El colectivo de mujeres poetas Genialogías presenta su ‘Diccionaria Una’, un glosario que, de forma lúdica y lírica, crea y recoge palabras que designan realidades obviadas por la cultura patriarcal.
“Lolamento”, una de las entradas de Diccionaria Una. MARIA FARRÉ
La frase cayó como una piedra en el agua y salpicó a todas las presentes en aquella reunión de la asociación de mujeres poetas Genialogías en 2017. Una de ellas dijo lo que muchas sentían en carne propia: “Mi mundo está lleno de cosas que no tienen nombre”. Cuatro años después, el colectivo ha publicado un libro-herramienta que quiere satisfacer esa necesidad de inventar palabras para designar realidades que afectan a las mujeres pero que, hasta ahora, han carecido de definición, de un término que las nombre. Y lo que no se nombra no existe, sabido es.
Diccionaria Una (Genialogías/Ediciones Tigres de Papel, 2021) supone el resultado de un esfuerzo colectivo, también un juego con el lenguaje y una semilla para sembrar el camino. En su elaboración han discutido mucho cada detalle, cada palabra, cada acepción, pero también han disfrutado y se nota. Huyendo del carácter normativo que caracteriza a los diccionarios, este glosario propone una creación lúdica de significantes y significados y abre la puerta a que existan continuaciones de esta partida para llegar a otras pantallas y nombrar nuevas realidades. La propia Diccionaria aparece, con una definición que dice que se trata de la “recolección y siembra de palabras con que las mujeres nombran sentimientos, experiencias y saberes silenciados o no expresados antes de forma satisfactoria para ellas”. Otras entradas explican el “cuidadicio”, el vicio de cuidar en exceso del que convendría cuidarse. Describen lo que es “amueblarse”: “Tomarse el tiempo y el espacio vital para ordenar ciertos sentimientos dentro de una, especialmente los de pena o fracaso, hasta que no puedas hacerte daño con ninguna de sus esquinas”. Hablan de la “ojaza” como la “mirada cómplice entre amigas cargada de información, que nadie más que ellas capta pero crece como un pan”, y establecen que el Satisfayer es un “cacharro capitalista que la publicidad intenta vender a las mujeres como panacea orgásmica para que acaben pronto y sigan trabajando”.
“Con lo que estamos dialogando, lo que estamos cuestionando, es la cultura patriarcal, que va más allá de las instituciones que confieren autoridad cultural, va más allá de la crítica y el canon”, dice la poeta Diana García Bujarrabal
En la introducción aseguran que han intentado “nombrar con libertad, soltura y gracia, con placer y con sentido, sin esperar la aprobación de las infinitas jerarquías que pretenden regular las palabras como si fueran suyas, siendo como son las palabras pájaros, propiedad de nadie”. Una de esas jerarquías que constriñen el lenguaje la constituye la Real Academia Española (RAE), aunque la poeta Diana García Bujarrabal, participante en la elaboración de Diccionaria Una, entiende que la responsabilidad trasciende la institución fundada en 1713 por el marqués de Villena y dirigida en la actualidad por Santiago Muñoz Machado. Ella afirma que “con lo que estamos dialogando, lo que estamos cuestionando, es la cultura patriarcal, que va más allá de las instituciones que confieren autoridad cultural, va más allá de la crítica y el canon”.
La discriminación de las mujeres en la cultura, ese sesgo al que combaten desde Genialogías, es histórica y, para García Bujarrabal, “tiene que ver con el silenciamiento de las voces femeninas que empieza en los textos clásicos con Telémaco mandando callar a su madre Penélope, que se prorroga durante siglos en nuestra tradición literaria. Hay un ensayo maravilloso de Clara Janés, Guardar la casa y cerrar la boca, que se abre con una cita de Fray Luis de León: ‘Porque así como la naturaleza [...] hizo a las mujeres para que, encerradas, guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca’. Es algo inserto durante siglos en nuestra cultura occidental, en la Biblia con la expulsión de Eva del paraíso, también en la idea de las mujeres como fuente de todo mal en Pandora. Hablaría de cultura patriarcal, entonces, que va más allá de la RAE y del Gobierno de España”.
Patriascazo
Existen números que corroboran la desigualdad estructural que aún siguen padeciendo las mujeres en la cultura. Por ejemplo, según datos recogidos por el Ministerio de Cultura y Deporte, en 2020 se inscribió en el ISBN un total de 78.422 libros. De los 54.509 que corresponden a una firma única, el 61,1% eran hombres, el 38,5% mujeres y el 0,4% no consta. Sin embargo, la tasa de empleo registrada ese mismo año en la ocupación de escritores, periodistas y lingüistas alcanzó un 55,4% de mujeres, superior a la observada en el total del ámbito cultural y en el conjunto nacional. Algo huele a macho en la industria editorial española. En la página 91 de la Diccionaria se lee la definición de “patriascazo”: muestra de violencia judicial, institucional y simbólica del sistema patriarcal. Palabra escuchada en las calles como un clamor.
