enero 09, 2022

Feminista en falta: una hija oscura, una madre abandónica y el arte de contar lo que callamos

La adaptación al cine de la novela de la misteriosa Elena Ferrante que acaba de estrena Netflix es, según su directora, Maggie Gyllenhaal, “una historia acerca de muchas de esas cosas sobre las cuales las mujeres hemos decidido permanecer en silencio de manera colectiva”. ¿Por qué nos cuesta tanto hablar del dolor de la maternidad?


Dakota Johson y Olivia Colman en La hija oscura, una producción de Netflix (YANNIS DRAKOULIDIS/NETFLIX © 2021)

En una entrevista que The New York Times publicó este fin de semana, Maggie Gyllenhaal dice sobre Elena Ferrante, la misteriosa autora del bestseller en que basó su ópera prima, La hija oscura, que, cuando empezó a leer sus novelas napolitanas, al principio creyó que la escritora y sus personajes estaban realmente perdidos. “¡Dios mío, esta mujer está tan confundida!”, dice que pensó. Diez segundos más tarde, sin embargo, sintió que tenía algo en común con ella: “¿Será que yo también estoy jodida, o esto es algo que sentimos muchos y de lo que no hablamos? En última instancia, es a la vez perturbador y reconfortante, porque, si alguien lo escribió, quiere decir que no estamos solas con nuestros terrores y nuestras ansiedades, ni, en el otro extremo, con la intensidad de nuestra alegría y de nuestro amor”.

Protagonizada por Olivia Colman y Jessie Buckley, en la versión adulta y joven de Leda Caruso –una profesora de Literatura a quien un encuentro fortuito en sus vacaciones con una familia extendida y, en particular, con una madre joven (Nina) interpretada por Dakota Johnson, la confrontan con los momentos más oscuros de su propia maternidad–, la película que acaba de estrenar Netflix es, según Gyllenhaal, “una historia acerca de muchas de esas cosas sobre las cuales las mujeres hemos decidido permanecer en silencio de manera colectiva”. Tiene sentido que sea esta actriz y ahora directora quien se haya atrevido a contarla. Desde su consagración en el cine con La Secretaria (2002), aquella asistente que entraba voluntariamente en un juego sadomasoquista –y amoroso– con su jefe, James Spader; o como la prostituta ambiciosa de la serie The Deuce –que también produjo–, nos tiene acostumbrados a los temas incómodos.


Hay una verdad que Gyllenhaal asume desde el vamos y que se hace palpable también en la trama: hasta hace demasiado poco las experiencias femeninas no tenían voz ni espacio, por lo que contarlas con honestidad ni siquiera era un problema. Pero con la maternidad y sus ambivalencias, existía –existe– “un pacto cultural para evadir la cuestión”. Por una razón bastante simple: todos tenemos madres. ¿Cómo ser honestos –honestas– con lo que quizá más define nuestro carácter? Tal vez logramos hablar de nuestro deseo, y del peso de la exigencia cultural de suprimirlo cuando elegimos la crianza –y de la necesidad de que sea deseada, justamente porque la exigencia siempre es la misma, así que, cuando no se elige, la injusticia de esa carga es doble–, pero ¿estamos listas para hablar del deseo de nuestras madres y de la posibilidad de que ellas también hayan sido algo más que meras figuras en nuestra función? Dice Ferrante en el texto original de La hija oscura (2006): “¡Qué tontería pensar que podemos hablar con nuestros hijos de nosotras antes de que cumplan por lo menos 50 años! Pedirles que nos vean como personas y no como una función. Decirles: ‘Soy tu historia, empezás desde mí, escuchame, quizá te sea útil’”.

La Leda adulta –una Colman que en algunos planos tiene un asombroso parecido a Gyllenhaal– tiene 48 y eso no es casual. Es la edad en la que las mujeres comienzan a volverse imperceptibles: su deseo ya no es en función de nadie, pero tampoco nadie la desea. O sí, pero de manera torpe, casi como una parodia de lo que pudo ser antes. Es también la edad en la que puede mirar atrás y despegar a su propia madre de su función. Dejó de cuidar y ya nadie la cuida a ella: “Finalmente dejé de ser una carga hasta para mí misma”, escribe Ferrante en la novela.

PlayTrailer de "La hija oscura"

La Leda joven es una madre que quiere escapar, como todas en algún momento. En la isla inventada en donde pasa sus vacaciones la Leda adulta, hay una chiquita perdida y una muñeca-fetiche que le recuerda los propios juegos de sus hijas, y también los suyos cuando era chica. ¿Hay algo natural en las niñas que las predispone a cuidar? Leda no va a darnos una respuesta: es una madre que escapó y que vive con las consecuencias. Y ese es el elefante blanco en la sala: la Leda joven le hizo caso a ese otro instinto alejado del maternal, el de su deseo, y abandonó por tres años a sus hijas de 5 y 7, que ahora tienen más de veinte. Eso nos pone ante un problema: mientras naturalizamos a los padres ausentes, estamos acostumbrados a rechazar de plano a las madres abandónicas, ¿cómo logramos entonces empatizar con Leda, para que a los diez segundos, como dice Gyllenhaal, podamos sentir que tenemos tanto en común con ella?

