junio 18, 2017

Vocera de la paz

Imelda Daza Cotes es economista e impulsó la reforma agraria en Colombia. Fue concejala de izquierda y tuvo que escapar del país por grupos paramilitares que le mandaban coronas de flores para su velorio mientras ella amamantaba a su hija. Estuvo exiliada durante 26 años en Suecia. Y decidió volver a Colombia a la edad de jubilarse. Intentaron asesinarla y, de todos modos, acompañó la implementación del acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla.

Imagen: Jose Nicolini

La empresa United Fruit Company producía bananos en Colombia hasta que un grupo de trabajadores realizó una huelga que fue reprimida por parte del ejército. La compañía decidió irse a Ecuador. Y el gobierno de Colombia les compró las fincas y se las alquiló a las personas más ricas de la región. A Imelda Daza Cotes la llamaron para decirle que iban a repartir las tierras para que las trabajen los campesinos de manera comunitaria. Imelda quería combatir la injusta distribución de la tierra y no sentarse en una oficina con papeles sobre importación y exportación y creyó en la aventura. En 1971 le ofrecieron ir a una zona bananera llamada Sevilla, similar al Macondo de Gabriel García Márquez, para convocar a que administren sus propias fincas como una propiedad colectiva. Ahí conoció a Flavio Ocampo, que era técnico agrónomo y la llevaba a conocer terreno. Ella era una economista enamorada de la reforma agraria pregonando entre campesinos que cada cual iba a tener su tierra y que la tierra iba a ser de quien la cultivaba. El pregón resultó ser una farsa. Pero el técnico que la acompaña a conocer el terreno, no. Ella nunca lo había mirado. Hasta que bailaron. Sus pies dijeron más que cualquier enredo desencajado de giros. Y en ese baile decidió vivir toda su vida. 

-No se qué me pensaba, que me iba a pasar la vida bailando -se ríe de ella misma, ahora, a los 69 años, Imelda Daza Cotes. Eligió a su compañero, Flavio Ocampo, por el baile como un don indispensable para llevar una vida juntos. Ella nació en Villanueva, al norte de Colombia, en el Caribe, y sabía lo que quería: la reforma agraria y un hombre que sepa bailar con ella. Antes, su primer novio, la había dejado. “Yo quiero una mujer de arriar y tu eres una mujer de atajar”, le había dicho para justificar el abandono. Imelda sabía que ella nunca iba a ser ese objeto de deseo que se tironea como un buey para donde se quiere llevar. Ella, en cambio, estaba segura que las riendas de su vida estaban completamente en sus manos.

-Después de un aguacero un sábado entre vallenatos hubo una química que algunos llaman amor. Flavio me invitó a bailar y, en el medio de mi aparente sobriedad profesional, me parecía que la prueba de fuego de una relación era que supiera bailar. Él era un extraordinario bailarín y yo fascinada como si me fuera a pasar el resto de la vida bailando. Esa noche nació el amor y a partir de ahí nunca más nos separamos - describe.

El amor nunca se terminó. La ingenuidad sí. Después de seis meses de trabajo en el campo Imelda se dio cuenta que el gobierno no iba a entregar las fincas y que estaban engañando a los campesinos. “Los reuní a todos y les dije la verdad. A los ocho días me despidieron”, relata. Pero no hubo despido, viaje, exilio, amenaza o tiros que pudiera con ellos. La vida la hicieron juntos Imelda y Flavio y la que marca los pasos es ella. El retrocede y la espera, la escucha, la acompaña. Se fue por ella de su pueblo y de su país y cuando su país ya fue el lugar del exilio y donde viven sus tres hijos, también volvió por ella a un país que los recibió con amenazas de muertes y donde le tuvo que poner el cuerpo encima a Imelda para salvarla de los tiros de un ataque paramilitar por su apoyo al acuerdo de paz y tenérsela jurada desde la época en la que pregonaba la reforma agraria. A pesar de la amenaza tan clara como los tiros zumbando por su espalda, Imelda decidió vivir en Colombia y no esperar la muerte en Suecia, donde ya viven (sin vuelta) sus tres hijos: Daniel Andrés (33), Ricardo José (31) y Linda María (29). Tan claro es el baile y la vida como el amor y la pasión por sus ideas. En su visita a Buenos Aires Imelda disfrutó de una libertad que no conoce en Colombia, donde la vida la recorre con custodios que pisan con ella cada paso, se asombró por las pintadas del movimiento de mujeres contra los femicidios y con la consigna “Ni Una Menos” y sonrió sin temor al frío del otoño (mitad caribeña y mitad nórdica la vuelven una combinación resistente y alegre) y con una sonrisa dibujada, por encima de la ropa blanca y azul, con los labios marcados con fuerza entre su pelo gris y corto.

