comunicadora. Coordinadora del Programa de Género, y profesora de la Maestría en Estudios de Género y Feminismo, FLACSO-Guatemala. En 2013 fue segundo lugar del premio Simone de Beauvoir, nominada por la Liga Internacional de Derecho para las Mujeres de Francia.

Fuente: Revista con la A

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