junio 18, 2018

Ni fresas, ni presas

“Me dijo que no hablase de mis derechos porque ninguna de nosotras los teníamos aquí”. Lucía Muñoz habla con algunas de las trabajadoras temporeras marroquíes que han denunciado la explotación laboral y el acoso sexual que sufren durante la campaña de la recogida de frutos rojos en Huelva.

Las fresas de Huelva son recogidas principalmente por mujeres migrantes. / Foto: Lucía Muñoz.

“En nombre de Alá, el Misericordioso, soy una trabajadora marroquí de los campos de fresas de Huelva. No quiero decir mi nombre, ni enseñar mi cara, porque tengo miedo y estoy amenazada”, aclara mientras se pone el hiyab con mesura y con cuidado de que no se vea nada ante la cámara, rodeada de nueve mujeres más que, como ella, han huido de la finca Doñana 1998, situada en el municipio de Almonte, en la que trabajaban.

Es su primer año en la recogida de los frutos rojos. La primera vez que sale de su país. No sabe nada de español y mucho menos de legislaciones laborales. Sólo sabe buscarse la vida y confiar en que lo prometido en Marruecos se cumpliría al llegar a España. Como ella, han sido contratadas en origen cerca de 17.000 mujeres para la campaña. “Llegué el 27 de abril con el acuerdo para trabajar tres meses, seis días a la semana por 40 euros. La empresa se comprometía a darnos casa, ducha, todo. Solo teníamos que pagar la comida. Esto ha sido todo mentira”. Al igual que ella, el resto de mujeres asienten, como un torbellino de impotencia.

Son ellas mismas las que muestran un folleto informativo del colectivo de agricultores de Marruecos, que también se gestiona desde el propio Ministerio de Agricultura, ANEPEC, con las condiciones para poder venir: “Mujeres de entre 18 y 45 años, rurales, casadas, a poder ser con hijos menores de 14 años, con buena salud”. Los límites ya están marcados por unos intereses que, más éticos o menos, son legales ante los ojos de España. El objetivo es que estas mujeres no tengan ni la más mínima intención de quedarse en el país, sino que sean explotadas y devueltas, como si de un número más se tratase. Una publicidad laboral a la que sólo le ha faltado poner “cuanto más sumisa mejor”.

Pero eso de ser, estar o parecer sumisas se ha acabado. Y es que esto no es nuevo, ni la primera vez que ocurre. Las denuncias vienen de años atrás, pero de repente estalla el escándalo y, ¡cómo no!, el morbo. La especulación que se ha generado en torno a las declaraciones de historias reales de mujeres reales con situaciones reales ha envuelto a todas ellas en una ola de criminalización y victimización. Se les ha acusado de contar mentiras para aprovechar el momento y conseguir una situación administrativa regular, algo que ya está hecho con el visado con el que viajan. Victimización bajo una, aún potente y anclada, mirada colonial, porque, parece que como son migrantes y han vivido en situaciones de vulnerabilidad, damos por hecho que hay que tomar decisiones por ellas y no con ellas.

En la recogida de los frutos rojos se requiere la mano de obra de las mujeres porque son consideradas más delicadas a la hora de trabajar. / Foto: Lucía Muñoz.

Son diez las mujeres que cuentan cómo, literalmente, escaparon de esta finca y ahora se esconden en una casa, mientras denuncian, junto al Sindicato Andaluz de Trabajadoras y Trabajadores (SAT). Todas ellas, de Marruecos, provienen de zonas muy empobrecidas económicamente, y también en libertades, según cuentan, porque aseguran que “no pueden trabajar en sus pueblos porque son mujeres”. Son muchas las multinacionales extranjeras se han apropiado de los recursos del país y del capital humano, precarizado con sueldos bajos, “todo permitido por el rey Mohamed VI que echa la vista a occidente y no a su pueblo”, afirman. Por eso, migrar para encontrar un trabajo aunque sea durante un tiempo es una de las pocas opciones que le quedan a estas mujeres. Mujeres con particularidades diferentes, en lo personal y en lo familiar.

Y de las fresas sólo han podido sacar una cosa buena: la sororidad que fluye entra ellas cuando se movilizan para que esto no vuelva a ocurrir. “Sólo quiero saber una cosa: dicen que España es un país de derechos y justicia, pues nosotras queremos justicia y derechos para las mujeres que vienen a trabajar. Que nuestra voz llegue a las autoridades responsables y que se enteren todas mujeres de Marruecos que esto no es un sueño, es una pesadilla”, suelta con tanto ímpetu Amira (seudónimo de una de ellas), a la que las demás miran mientras callan embobadas. Además, Amira canta como los ángeles, pero le da vergüenza hacerlo, así que recita en una habitación sin mucho público. Es su forma de desahogarse.

A la explotación y precariedad laboral también se unen las denuncias de acoso y abusos sexuales. “Friki friki, yo no sabía qué es eso de friki friki cuando venía el encargado a decirme eso”. Algunas denuncian proposiciones sexuales, y otras, violaciones. Son muchas las jornaleras, migrantes y autóctonas, que están sacando a la luz las agresiones sexuales, no solo en esta finca, sino en toda la provincia, incluso en otros campos de Andalucía. En el caso de las mujeres musulmanas, el hecho de que un hombre llegue a tocarlas tiene también un significado que mancha su religión, ya que en estos momentos se encuentran en Ramadán y, siguiendo con el Islam, durante el ayuno ningún varón puede tener contacto con ellas. Hasta el momento, la impunidad ha estado del lado de los “señoritos” (como se llama en Andalucía a las personas que tienen extensiones de tierra) de las fincas y de los encargados. Y es que, cuando el río suena, agua lleva. La cosificación de la mujer está presente en una sociedad heteropatriarcal que también se mantiene en la rutina laboral. Es una forma más de violencia que las hacer sentir vulnerables ante un patrón hombre blanco europeo y más rico que ellas, del que depende su empleo y la vida de las que las rodean.

