junio 17, 2025

Jacinda Ardern, ex primera ministra de Nueva Zelanda: “La empatía es una demostración de fuerza”

Joven y progresista, Ardern intentó hacer política de otra manera, pero seis años después de llegar al poder, dimitió de manera inesperada

Jacinda Ardern, ex primera ministra de Nueva Zelanda. Marvin Joseph/Getty Images


En 2022, unos meses antes de dimitir como primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern estaba lavándose las manos en un lavabo del aeropuerto de Auckland cuando una mujer se le acercó. La mujer se inclinó hacia ella para hablarle, tan cerca que Ardern podía sentir el calor de su piel. “Solo quería darle las gracias”, le dijo la mujer. “Gracias por arruinar el país”, añadió antes de dar la vuelta y marcharse dejando a Ardern “de pie como una adolescente a la que acaban de destruir”.

El incidente fue muy chocante. Ardern había sido reelegida con una histórica y aplastante victoria dos años antes. Era una política a la que le gustaba conversar y debatir. Esa clase de líder que no se aísla del resto de la población. Pero esto “parecía algo nuevo”, en sus propias palabras. “El tono de voz de la mujer, la manera en que se había acercado tanto, la forma indeterminada y agitada de su furia, no solo impredecible sino incongruente con la situación... ¿Qué estaba pasando?”.

El incidente llegó en un momento crucial. Ardern ya venía sintiendo que la marea estaba volviéndose en su contra y se debatía entre irse o no. “Algo se había desatado en todo el mundo”, dice durante una entrevista con The Guardian. Furia por todos lados, cargos públicos atacados y perseguidos, como si “de alguna manera no fueran seres humanos”. Todos sabemos de qué furia está hablando, pero Ardern estaba en el centro de ella, representando las políticas progresistas, las duras medidas contra la COVID-19, la empatía, la emoción, el antirracismo, y la feminidad. Un símbolo de un tiempo que parece pasado, más racional y amable, cuando las reglas aún significaban algo y había muchas mujeres a la cabeza de sus gobiernos: Angela Merkel, Theresa May, Sanna Marin, Mia Mottley, Mette Frederiksen, Tsai Ing-wen.

Por todas estas razones, los progresistas de Nueva Zelanda y los de otros países echan de menos ahora a Ardern. En su mejor momento, Ardern había iniciado un nuevo camino global con una forma diferente de hacer política: poniéndose un velo sobre la cabeza y abrazando a las familias en duelo tras la masacre de la mezquita de Christchurch, reformando a continuación las leyes sobre tenencia de armas en solo 10 días; tomando medidas decisivas sobre la COVID-19 que permitieron a los neozelandeses volver a salir de fiesta mientras el resto del mundo apenas podía abandonar sus casas; dejando boquiabiertos a famosos como Elton John o Stephen Colbert con su aplomo, ingenio y humanidad.

Era la Jacindamanía y todo el mundo quería tener una primera ministra igual: mujer y joven (tenía solo 37 años cuando la eligieron), mostrando al mundo otra perspectiva de la identidad nacional de Nueva Zelanda: directa, compasiva, diversa, deseable globalmente. Ardern también representaba una forma más juvenil, humana y decente de dirigir un país. Su novio era feminista y estaba embarazada cuando fue nombrada primera ministra.

Fue entonces cuando en enero de 2023 anunció, de la nada, su dimisión dramáticamente tras seis años en el cargo. Sus fans lamentaron cómo les pudo hacer esto en un momento en que el mundo se desmoronaba ante sus ojos.

Ardern y yo nos vemos para hablar sobre sus memorias, A Different Kind of Power [Un tipo diferente de poder]. Es la primera entrevista importante que concede desde su dimisión y elige ella la cafetería: un lugar cavernoso con tablas de madera y metal en un pequeño centro comercial de Cambridge, la ciudad de Massachusetts donde imparte su curso sobre liderazgo empático en la Universidad de Harvard. Llego muy temprano para preparar mi equipo, pero Ardern ya está en el lugar, bebiendo un té negro enorme y preparada con su propio dispositivo de grabación. “Empollona”, bromeo, usando una frase que ella ha utilizado sobre sí misma. “Bueno, ¿para qué ocultar quién se es?”, dice, entre risas.

Tiene esa expresión abierta y su famosa sonrisa llena de dientes, acentuadas las dos por un pintalabios rojo, el pelo recogido a lo bailarina, y grandes aros dorados. Lleva una chaqueta acolchada de color caqui y botas negras.