El amor y la rabia

Imelda Daza Cotes nació en Valledupar, en Colombia, en 1948. Es economista, docente, activista social y política colombiana y sueca, con doble tierra y doble casa entre dos continentes de raíz y de exilio. Actualmente es integrante del Movimiento Colombiano Voces de Paz. En 1983 fue la primera mujer en ser presidenta del Concejo de Valledupar y en 1986 fue elegida concejala por la Unión Patriótica. Los militantes de esa fuerza empezaron a ser asesinados y, en 1988, ella tuvo que irse de su país, después de recibir una corona de flores para amenazarla con su propio entierro. No le quedó otra alternativa que escapar del país. El momento más duro de su vida fue sacar de la teta a su hija menor, Linda, en el aeropuerto para irse sola a Lima, Perú, perseguida por las amenazas de muerte que le cortaron los lazos y la leche. Y también sus deseos. Tuvo tres hijos, pero le hubiera gustado tener cinco. En la corrida a la muerte que le tocaba al timbre Daniel, Ricardo y Linda se quedaron con su familia y recién, un largo tiempo después, pudieron reencontrarse todos en Suecia. En el país del norte de Europa vivieron juntos veintiséis años. Fue concejala durante doce años por el Partido Socialdemócrata y por el Partido de la Izquierda. Hasta que se jubiló, a los 66 años, y decidió empezar de nuevo. Y mientras recibía invitaciones que le llegaban por debajo de la puerta, de club de pensionados, para (nada cautivantes) propuestas de viajes en tren o reuniones de compras baratas y de investigaciones de genealogía sueca. Ella decidió que todavía estaba a tiempo de barajar y dar de nuevo. 

-A mí que la muerte me sorprenda, yo no la voy a esperar -dijo y decidió volver a Colombia. 

No dio marcha atrás aun cuando, el 6 de mayo de 2016, en un atentado la muerte le rozó el cuerpo y le pisó los talones. En diciembre del año pasado fue elegida (sin ser tocada por la varita mágica, sino por su propia propuesta y pelea) como una de las seis integrantes de la organización Voces de Paz, la iniciativa ciudadana para acompañar la implementación del acuerdo de paz del gobierno de Juan Manuel Santos con las FARC-EP con la oposición de los sectores conservadores y grupos paramilitares. Imelda sabe que no es fácil y, mucho menos, gratis. Pero habla con un énfasis musical, una pasión que gira (como el vallenato con el que se enamoró) y una furia con gracia que la enciende y la cubre aún de las balas que buscan acobardarla a ella y a tantas. 

¿Cuál es el valor de un amor compañero? 

-Ha sido muy cómodo poder desempeñarme como he querido contando con un compañero que comparte conmigo mis pesares, mis sentires, mis preocupaciones y me aporta ideas, conceptos, propuestas. Pero nada me impone. A veces no estamos de acuerdo, pero no pasa nada. Yo decido si lo escucho o no lo escucho. Pero no pasa nada con eso. Entre nosotros dos prima la relación de pareja, de hombre y mujer que se quieren y respetan y que compartimos un ideal de vida y, sobre todo, el deseo de construir otro mundo, de que Colombia sea una sociedad mejor donde se viva en democracia. Yo creo que ese deseo es el lazo fundamental que nos mantiene unidos. Por ejemplo, él no estaba muy de acuerdo a mi regreso a Colombia, por temor a la inseguridad. Pero yo dije que tenía que ir porque mi lugar es Colombia. El tampoco hizo problema. Yo me vine problema y, finalmente, después reflexionó y vino. Yo tampoco lo presioné. Hemos tenido mucha calma y nos hemos respetado. Por más severa que haya sido una discusión nunca hemos llegado a la ofensa personal, al desprecio o a la agresión de ninguna clase. A pesar de mi carácter tan fuerte nunca he sido agresiva ni él tampoco. El disgusto o la rabia puede llevarnos hasta a hablar con mucha firmeza y, después, viene el silencio. Uno se va a un cuarto y después hay que preparar la comida y tomamos una copa de vino. Ponemos música y todo se queda. Hemos tenido mucha paciencia pero el objetivo de la política siempre está presente. Pensamos que son pequeños tropiezos de la convivencia y compartimos la idea de la transformación del mundo y de Colombia.

La filósofa Diana Maffía dice que el amor es como la reforma agrafia: es de quienes lo trabajan. ¿El amor se tiene que trabajar, como la tierra, con un sentido político?