Las mujeres no son dueñas de la tierras, las trabajan y cuidan para otros. El trabajo en el campo suele ser el que normalmente nadie quiere hacer y, por tanto, queda relegado a mujeres y/o personas migrantes. Con la crisis económica (y de valores) que ahogó y empobreció a la clase trabajadora, los hombres volvieron al cultivo y fueron ellas las que perdieron sus empleos, aumentando así una feminización de la pobreza. El trabajo en la tierra es corto e intenso, por lo muchas mujeres se ven en la necesidad de agachar la cabeza mientras desean que pase lo más rápido posible. Sin embargo, para los trabajos más laboriosos y duros, las empresas sólo requieren a mujeres, como ocurre en la recogida de los frutos rojos. Aquí, se habla de la flexibilidad y aguante de las mujeres a pasar horas y horas con los riñones flexionados. Así como del cuidado a la hora de recolectar, porque, según los empresarios y asociaciones como ASAJA (Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores), “son frutos delicados que tienen que ser cogidos por manos delicadas”. Otra vez igual, se identifican a las mujeres temporeras como “sumisas, frágiles y delicadas”.

Las mujeres que han sido capaces de gritar “no bien, no bien” frente a la finca Doñana 1998 son las que más perjudicadas han salido. Directamente, perdieron su empleo, su salario y hasta han tratado de arrebatarles su dignidad. Han tenido que encararse con los jefes y hasta con las propias compañeras que buscan el visto bueno de la finca para volver al año siguiente sin importarles los hechos. Los dueños han llegado a amenazarlas con mostrar a sus familias que venían a ejercer la prostitución, lo que conlleva a una violación a la intimidad y una ruptura del honor de estas mujeres en su país, ya que son repudiadas sólo por la duda.

Al principio, cuando al encargado no les gustaba algo de lo que hacían, sin explicación alguna, las “castigaba” sin ir a trabajar y, por tanto, sin cobrar. “Decían que no sabíamos trabajar, pero nadie nos explicaba cómo. Entonces nos dejaban paradas. Si no sabías colocar una sola fresa te mandaba a casa, da igual lo que hayas trabajado ese día. Así uno tras otro y esos días no teníamos salario, ni nada para comer”. Sin embargo, las mujeres han sorteado los castigos y ahora se manifiestan reivindicando sus derechos, algo que llevó a la finca a tomar medidas más contundentes. “El domingo, mi día de descanso, vino el jefe, las mujeres responsables, sus hijos y Omar (uno de los encargados) a mi container y me pidieron el pasaporte, mis papeles y mi documento de identidad porque me iban a llevar a Marruecos porque yo era la que hablaba en nombre de todas. Entonces le hablé de mis derechos y me dijo que no hablase de mis derechos porque ninguna de nosotras los teníamos aquí”.

Las jornaleras trabajan de sol a sol con contratos de origen que no cumplen las condiciones con las que vinieron, según denuncian. / Foto: Lucía Muñoz

El relato no queda aquí: “Insistió en que me iba a Marruecos y yo dije que no iba a ningún lado, así que me encerraron con llave con más compañeras y fue otra trabajadora la que me abrió para que pudiese escapar”, explica. “Yo no puedo irme a Marruecos sin que me paguen de verdad mi salario y me dijeron que me pagarían en el puerto de Algeciras porque nos llevan en autobuses hasta allí, ¿cómo voy a saber yo que lo que me pagan está bien?”.

Para obtener un trabajo en Huelva las mujeres han tenido que hacer grandes inversiones, tanto es así, que muchas de ellas se han endeudado con familias, vecinas, y por tanto, ahora no pueden volver. “Para venir hasta aquí hemos tenido que gastar unos 700 euros entre viajes, pasaportes, visados, certificados médicos. Se me cae la cara antes de volver a mi país. Mis hijos están allí. Estoy endeudada y si vuelvo puedo ir hasta la cárcel. Nos hemos dejado la piel”, relata Jadiya (otro seudónimo, porque no quieren que se las pueda identificar). “Si llego a saber que esto es así no hubiese venido por nada del mundo. Que no vengan más mujeres, por favor, que no vengan”, concluye.

Las fronteras políticas de 14 kilómetros que separan al norte de Marruecos y al sur de España solo se pueden destruir si acabamos con un sistema capitalista, colonial y de explotación. El modelo de consumo y de bienestar que se construye en occidente se sostiene a través del empobrecimiento y el sudor del sur. Echar la vista a un lado es ser cómplice de fincas como Doñana 1998, es ser cómplice del Ministerio de Agricultura y de la Junta de Andalucía.

“Española o extranjera, la misma clase obrera”, es un grito habitual en las manifestaciones feministas.

Poner en duda su palabra es poner en duda la lucha feminista que busca derrotar a un sistema patriarcal que trata de confrontarnos.

“Odiamos las fresas, el olor de las fresas y no volveremos a comer fresas”, concluyen las temporeras.

Por Lucía Muñoz
Fuente: Pikara

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