El siguiente artículo fue publicado originalmente en Notas para la memoria feminista. Uruguay 1983-1995 (Cotidiano Mujer, 2018).
Las iniciativas feministas que se desplegaron en la década de los 80 en el Uruguay comenzaron por focalizar la atención en un fenómeno antes no abordado y que en dicho momento fue una de las novedades conceptuales para pensar la opresión de la mujer: la domesticidad. La centralidad que adquirió esta preocupación permite identificar un vínculo fuerte con los feminismos del norte, especialmente con los de Estados Unidos y Europa. Sin embargo, el significado que adquirió el espacio doméstico para el feminismo vernáculo tuvo sus especificidades, fundamentalmente por la experiencia del pasado inmediato y por la coyuntura del momento. Aun cuando aquel espacio fue identificado como la expresión mayor de la opresión, caracterizado como el lugar del encierro, el agobio o la trampa, también fue reapropiado y politizado por quienes lo reivindicaron como espacio político con impacto directo en la cuestión pública. En el contexto de la redemocratización y de amplias expectativas no se impugnó totalmente espacio doméstico, sino que se hicieron apuestas a transformarlo con consignas como democracia en la casa y pareja democrática. La promesa del hombre nuevo se reeditó así en los primeros años acompañada de un repertorio emocional marcado por la risa y el humor, que daban cuenta también de ciertos modos de intervención del feminismo de la época para politizar asuntos que la mayoría consideraba no políticos.
Acá, las feministas
A punto de parir su política, se preguntan por la
autonomía, por la doble militancia
por la democracia en el país y en la casa
por la producción y reproducción
por los nuevos significados de las viejas palabras
por las mujeres pobres y las otras-adornos, objeto de
uso sexual, decorados
Julieta Kirkwood, 1984
En 1984, Julieta Kirkwood anunciaba la llegada y presencia de las feministas en lo que se consideraba un tiempo nuevo en el que aquellas se encontraban a punto de parir una nueva política. Esta última emergía de una apuesta político-intelectual y de las entrañas, desde el cuerpo. Una forma más que novedosa de anunciar la apuesta a una nueva causa política y de ubicarse desde su condición de mujeres, desde un lugar situado, que daba cuenta de que la condición femenina estaba marcada por la capacidad y el mandato reproductivo. La agenda de esta nueva causa era amplia y ambiciosa; aun cuando compartía las principales preocupaciones con el feminismo del norte, «acá» –que era Chile pero podía extenderse al Cono Sur o a toda América Latina– se anclaba en preocupaciones específicas o en modos particulares de enunciarlas.
Democracia en el país y en la casa y producción y reproducción son dos ejes que dan cuenta de la apuesta feminista orientada a discutir la arbitraria división de lo público y lo privado y a hacerlo a partir de ciertas preocupaciones o lenguajes disponibles. La novedad de los 70 y 80 fue la consigna lo personal es político, aquella que buscaba otorgar estatus político a una esfera que nunca había sido considerada objeto de debate y deconstruir así el lugar subordinado de lo privado. Esta tarea no fue sencilla, implicaba –y aún implica– desandar todo un camino de cómo se pensaba lo político, desafío aún mayor en un contexto donde la política en mayúscula recuperaba su protagonismo.
La traducción y difusión de la consigna lo personal es político implicó un esfuerzo intelectual, político y afectivo importante. Se precisaron un nuevo lenguaje, la creación de nuevos conceptos –trabajo invisible, trabajo reproductivo, domesticidad–,[1] nuevas modalidades de reflexión que alojaran de forma más amigable el registro de lo personal, y un trabajo emocional para pensar y transmitir a otras una agenda de preocupaciones que tradicionalmente había quedado fuera de debate y que rápidamente era descalificada como «secundaria» o «accesoria». El intercambio entre las participantes de un taller de mujeres militantes expresaba lo imprescindible que resultaba generar confianza:
Aunque parezca mentira todo esto [la discusión sobre tareas en el hogar] tiene que ver con nosotras y probablemente mañana algo vamos a tener para decir; con humor, con audacia, con sencillez, con miedos y también con desparpajos; de a poquito aunque con urgencias y sobre todo con confianza, con muchísima confianza, así como somos nosotras para que podamos decir, así somos y así queremos ser.[2]
Politizar el registro de lo personal requirió de nuevas energías y de la elaboración de un argumento que pusiera en evidencia cómo lo privado estaba atravesado por lógicas de poder patriarcal, cómo las tareas realizadas allí –por las mujeres– y los imaginarios que las respaldaban eran una construcción social y por tanto política. En este proceso de reflexión, además de los múltiples talleres y espacios de encuentro llevados a cabo, fue fundamental el rol cumplido por los emprendimientos editoriales feministas y las intervenciones en la prensa escrita que tuvieron entre tantas apuestas la de poner en circulación la consigna lo personal es político.
