La idea de que las mujeres no valían para los números es uno de los falsos mitos que más han cundido en esta disciplina.
Melba Roy, responsable del grupo de matemáticos de la NASA en 1958, momento en que se les empezaba a llamar informáticos. Getty Images
Hasta hace bien poco, a las mujeres se las solía considerar poco aptas, por biología y temperamento, para las matemáticas, o, de hecho, para cualquier ciencia. Su educación, se decía, debía centrarse en las habilidades de la casa: calceta, no cálculo. Su sociedad reforzaba esta forma de pensar, y las propias mujeres eran a menudo tan obstinadas como los hombres en su visión de las matemáticas como una profesión poco apta para mujeres. Aunque quisieran estudiarlas, se les prohibía asistir a clases, examinarse, graduarse y perseguir una carrera académica. Nuestras pioneras tuvieron que abrir dos caminos: uno a través de la jungla de las matemáticas, el otro a través de la jungla de una sociedad dominada por los hombres. El segundo camino hacía que abrir el primero fuese todavía más arduo. La matemática ya es de por sí lo bastante difícil cuando se tiene acceso a educación, libros y tiempo para pensar. Es casi imposible cuando se tiene que luchar por conseguir cualquiera de esas cosas. Pese a estos obstáculos, unas pocas mujeres matemáticas lograron saltar las barreras y abrir un camino que otras seguirían. Aún hoy, las mujeres se encuentran subrepresentadas en las matemáticas y en la ciencia, pero ya no es socialmente aceptable atribuir esas diferencias a incapacidad o mentalidad, como varios hombres prominentes han descubierto para su consternación. No hay el menor indicio que apoye esa idea.
Es tentador buscar explicaciones neurológicas del talento matemático sobresaliente. En los primeros días de la frenología, Franz Gall propuso que las habilidades importantes se encuentran asociadas a regiones concretas del cerebro y pueden evaluarse con mediciones de la forma del cráneo. Si uno es bueno en las matemáticas, debe tener un bulto matemático. La frenología se considera hoy una pseudociencia, aunque sí hay regiones específicas del cerebro que desempeñan papeles significativos. La actual obsesión con la genética y el ADN hace que resulte natural preguntarse si existe un gen de la matemática. Es difícil entender por qué habría de ser así, cuando las matemáticas se remontan a apenas unos pocos miles de años, por lo que la evolución no ha tenido manera de seleccionar a favor de una especial capacidad para las matemáticas, del mismo modo que no ha tenido tiempo de seleccionar una especial habilidad para pilotar un avión de caza. Cabe pensar que el talento matemático saca partido de otros atributos más relacionados con la supervivencia: visión aguda, buena memoria, habilidad para saltar entre árboles. A veces, las matemáticas parece que corran en las familias (los Bernoulli), pero por lo general no es así, e incluso cuando parece correr por la sangre, las influencias son más culturales que naturales: un tío matemático, cálculo en el papel de pared. Hasta los genetistas se van haciendo a la idea de que el ADN no lo es todo.
Los pioneros de las matemáticas comparten, no obstante, algunas generalidades. Son originales, imaginativos y heterodoxos. Buscan pautas y les encanta resolver problemas difíciles. Ponen mucha atención a los detalles lógicos, pero al mismo tiempo se permiten a veces grandes saltos de lógica que les permiten convencerse de que cierta línea de ataque merece el esfuerzo aunque nada la justifique. Poseen una enorme capacidad de concentración, aunque, como advertía Poincaré, no deberían ser obsesivos hasta el punto de golpearse la cabeza contra un muro. Tienen que darle tiempo a su mente subconsciente para que le dé vueltas a las ideas. A menudo gozan de excelente memoria, pero no siempre.
Pueden ser veloces en el cálculo, como Gauss. En una ocasión, Euler dirimió una disputa entre otros dos matemáticos sobre el quinto decimal de la suma de una complicada serie haciendo las cuentas “de memoria”. No obstante, pueden ser malísimos en la aritmética sin que ello les suponga una desventaja obvia. (La mayoría de las personas que hacen cálculos muy veloces son inútiles en cualquier cosa que vaya más allá de la aritmética; Gauss, como siempre, era una excepción). Tienen una gran capacidad para absorber grandes cantidades de investigaciones previas, destilar su esencia y hacerla suya, pero también pueden hacer caso omiso a los caminos convencionales. Christopher Zeeman solía decir que era un error revisar la literatura de investigación antes de abordar un problema, porque hacerlo introduce a la mente en los mismos surcos en los que otros han quedado atrapados. Al principio de su carrera, el topólogo Stephen Smale resolvió lo que todo el mundo creía que era un problema imposible porque nadie le había dicho que fuese difícil.
Casi todos los matemáticos gozan de una fuerte intuición, ya sea formal, ya visual, y con esto último me refiero a las áreas visuales del cerebro, no a la vista: la productividad de Euler aumentó después de quedarse ciego. En The psychology of invention in the mathematical field (La psicología de la invención en el campo de las matemáticas), Jacques Hadamard le preguntó a varios matemáticos destacados si pensaban en los problemas de investigación simbólicamente o con algún tipo de imagen mental. Por ejemplo, la imagen mental de Hadamard para la demostración de Euclides de que hay infinitos primos no involucraba fórmulas algebraicas, sino una masa confusa que representaba los primos conocidos y un punto alejado de esa masa que representaba un nuevo primo. Las imágenes metafóricas eran comunes, los diagramas formales, como los de Euclides, raros.
La tendencia a invocar imágenes visuales (y táctiles) ya es evidente en el álgebra de Al-Juarismi, cuyo título hace referencia al “equilibrio”. La imagen invocada la suelen usar aún hoy los profesores. Los dos lados de una ecuación se ven como colecciones de objetos colocados sobre los platillos correspondientes de una balanza, que tienen que quedar en equilibrio. Las operaciones algebraicas se realizan entonces del mismo modo en ambos lados para garantizar que la balanza se mantenga en equilibrio. Al final, acabamos con la incógnita en uno de los platillos y un número en el otro: la respuesta. Al resolver ecuaciones, los matemáticos a menudo se imaginan los símbolos moviéndose de un lado a otro. (Por eso todavía prefieren tiza y pizarra: borrar por un lado y escribir por otro consigue un efecto parecido). Más obvio aún es el pensamiento geométrico en el álgebra de Al-Juarismi, con su diagrama del proceso de completar el cuadrado para resolver una ecuación cuadrática. Según una leyenda, un matemático dio toda una clase muy técnica sobre geometría algebraica dibujando únicamente un punto en la pizarra para representar un “punto genérico”. Hacía referencia a él con frecuencia, y gracias a ello la conferencia cobraba más sentido. Por todo el mundo hay pizarras, negras o blancas, por no hablar de servilletas y manteles, repletos de revoltijos de símbolos esotéricos y multitud de garabatos pequeños y raros. Los garabatos pueden representar desde una variedad decadimensional hasta un cuerpo algebraico de números.
Hadamard estimó que alrededor del 90% de los matemáticos piensan visualmente y un 10% lo hacen formalmente. No existe una “mente matemática” universal, una talla que sirva para todos. La mayoría de las mentes matemáticas no avanzan siguiendo una secuencia ordenada de pasos lógicos; eso solo lo hacen las demostraciones depuradas de sus resultados.
Por IAN STEWART
Fuente: El País