García Bujarrabal, que en sus poemas enhebra los conceptos de verdad, utilidad y belleza, una cierta preocupación ecológica y el enojo que, precisamente, le provoca el ninguneo a las mujeres en la literatura, remarca las diferencias de enfoque entre la Diccionaria y otros glosarios: “No es un diccionario en el sentido tradicional, incluso ni siquiera en el sentido del diccionario de recoger los usos del lenguaje que hizo María Moliner en su día, sino que trata de cuestionarnos la potencialidad liberadora del lenguaje y lo que estamos haciendo cuando nombramos”. Así, en su texto colectivo “no hay un trabajo lexicográfico, no tenemos la capacidad ni nos planteamos hacer un trabajo de campo para recoger cómo se habla, aunque algo de esto hay. La RAE fija, pule y da esplendor pero también parte de esa idea de recoger las maneras de hablar. No es nuestro punto de partida. Nosotras estamos partiendo de esos huecos innombrados y tratamos de darles nombre, adquirimos un papel más activo. No pretendemos en ningún caso hacer el mismo tipo de trabajo”.
Sobre la mencionada María Moliner y su excepcional Diccionario de uso del español, que escribió durante 15 años, ella explica que no empezaron “pensando en hacer algo como lo que hizo, que fue un ejemplo espectacular. Inevitablemente esa referencia la hemos tenido mientras trabajábamos sobre las palabras, pero su trabajo es muy diferente. Para nosotras es un ejemplo de constancia y libertad, también por lo de ignorar el argumento de autoridad. Su trabajo es científico, no es nuestro caso”.
¿Cuáles son sus labores?
Una de las entradas de la Diccionaria que mejor ilustra todos los nudos que sus autoras han atado y desatado para poder terminar este volumen colaborativo es la que se refiere al término “suslabores”. En la tercera acepción que proponen especifican que se trata del “trabajo a veces silencioso pero siempre constante para socavar los cimientos del patriarcado”. ¿No es justo al revés, el espacio en el que el patriarcado recluye a las mujeres para perpetuarse? La poeta responde que esa definición tiene una cierta intencionalidad. “Por una parte, está esa realidad de la relegación de las mujeres al espacio doméstico, que es un mandato patriarcal, pero por otra parte está la necesidad de valorar todo ese trabajo. Todas las acepciones de esta palabra quieren trabajar en esa doble vía. Hay una desvalorización de todo lo que tradicionalmente se ha identificado como femenino, que para nosotras no tiene sentido. De ahí esa acepción en positivo. Ese trabajo para socavar los cimientos del patriarcado no se refiere exclusivamente al ámbito doméstico, remite también a lo manual, lo pequeñito, lo cotidiano, pero pueden ser los trabajos de una mujer en su centro de trabajo, no solo en casa”. En la página 32 encontramos la definición de “cuerpeo”: evaluación constante que hace una mujer del lugar y la situación en que se encuentra para evitar riesgos y protegerse.
“Genialogías es una asociación de 70 mujeres poetas de todo el Estado pero la mayoría somos blancas, no somos mujeres migradas… Somos muy conscientes de que ha quedado muchísimo fuera”, reconoce García Bujarrabal
La confección de este proyecto se enfrentó a dilemas importantes, que las participantes en Genialogías fueron resolviendo en comisiones y con paciencia. Uno de ellos alude a la exclusión que comporta toda definición y lo que no encaja en ella. “Teníamos mucho miedo —reconoce García Bujarrabal— de pretender erigirnos en voz de las mujeres porque las mujeres somos la mitad de la población y, como tales, diversas y atravesadas por todo tipo de realidades diferentes. Genialogías es una asociación de 70 mujeres poetas de todo el Estado pero la mayoría somos blancas, no somos mujeres migradas… Somos muy conscientes de que ha quedado muchísimo fuera”. Por eso, ella espera que la Diccionaria, que no se apellida Una por casualidad, tenga continuidad, quizá mediante herramientas más abiertas que permitan la participación de más autoras. “Lo que no podemos es presentarlo como universales en los que todas podamos encajar, porque quizá uno de los problemas que hemos tenido las mujeres han sido esos trajes tan encorsetados en los que se nos ha querido introducir desde esa tradición patriarcal”, valora la poeta.
Otros debates que han acompañado la creación de la Diccionaria giraron en torno al canon, a la autoridad, a la pregunta de hasta qué punto las mujeres necesitan ser reconocidas por unas jerarquías que son “totalmente patriarcales, como puede ser la RAE”, a la idea de lograr un acuerdo entre todas las participantes, y a la identificación, o el rechazo, con lo que sugerían algunas de las palabras creadas. “Los términos están revisados varias veces —recuerda García Bujarrabal—, hemos tenido esa preocupación por cómo serán interpretados. Pero eso es un riesgo que asumes desde que escribes. Es inevitable que, en un momento dado, a alguien no le guste algo. La alternativa es no hacer nada. Poniendo este libro encima de la mesa estamos aportando y suscitando debates, por eso lo lanzamos como una propuesta para seguir trabajando”.
Y otro gran quebradero de cabeza fue la autoría, cómo reconocer el trabajo conjunto realizado hasta tener el libro en las manos. Respetar los textos presentados o modificarlos —“hay términos en los que han intervenido muchas personas, otros se quedaron tal cual llegaron”—, incluir nombres y apellidos o recurrir al anonimato que tantas veces veló nombres de mujeres, como señaló Virginia Woolf. “Queríamos hacer un libro colectivo, que no se firmara a título personal, pero eso también nos hacía pensar si no estábamos cayendo otra vez en el ocultamiento y silenciamiento de las mujeres”, concluye García Bujarrabal.