Los nombres de las principales publicaciones feministas de los 80 hacían referencia a la idea de lo personal: La Cacerola y Cotidiano referían a ese mundo que se pretendía atender y politizar como antes no había sucedido. En su apertura, las responsables de Cotidiano señalaban su interés específico en «hablar de nuestra vida cotidiana, de la historia pocas veces escrita por la mujer protagonista, de nuestros problemas».[3] La Cacerola por su parte explicaba el ejercicio de reapropiación que realizaba al utilizar un nombre que hacía referencia al símbolo de los quehaceres de la casa.
La cacerola era un «símbolo del aprendizaje al que somos sometidas las mujeres», en palabras casi como de Beauvoir, «se aprende a ser mujer como se aprende a vivir». Y aunque era un símbolo del espacio doméstico al que «naturalmente» las mujeres fueron destinadas, no reivindicaban esta subordinación sino que apostaban a dotarla de nuevos significados. Señalaban en los años de dictadura cómo la cacerola se había transformado en un dispositivo de protesta que sin las manos de las mujeres no habría tenido el mismo efecto porque se habría escuchado «la mitad del bochinche».[4]
El primer número de La Cacerola estuvo especialmente dedicado al trabajo doméstico, no al servicio doméstico, sino al trabajo invisible y no pago que todas las mujeres realizan en la casa. En este número se explicaba cómo se aprende a ser mujer y cómo ser mujer implica una preparación específica para lo doméstico. Con mucha inspiración en los aportes de Betty Friedan, el número explicaba el proceso de construcción de la feminidad y el ideal de domesticidad que regía para la construcción de la identidad de las mujeres. Las mujeres desde pequeñas eran educadas para incorporar ciertas aptitudes que las harían las mejores en la vida doméstica y para asumir entonces de forma naturalizada ese rol. Así los aprendizajes relacionados con las tareas reproductivas se tornaban invisibles y esta ideología justificaba la distribución sexual del trabajo que, aunque injusta, no era concebida como tal.
En la comprensión y denuncia de dicho proceso de construcción identitaria, las feministas destacaron no solo los aprendizajes desde pequeñas de ciertas tareas concretas asociadas a la limpieza y la cocina, sino el aprendizaje emocional en tanto mujer, el adquirir las capacidades de llorar, asustarse y sonrojarse, así como fundamentalmente desarrollar habilidades para cuidar al otro, para con mucho amor realizar un sinfín de tareas no remuneradas y ser el «sostén emocional» del hogar.[5]En este sentido la construcción de la identidad femenina implicaba una educación en el registro del sentir que preparaba a las mujeres para realizar un específico trabajo emocional. Las emociones en este caso no eran atributos psicobiológicos, sino que eran movilizadas especialmente para cumplir ciertas funciones, como ha estudiado Hochschild (1979).
