octubre 26, 2018

Carmen Alborch, la feminista necesaria.


Primera ministra de Cultura y escritora que reflexionó con atino sobre el lugar de la mujer en la sociedad, fue un referente liberador para muchas. Sus últimas palabras en público también las dedicó al feminismo.

Profesora honorífica de Derecho Mercantil, ex ministra de Cultura y escritora, defendió incesantemente la igualdad. Foto Getty Images

Carmen Alborch se definía, en primer término, como “feminista”. Con una carrera más que prolífica que ahora centraba en su papel como profesora honorífica de Derecho mercantil en la Universidad de Valencia y en escribir (a pesar de la enfermedad), había hecho historia anteriormente como primera decana de la misma Facultad, como directora del Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) y como primera mujer de la democracia en ocupar la cartera ministerial de Cultura, con González allá por el 93. Apenas dos semanas antes de su fallecimiento a los 70 años, Carmen recibía la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, máximo reconocimiento de su tierra. Y dejaba una última reflexión que recoge la esencia de la causa que ocupó toda su vida: “El feminismo, como ha mejorado la calidad de vida de todos los ciudadanos y ciudadanas, debería ser declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”. Recordamos su trayectoria en la lucha constante por la igualdad.

Desde su posición como mujer que ocupó puestos de poder, y que lo hizo hace dos décadas -hoy día solo el 27% de estos cargos son ocupados por mujeres en nuestro país-, y también desde el plano más íntimo y personal: el propio hogar y decisiones vitales como abrazar la soltería o la no maternidad sin rechazarlas; reflexionó sobre diferentes aspectos de lo que supone ser mujer en la sociedad con una visión vanguardista para la España del momento. Fue en 1999 cuando puso sobre la mesa una conversación entonces rompedora pero que hoy es aún vigente y necesaria con la publicación de Solas: gozos y sombras de una manera de vivir (Ed. Temas de Hoy). “Las mujeres solas no nos conformamos. Vivimos acompañadas mientras nos sentimos queridas, mientras se mantiene el deseo, mientras perduran la complicidad y el respeto. Pero cuando no existe sincronización con nuestra pareja, preferimos estar solas que resignarnos al desamor”, escribía para reivindicar la no necesidad de rendirse al modelo patriarcal de mujer casada y entregada a la familia como prioridad y el vivir sola (que no estarlo) como opción.

Fue la primera ministra de Cultura de la democracia española, entre 1993 y 1996. 
Foto Getty Images

Habló de sororidad, solidaridad entre mujeres, cuando recoger la palabra en el diccionario aún no estaba previsto ni esta se usaba. “Nos conviene -y utilizo expresamente el verbo convenir- el ser más cómplices que rivales en este mundo tan complicado en el que vivimos”, escribía en Malas: rivalidad y complicidad entre mujeres (Aguilar). Reivindicaba que la tendencia natural entre nosotras es a apoyarnos, a crear círculos y que la rivalidad ha sido aprendida, las competiciones de quién es la más bella o tiene más estatus son algo en realidad impuesto por una sociedad cuyas normas han ideado ellos. “Los hombres, cuando pactaron -estoy hablando de hace miles de años, claro está-, pactaron estar en una determinada situación y tener un determinado poder, y nosotras quedamos relegadas a otro ámbito en el que debíamos rivalizar por conseguir lo que nos daba el estatus, el reconocimiento, el apellido; en definitiva, por el hombre, que era quien nos proporcionaba todo esto”.

En su charla TEDx ValenciaWomen de 2013, en la que repasa la trayectoria de su pensamiento feminista, remarcaba también la importancia de los referentes femeninos que rompen con los patrones clásicos, algo que ella misma ha sido para muchas mujeres de su generación o que crecieron con ella como con un refrescante personaje de la esfera pública. Bajo esta creencia y a modo de homenaje a mujeres relevantes de la historia contemporánea, como la ecologista Vandana Shiva o la científica Rita Levi Montalcin, había cerrado en 2004 su trilogía feminista con Libres: Ciudadanas del mundo (Aguilar). De nuevo, un paso por delante de la conversación sobre de la necesidad de incluir las historias de mujeres en los libros que hoy se da tanto en el ámbito de la educación como en el editorial.

Carmen Alborch en una foto de archivo
que usaba a modo de perfil en su web.
Desde la agudeza, pidió siempre un trato igualitario en los medios: “Tú ibas a hacer una presentación de un gran proyecto al Congreso de los Diputados y hablaban de cómo ibas vestida. Aquello sí que suponía una mirada frívola y misógina. Tú habías trabajado con tu equipo con intensidad e ilusión y a lo mejor veías titulares de si ibas así o asá. Ahí sí que sentía rabia y me sentía injustamente tratada”, contó a Vanitatis. Una realidad que en 2018 sigue siendo una asignatura pendiente. Sus elecciones estilísticas, más allá de llevarse el protagonismo cuando no tocaba, fueron parte de su seña de identidad (pelo rojo y labios rojos eran marca de la casa). Representaba con su ropa una forma de poder femeninopropia, no aprendida o imitada del hombre. Un ejemplo de empoderamiento, haciendo de su vestimenta una vía de expresión, con la que además mostraba su amor por el arte y la cultura con piezas exquisitas, y obviando el patrón establecido de colores gris o azules y trajes de corte masculino al que recurren las mujeres para ser tomadas en serio o ser vistas como ‘una más’ en la mayoría masculina. Algo sobre lo que reflexiona Mary Beard en Mujeres y Poder (Crítica) y con lo que Alborch dio otra lección de su forma de pensar a la vanguardia, moderna.

Era revolucionaria y abanderó el amor como manera de afrontar esa revolución. Se quiso, quiso su autonomía y la de todas las mujeres y encajó el paso del tiempo con sabiduría y de nuevo, ignorando y rebatiendo las imposiciones sociales: “Afrontar el envejecimiento con una idea más de aprendizaje que de pérdida”, escribía en Los placeres de la edad, (Espasa). “Lucha y esperanza” era su lema, la alegría su manera de entender la vida: “El secreto de la alegría es la resistencia. Saber encajar y adaptarse a las circunstancias”, contaba a Luz Sánchez-Mellado para El País en una de sus últimas entrevistas. Subrayó incansable “el reto más pendiente y dramático de la desigualdad, eliminar la violencia contra las mujeres” -en lo que va de año 39 mujeres han sido asesinadas en España-. Y dejó una petición feminista para el presente y el futuro: “Esperemos en que el efecto contagio surgido en la sociedad tras el movimiento feminista continúe, ya que ha permitido que se escuchen más voces diferentes y la apertura de más espacios para las mujeres y para los hombres cómplices”. En palabras de Maruja Torres: “Carmen Alborch fue exactamente lo que necesita este país”.

Fuente: El País