“Las mujeres suelen enfrentarse a una versión de fantasía de sí mismas –dijo la directora en el estreno de la película, en el Festival de Venecia, en donde se llevó el León de Plata al Mejor Guión Adaptado–. Nos vemos haciendo cosas en las que somos buenas o de las que nos sentimos orgullosas. Pero, en realidad, la mayoría tenemos un enorme espectro de cosas dentro. Me extrañaría mucho encontrar a una sola madre que, en cierto momento de su vida, no haya pensado ‘y qué tal si me voy dando un portazo’. Eso casi nunca ocurre, pero en La hija oscura nos encontramos con una mujer que sí lo hace”. Si esa mujer está ahí para contar su historia, y hasta podemos reconocernos en sus gestos; y, sobre todo, si ella misma se juzga, ¿cómo vamos a juzgarla los espectadores?

Más de la mitad de la película es una mirada cruda de la maternidad, porque es el recuerdo de los errores, de las cosas más oscuras que hicimos como madres y a veces naturalizamos. La tensión es femenina: las madres siempre pensamos lo peor, como dice Samantha Schweblin en Distancia de Rescate –que ahora también tiene su versión cinematográfica de la mano de la directora peruana Claudia Llosa–, y lo peor siempre está al acecho, a punto de ocurrir, como muestra con maestría Lucrecia Martel en La Ciénaga (2001). Pero el cine en general no quiere ver esa angustia y las mujeres tampoco hablamos mucho de eso entre nosotras, ni con nadie. Las madres deben ser perfectas y además disfrutar full-time de su tarea. La presión para las mujeres que intentan criar a sus hijos en la vida real es demasiado grande. Cuando la matriarca de la desagradable familia greco-americana que amenaza con su presencia a Leda le pregunta por sus hijos, ella responde angustiada que la maternidad es “una responsabilidad enorme”.

En una escena desgarradora, la Leda joven le niega un beso en el dedo lastimado a su hijita que llora. Todas fuimos alguna vez esa madre que perdió la paciencia, pero es demoledor ver el daño a esa chiquita indefensa en tiempo real. ¡Y es que es tan fácil mirar la maternidad desde afuera! Eso que odiamos a veces, que nos digan cómo hacer las cosas o que nos den consejos, es casi inevitable cuando nos sentamos a mirar del otro lado: de afuera se ve más claro en dónde vamos a lastimar a nuestros hijos, empezando por eso de sentir que son nuestros, de nuestra propiedad. Logramos hablar de la cosificación de las mujeres y hasta de las mascotas –justo esta semana España aprobó una ley para considerarlas seres dotados de sensibilidad–, pero nos ocupamos muy poco de la de los chicos. Ni las convenciones jurídicas internacionales modificaron la convención cultural que todavía respeta el “Con mis hijos, no”, como si ese fuera un Universo en el que los padres tienen permitido todo, salvo cuando los daños son físicos, y ni siquiera.

Claro que hay madres violentas, si es esa la única pregunta que nos dejó el horror de casos como el de Lucio, el chiquito de cinco años asesinado en noviembre en La Pampa a golpes por su madre y su pareja. Y hay padres, padrastros y abuelos violentos; hay muchos padres que no están, y sobre todo, hay miles de chicos desamparados. Si nos sorprende y lloramos una semana por Lucio, como antes por la niña M, es casi un mecanismo de defensa. Es demasiado horrible para ocuparnos, porque también implica pensar en el daño al que exponemos a nuestros propios hijos: violencia no es sólo un moretón. Muchos de estos chicos expuestos a la violencia cotidiana son parte de círculos de violencia intrafamiliar, donde los progenitores violentos –que de todos modos casi siempre son varones– los usan para vengarse de sus parejas. El extremo es el femicidio vinculado. En todo caso, ni la violencia contra los niños ni la violencia machista deberían ser sólo cuestión de las feministas, igual que no lo es la guerra en Afganistán. Así que tal vez sea hora de que dejen de preguntarnos dónde estamos, porque también nos pesa, pero no podemos resolverlo solas.

La Leda adulta pasa horas mirando los juegos de la hijita de Nina en la playa. ¿Le da ternura? ¿Le duele? La maternidad también es todo eso. Lo sabemos, sin decirlo en voz alta casi nunca, las madres que miramos, y también lo sabe ella. Por eso es capaz de decirle a esa mamá desbordada que la entiende en serio cuando ella le dice que está tan cansada que le da miedo. A veces las madres desbordadas sólo necesitamos eso. Saber que no estamos solas con lo que nos pasa, que nos entienden. Quizá no sea casual que La hija oscura se haya estrenado ahora: todo ese cansancio –y esa soledad– se puso en juego como nunca antes en estos años de pandemia y aislamiento. Del otro lado, lo sabe Leda, hay o hubo tres niñas indefensas, Elena, la hija de Nina, y Bianca y Martha, las suyas. Pero son todos nuestros hijos los indefensos. “Pobres criaturas que salieron de mi panza, solas del otro lado del mundo. Las partes que más amo en ellas son las que me son extrañas, y de eso me tengo que hacer cargo”, dice la protagonista.