Sara Ahmed analiza, en The Promise of Happiness (2010), cómo la felicidad fue utilizada como argumento para sostener la división sexual del trabajo y cómo las mujeres fueron las elegidas para proveer esa felicidad en el espacio doméstico. Este sería el objeto principal de denuncia del feminismo; la esposa feliz, dirían, no era auténticamente feliz, porque en aras de alcanzar el objeto de la felicidad había renunciado en el camino a muchas cosas, especialmente a su ser mismo. La idea del vacío, de haberse perdido, de encontrarse alienada en una vida sin sentido sería una imagen clara de esta lectura, expresada en intervenciones y escrituras varias como los versos que acompañaban un artículo sobre el tema en Cotidiano:
Tendida la ropa
Tendida la mesa
Tendida la cama
Tendida la trampa de convivir con la nada
o el sueño[6]
Aquella imagen de la mujer esclava del hogar –la madre de Mafalda– cobraba plena vigencia.[7] El espacio doméstico no era significado como un lugar de empoderamiento, de cuidados, de espacio protegido desde el cual contestar los imaginarios y prácticas hegemónicas, sino un lugar en el que las mujeres caían en una trampa o en el encierro. Un poema de Amanda Berenguer publicado en La Cacerola daba cuenta del drama doméstico
Sacudo las telarañas del cielo
desmantelado
con el mismo utensilio de todos los días
sacudo el polvo obsecuente
de los objetos regulares, sacudo el polvo, sacudo el polvo
de astros, cósmico abatimiento
de siempre, siempre muerta caricia
cubriendo el mobiliario terrestre
sacudo puertas y ventanas, limpio
sus vidrios para ver más claro
barro el piso tapado de desechos
de hojas arrugadas, de cenizas
de migas, de pisadas
de huesos relucientes
barro la tierra, más abajo, la tierra
y voy haciendo un pozo
a la medida de las circunstancias[8]
En varias notas tanto de La Cacerola como de Cotidiano aparecerá esta idea. En una nota que tenía como protagonista a una referente de la industria textil, María Julia Alcoba, se expresaba a través de su testimonio la experiencia de la doble explotación, pero haciendo hincapié fundamentalmente en aquella que se desplegaba en el espacio doméstico, un espacio que no era el de la consagración de la felicidad, sino el de la alienación, paradójicamente mucho más que aquel de la fábrica. Costaba pensar y decirlo, «atreverse», pero en su narración sobre lo cotidiano se expresaba cómo se articulaba el agobio doméstico:
¿Feminismo?, nunca tuve tiempo de pensar, siempre tuve la impresión de vivir de prisa, de comer de prisa, de dormir de prisa, para estar a las 5.15 horas tomando el autobús, a la mañana siguiente, para la fábrica. Sin embargo, siento que las ocho horas de trabajo compartido con otras personas me daba cierta sensación de comunidad y libertad y la sensación de prisión la sentía en casa, y una actitud individualista, de soledad, en la suerte del ama de casa, triste, gris, en la cual no dejaba desde el punto de vista de la producción, nada, no dejaba nada, no me quedaba nada, entre las manos. ¿Cómo es posible que me anime a pensar en voz alta eso, qué contradicción? ¡En el momento que era explotada, en el momento en que me quitaban la plusvalía, marxistamente hablando, era cuando yo tenía la sensación de libertad! ¿Sería que cuando yo dejaba un objeto físicamente logrado, ya sabía que tantas canillas de hilo correspondían a tantos kilos de hilado, era socialmente libre? Cuando volvía a casa me sentía atrapada, todo el peso de la casa me oprimía, me aplastaba, me sentía indefensa, de nada me servía el socialismo, se me escapaba toda teoría de plusvalía, me sentía como mujer sola. Solo sé que con mis compañeras me sentía un tejido fuerte, difícil de romper.[9]
Lo que Ahmed señala para el feminismo del norte se ajusta también al del Río de la Plata: la genealogía del feminismo puede ser descrita como la genealogía de las mujeres que no solo no apuestan por la felicidad de ciertas cosas, sino que hablan de su infelicidad (Ahmed, 2010: 60), fundamentalmente de un vacío, de seguir un camino (matrimonio y maternidad) e ir a los mismos lugares donde van las otras hasta no encontrar nada. «Ser feliz, pero a costa de qué. ¿A costa de… la capacidad de ser una misma?, ¿de ahogar aspectos de nuestra personalidad? ¿De no estar nunca sola porque, mismo ausente el otro siempre está allí, como referencia o como espera? De no saber ¿cuándo empieza el nosotros y cuando termina el yo?»[10]
El problema de la domesticidad como asunto central fue abordado desde diversas perspectivas, desde las notas y testimonios autobiográficos, las estadísticas sobre inserción laboral femenina y horas de trabajo no remunerado, hasta el humor gráfico. Este último era un muy buen aliado para dar cuenta de una realidad que por estar tan naturalizada resultaba difícil de conceptualizar y abordar políticamente, por lo que la mayoría de las veces quedaba como «asuntos de mujeres». Las caricaturas de la época fueron un gran instrumento para mostrar a las mujeres que pasaban sus días y sus vidas en el hogar, atrapadas en las múltiples tareas reproductivas, solas o con sus maridos sentados cómodamente en el sillón leyendo el diario o mirando la tv.
La Cacerola, año I, n.° 1, abril de 1984, 5.