-(se ríe) Sí. Yo me casé y tuve que esperar doce años para poder tener hijos. Desarrollé mucha ansiedad y hubiera querido tener cinco. Mi mamá (Rosa Cotens) tuvo diez hijos. Yo tuve el mejor padre del mundo (Rudecindo Daza) que se murió a los 86 años y no supe lo que era un regaño. Es lo propio de una sociedad patriarcal donde ellos se pueden dar esos lujos de disfrutar de los hijos y las mujeres son las que tienen que trabajar y regañar.

¿Cómo empezó tu carrera política?

-Yo fui elegida por primera vez concejal de Valladupar en 1983, ése fue mi primer cargo político. Hacíamos política con Ricardo Palmera (después conocido como Simón Trinidad) con el que formamos la Unión Patriótica, en 1986, un partido de izquierda por primera vez victorioso en las elecciones. La élite colombiana entró en pánico con el resultado electoral y como es una élite mezquina, insensible y criminal no tuvieron problema en reunirse y diseñar un plan de aniquilamiento físico de la Unión Patriótica. Asesinaron a doscientas cincuenta y seis concejales. De mi región, entre ocho personas elegidas, la única sobreviviente soy yo. Fue un genocidio atroz. Simón Trinidad decidió irse para la guerrilla porque si no lo iban a matar indefenso. Yo decidí irme primero para Bogotá. Pero, a los seis meses, en junio de 1988, tuve amenazas y me mandaron una corona de flores invitándome a mi sepelio. 

¿Cómo lograste sobrevivir?

-Me llamaron para decirme que me había llegado la hora. Una organización de derechos humanos me ayudó a irme a Lima, pero sola. Y Flavio se volvió a Valledupar con los niños. En el aeropuerto le di el seno a Lina María por última vez. Ese fue el momento más desgarrador para mí en este largo conflicto que me tocó vivir, aunque siempre me tocó hacer política en medio de fusiles que se disparaban. Durante mucho tiempo no fui ni capaz de contar esa separación de mi hija. A mi hijos los amamanté doce meses, yo pensé que con la niña iba a ser igual y solo pude seis meses. En Lima pedí asilo en la Embajada de Suecia y logré viajar a Suecia. Pensamos que iba a ser pasajero, pero fueron veintiséis larguísimos inviernos que tuve que vivir en ese paraíso de la democracia que es Suecia. Es un país maravilloso. Pero no es lo mío. No le da sentido a mi vida. Para mí nunca ha sido suficiente tener un hogar, un trabajo, una rutina y un salario. Mis dos pasiones son la docencia y la política.

¿Por qué volviste a Colombia?

-En noviembre de 2012 empezó el proceso de negociación entre las FARC y el gobierno en Noruega, que es el país del mundo con más experiencia en negociación de conflictos. Yo entendí que había voluntad de llegar a un cese de fuego. Me dio mucha confianza que fuera Noruega el país garante porque los países nórdicos no conocen el verbo improvisar. Yo no me quería quedar a vivir una vida aburrida y sin sentido. El sentido de mi vida está en Colombia.

¿Cómo fue el atentado que sufriste?

-El 6 de mayo de 2016 estábamos en Cartagena en una reunión de distintos grupos de izquierda, de la familia comunista, para coordinar acciones y no desperdiciar acciones ni cuadros políticos haciendo las mismas tareas. Ahí sentimos tiros en un ventanal de vidrio en el segundo piso desde una calera externa. Uno de los cinco sicarios de paramilitares le disparó un tiro a uno de los escoltas. Si subía al segundo piso nos podría haber asesinado a todos. Pero los tres escoltas que me protegían respondieron el tiroteo y Flavio se me tiró encima en el piso. Yo gateé con Flavio encima mío y rodamos en tres o cuatro minutos que me parecieron una eternidad. Pudimos escapar con un carro blindado. Yo seguí, de todas maneras, haciendo pedagogía por la paz. Mis hijos lloraron para que vuelva y la embajadora de Suecia me ofreció los tickets. Pero me reforzaron la seguridad y sentí que el enemigo quería que me vaya. Por eso seguí con mi tarea. Yo pedí ser vocera de la paz para representar a la mujer que es la víctima central del conflicto armado. 

¿Qué implica ser vocera de paz?

-El acuerdo de paz hay que traducirlo en normas para que tenga fuerza de ley. Nuestra tarea, desde hace seis meses, es verificar que cada acto legislativo se corresponda con el espíritu del acuerdo de paz. Y facilitar el camino para que la guerrilla de las FARC deje las armas y se convierta en un nuevo partido político que actúe en escenarios políticos sin uniformes y sin armas

Fuente: Página/12

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