Lo que casi no muestra la película y sí la novela de Elena Ferrante es que la maternidad es también una historia continua: mientras buscamos despegar de nuestras madres, seguimos siendo hijas para criar a los nuestros. En la adaptación de Gyllenhaal tampoco se ve que la familia por la que Leda se siente amenazada en verdad no es griega, sino napolitana, como ella. Lo oscuro en ellos, es también lo oscuro de su pasado. De nuevo, la maternidad es vista como un acto sostenido en el tiempo, no sólo como una obra nuestra sino también de lo que traemos con nosotras, de lo que nuestras madres y abuelas hicieron con su soledad y su desborde: “La observé, sorprendida y desilusionada, y me decidí a no ser como ella, a convertirme en alguien realmente diferente y a mostrarle que era inútil y cruel que nos asustara con su repetido ‘Nunca más me van a volver a ver’; en cambio debió haber hecho algo en serio, o abandonarnos de verdad, desaparecer. ¡Cómo sufrí por ella y por mí, cómo me avergonzaba haber salido de la panza de una persona tan infeliz!”

Claro que debe haber sido difícil adaptar el guión de la novela de una escritora que no existe. Elena Ferrante es un seudónimo, no sabemos quién es, Gyllenhaal interactuó con ¿ella? estrictamente por mail. Tal vez es por eso que se anima a adentrarse en el dolor con esa profundidad inédita. La hija oscura es de 2006, antes de que Ferrante se convirtiera en un boom internacional por la saga La amiga estupenda –que HBO volcó en una de sus series más exitosas–, leída por 40 millones de personas. Se dice que ella misma nació en la Napoles de la posguerra. Llegaron a nombrarla entre las mujeres más influyentes del mundo, pero no se descarta que sea un hombre. Las especulaciones –y las investigaciones más serias– señalan a la escritora y traductora Anita Raja, y a su marido, el escritor y periodista Domenico Starnone, pero podría ser sólo Raja, sólo Starnone, los dos juntos, o ninguno de ellos. Ferrante repite en todas sus entrevistas –también por correo– que los libros, una vez escritos, no necesitan de sus autores, y que el anonimato es clave para su proceso de escritura. También que poner en duda que es mujer es parte de la debilidad que siempre se nos atribuye. Pero el caso de Carmen Mola, bestseller español cuya identidad se reveló el último octubre, cuando tres autores varones se presentaron a reclamar en su nombre el Premio Planeta, permite mantener la sospecha: ¿y si fuera un varón en vez de una de nosotras el que se atreve a señalar nuestras fallas más dolorosas?

Es una pregunta difícil para una época en la que algunos pretenden instalar en los medios una especie de teoría de los dos demonios donde, frente un Estado y una sociedad que legitimó durante años a padres ausentes e incluso violentos, se opone la figura de las falsas denuncias –”Ojo que hay malas madres”, parecen decir, como si fuera algo comparable a lo sistemático–. Claro que hay mujeres malas, chocolate por la noticia. Y hay una Justicia patriarcal, y padres que no están ni siquiera cuando viven en la misma casa.

Frente a todo eso, La hija oscura funciona como bálsamo y antídoto, porque muestra los claroscuros de lo que se pretende impoluto. No somos perfectas, pero así y todo, todavía recae sobre nosotras la mayor parte de la crianza de nuestros hijos, porque los varones –en pareja con nosotras o no–, tienen vía libre para borrarse de la responsabilidad sin ser cuestionados. En la película, el marido de Leda pone su carrera sobre la de ella sin siquiera someterlo a debate, y el personaje libre en el que se inspira la protagonista para plantearse su propio escape de una rutina familiar que la sofoca, es un hombre. Una mujer abandónica no sería un modelo, igual que ella no lo es ahora.

A casi nadie le parece aberrante que un varón se aparte de sus hijos por un año o tres, pero para la protagonista de esta historia, como para cualquier otra madre, esos tres años de libertad todavía son una mancha. A la mayoría, cuanto menos nos inquieta que una mujer no críe a sus hijos. ¿Cómo fueron esos tres años?, le pregunta Nina a Leda. “Se sintió genial, había estado demasiado tiempo tratando de no explotar, y pude hacerlo: exploté”, dice Leda. ¿Esto que siento se me va a pasar?, quiere saber la madre joven. Igual que en la vida, no hay una respuesta definitiva. Lo mejor de esta mirada es que la maternidad casi siempre da tiempo de reparar. La felicidad que nuestras abuelas soñaron para nuestras madres la primera vez que las sostuvieron en brazos es la misma que un día vamos a querer para nuestros nietos. Al final tal vez no somos las nietas de las brujas que no quemaron en la hoguera, sino de esas mujeres solas y tantas veces desbordadas con nuestra crianza, que hicieron lo que pudieron para no quemarnos a nosotras en el intento.

Fuente: Infobae