La imagen era la de una familia heterosexual, blanca, de clase media urbana en la que el marido usaba traje y la mujer un atuendo que era para el espacio doméstico, como un pañuelo en la cabeza, un delantal o una bata. Si aparecían niños, estos nunca eran más de tres, lo que también daba cuenta de un modelo de familia nuclear.[11] Las mujeres siempre aparecían agobiadas por las tareas domésticas, lavando y colgando importantes cantidades de ropa, cocinando, limpiando –a veces con la ayuda de algunos electrodomésticos, lo que daba cuenta de cierto poder adquisitivo– y atendiendo a los niños, en una jornada tan intensa como la remunerada, pero en estos casos impaga e invisibilizada. Dentro de un horario y una rutina doméstica las mujeres cumplían un sinfín de tareas que comenzarían a denominarse trabajo reproductivo o trabajo invisible.
Hasta aquí se podría decir que el abordaje de la domesticidad como problema central de la experiencia de las mujeres y los modos de representarla coincidía con aquellas miradas que habían logrado protagonismo en el feminismo occidental estadounidense o europeo. Sin embargo, a partir de esa interpretación general, se realizó una lectura del espacio doméstico en una clave que era muy potente discursivamente para la época: el espacio doméstico no solo era alienante y una trampa para la verdadera felicidad de las mujeres, sino un espacio autoritario. Nominar como autoritario el espacio doméstico, el matrimonio o la familia no era una crítica menor.
Asamblea, 2 de agosto de 1984, 16.
La caricatura publicada en Asamblea mostraba otra vez a un hombre en un sillón y a una mujer vestida de ama de casa, pero esta vez el señor venía de una manifestación pública y desplegaba todo su autoritarismo en el espacio doméstico exigiéndole a su esposa un repertorio de atenciones, quien blandiendo la escoba tal cual un cartel de protesta cantaba en silencio la consigna de la transición democrática que no llegaba a finalizar porque casi cualquiera en la época podía comprenderla: «se va a acabar, se va a acabar [la dictadura militar]». Una dictadura que era la del espacio doméstico.
Se trataba entonces de denunciar aquella ideología de la domesticidad que convencía a las mujeres de que el destino de ama de casa era el indicado y que lo doméstico era el lugar donde realizarse y ser felices, pero que focalizaba la atención en los hombres, aquellos que imponían su autoridad y tallaban día a día la opresión de la mujer. Julieta Kirkwood lo había expuesto en su texto Feministas y políticas publicado en 1984 y presentado en un seminario organizado por grecmu en el mismo año:
…la experiencia cotidiana concreta de las mujeres es el autoritarismo. Que las mujeres viven –han vivido siempre– de cara al autoritarismo en el interior de la familia, su ámbito reconocido de trabajo y experiencia. Que lo que allí se estructura e institucionaliza es precisamente la Autoridad indiscutida del «jefe de familia» –el padre– la discriminación y subordinación de género; la jerarquía y el disciplinamiento de este orden denominado «natural»…[12]
La democracia, que se había transformado casi en la única idea disponible para ordenar la discusión político-ideológica de las salidas de las dictaduras del Cono Sur, delineaba también la recepción de la problemática de la domesticidad. La dicotomía autoritarismo-democracia articulaba identidades separando un nosotros de un vosotros, «autoritarios versus demócratas» (Lesgart, 2003: 68), y también hacía a los modos de construir la agenda de la domesticidad; el espacio doméstico –autoritario– debía ser democratizado.[13]
Dentro de una plataforma de 18 medidas que habían propuesto las mujeres para ser discutidas e incorporadas en el programa del Frente Amplio en el contexto de la campaña de 1984, se ubicó aquella que demandaba «democracia en el hogar» –la única medida rechazada por el Frente Amplio–, que convocaba a luchar «contra el autoritarismo en todos los frentes. Tareas domésticas compartidas entre todos los miembros de la familia que estén en condiciones de realizarlas, independientemente de su sexo». Esta forma de denunciar las prácticas y los imaginarios patriarcales era especialmente provocadora para la época, claramente no adquirían la misma densidad el adjetivo machista o patriarcal que el calificativo autoritario.
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Por Ana Laura De Giorgi
Fuente: Revista Bravas
[1] Este texto focaliza la atención en este último concepto, el de domesticidad. Para el abordaje de la discusión sobre el trabajo invisible o reproductivo se requiere otro abordaje que reconstruya el análisis marxista que se desarrolló en torno a estos temas y que dio origen a dichos conceptos, pero que excederían los límites de un trabajo de pequeña escala como el que aquí se presenta.
[2]Transcripción de intervenciones en el taller realizado con mujeres comunistas. Documentos Lila Dubinsky.
[3]Cotidiano, editorial, setiembre, año I, n.° 1, 1985.
[4]Portada La Cacerola, año 1, n.° 1, abril 1984.
[5]Estoy cansada, m’hija, La Cacerola, año 1, n.° 1, abril de 1984, 3.
[6]Cotidiano, año I, n.° 7, mayo de 1986, 3.
[7]Varios números de la publicación Ser Mujer fueron ilustrados con tiras de Mafalda en las que la protagonista se preocupaba por «heredar la capacidad de fracasar» de la madre o soñaba con que su mamá «dejaba de ser una mediocre y estudiaba una carrera».
[8]La Cacerola, año 2, n.° 4, mayo de 1985, 11.
[9]¿Soy feminista o sindicalista?, Cotidiano, año I, n.° 5, marzo de 1986, 3.
[10]Un hombre y una mujer, Cotidiano, año II, n.° 18, junio de 1987, 9.
[11]En Colombia, Cine Mujer en 1981 había producido el corto Y su mamá qué hace, que con mucho humor representaba las múltiples tareas reproductivas que realizaba el ama de casa y la falta de reconocimiento de estas como trabajo. EnCotidiano se publicaban caricaturas como la de la francesa Bretecher, que también retrataba a través del humor la opresión del espacio doméstico.
[12]Feministas y Políticas, n.° 63, agosto de 1984, flacso, Santiago de Chile.
[13]El texto de Julieta Kirkwood (1983) El feminismo como negación del autoritarismo es un ejemplo claro.
[14]La centralidad que ocupa esta tarea en la época en las múltiples referencias es enorme.
[15]Silvia Rodríguez Villamil. La vida cotidiana ¿también es política? La Hora, 1.° de noviembre de 1987, 27.
[16]El hombre nuevo. Entrevista a la socióloga brasileña que había sido publicada por la revista brasileña vib y republicaba aquí en Uruguay. Rose Marie Muraro, Hombres nuevos, viejos y de transición, La República de las Mujeres, 18 de agosto de 1991.
[17]Un hombre y una mujer, Cotidiano, año II, n.° 18, junio de 1987, 9.
[18]Del inventario de prejuicios. Las feministas son malas madres. La República de las Mujeres, 19 de agosto de 1990, 9.
[19]En la otra orilla del Río de la Plata, integrantes del feminismo surgido en los setenta sí desplegaron este discurso. La imagen icónica de esto es la de María Elena Oddone portando un estandarte en plena manifestación con la leyenda «No a la maternidad, sí al placer».
[20]Algunas de las integrantes de grecmu tenían incluso un promedio de hijos por encima del promedio de la clase media y ellas mismas se recuerdan como las «feministas con muchos hijos».
[21]Tanto Cotidiano como grecmu abordarían de forma recurrente lo que hoy denominamos sistema de cuidados para los sectores populares y la demanda de un servicio público de guarderías.
[22]Veo veo, qué comemos hoy. Canelones ¿de qué color? La Hora, 16 de abril de 1989, 12.
[23] La Cacerola, año 1, n.° 1, abril de 1984, portada.
[24] Con el voto no alcanza. La Cacerola, año 1, n.° 3, noviembre de 1984, 4.
[25] Cotidiano, n.° 10, agosto 1986, 7.
[26]Boletín Ser Mujer, editorial, abril de 1984, n.° 2, 1.
[27]Consideraciones sobre sexualidad femenina, Boletín Ser Mujer, n.° 4, junio de 1985, 7. Varios artículos publicados enCotidiano Mujer a cargo de Elvira Lutz también difundirían las investigaciones de Master y Johnson.
[28]Casa de la Mujer María Abella. El cuerpo como idea de libertad, Cotidiano, año III, n.° 24, 10, 1988.
[29]Se brindaban servicios como anticoncepción, orientación para el embarazo y parto sin temor, autoexamen genital, grupos de reflexión sobre aborto, violencia, operaciones mutilantes, esterilizaciones y orientación sexual. Es importante señalar también que la Casa María Abella ubicada en Paso Carrasco atendía fundamentalmente a mujeres de los sectores populares y pretendía brindar una atención en salud alternativa, pero no ser un centro de discusión sobre la sexualidad.
[30]Citar Jaque, Vamos, etc.
[31]Sempol (2013). De los baños a la calle. Historia del movimiento lésbico, gay, trans uruguayo (1984-2013). Montevideo: Sudamericana.
[32]Cotidiano, N°2, marzo 1991, pp.1
[33]Pasto a las fieras, Cotidiano N°2, marzo 1991, Editorial, pp.2