Ardern vs. Trump

Ardern y Trump siempre han parecido el yin y el yang. Los dos llegaron al poder en 2017 y pronunciaron sus primeros discursos en la ONU con ocho días de diferencia. Pero sus posturas políticas y culturales son diametralmente opuestas en casi todo. ¿Qué se siente al ser la anti-Trump en el EEUU de Trump? “Me considero una observadora, observando la política de otra persona”, dice. Está disfrutando el anonimato de vivir en Estados Unidos, todo un contraste con Nueva Zelanda. “Pero lo que ocurre en un lugar afecta a otros lugares cada vez más. No se trata solo de la cultura política, son también nuestras economías, nuestros acuerdos de seguridad...”.

Ardern elige cuidadosamente sus palabras: una política siempre es política. “En los momentos de profunda inseguridad económica los líderes políticos tienen dos opciones. Una es reconocer el entorno en el que se encuentran. Estamos en un mundo globalizado, interconectado y de disrupción tecnológica. Necesitamos una receta política que reconozca todo eso. Y a menudo son soluciones difíciles. Difíciles de comunicar, de aplicar”, dice. “Pero eso es lo que hay que hacer. O si no [pausa], eliges a un culpable. Culpar al otro, culpar al inmigrante, culpar a otros países, culpar a las instituciones multilaterales, culpar... Pero eso no lo resuelve en el fondo. De hecho, lo único que sucede al final es que tienes a un grupo, formado por los otros, y a unas personas que se sienten insatisfechas, enfadadas y aún más en su trinchera”.

¿Ya se puede decir que es fascismo lo que está pasando en el EEUU de Trump? Esta vez la pausa es más larga. Vuelvo a escuchar la grabación y cronometro: 11 segundos. “Estoy intentando pensar adónde nos lleva esto”, dice Ardern por fin. “Desde luego, lo que estamos viendo no es nada que yo haya experimentado en mi vida”.

Hablando sobre Trump, la persona, Ardern parece sutilmente bromista, sin ir nunca demasiado lejos. “Más alto de lo que esperaba, su bronceado más pronunciado”, dice. Vladímir Putin es “callado, a menudo solitario y casi sin expresión”. Habla de la “indiferencia autocomplaciente” de Scott Morrison, el ex primer ministro australiano, y se limita a poner los ojos en blanco cuando menciono a Boris Johnson. En su libro solo he encontrado un comentario con mala leche de verdad, y muy gracioso, sobre David Seymour, político nezoleandés muy de derechas. Es el fragmento en que Ardern describe el alivio que sintió cuando su ayudante le contó que la habían cogido en cámara llamándolo “gilipollas arrogante”. Ella pensaba que lo había llamado “puto gilipollas”.
El ascenso de Ardern

Jacinda Kate Laurell Ardern, nacida en 1980 en la Isla Norte de Nueva Zelanda, se describe a sí misma como “una persona muy corriente que se encontró en una serie de circunstancias extraordinarias”. Ardern y su hermana, las primeras de la familia en ir a la universidad, vivían en casa mientras estudiaban para poder ahorrar. Su padre era policía y su madre trabajaba en el comedor escolar. La educaron en la religión mormona: faldas largas, nada de cafeína y “llamar a las puertas en nombre de Dios”. Ardern, una chica que seguía poco los cánones considerados femeninos y con un “implacable sentido de la responsabilidad”, trabajó en una tienda de fish and chip llamada Golden Kiwi. Para su primer día de trabajo, se preparó poniéndose a envolver una col en papel de periódico.

A lo largo de sus memorias, Ardern recuerda que siempre fue extremadamente sensible, emocional, y con tendencia a sobrepensarlo todo. El libro está dedicado a “los que lloran, a los que se preocupan y a los que abrazan”. Su tesis es que estas personas también pueden ser grandes líderes. Su padre le decía que tenía “la piel demasiado fina” para ser diputada. “La sensibilidad era mi debilidad, mi defecto trágico, lo que podía impedirme dedicarme al trabajo que amaba”, escribe.

Mirada en retrospectiva, su carrera política parece inevitable. De niña no podía soportar la injusticia cuando la presenciaba. Especialmente cuando afectaba a la comunidad maorí de su pueblo. Fue campeona de debates en el colegio, estudió política y comunicación en la universidad, se desempeñó como investigadora para los líderes del Partido Laborista de Nueva Zelanda y hasta trabajó en Londres como asesora política en una unidad llamada 'Ejecutiva por una mejor regulación'. A los 28 años salió elegida diputada.

Siempre tuvo ideas políticas progresistas pero rodearse de gente con otros puntos de vista la ha ayudado. “Tengo una familia muy diversa, con muchos puntos de vista, y no hemos perdido ninguna relación, siempre hemos hablado”, dice. Hay un momento en el libro en el que una mujer de su pueblo le dice: “Jacinda, quería decirte que mucha gente en Morrinsville reza por ti... No te votan, pero rezan por ti”. Incluso su cariñosa abuela admitió que probablemente no la votaría.

Cuando entró en política, había dejado de ser mormona. Se había agrandado demasiado el abismo entre su religión y sus valores, especialmente en lo referido a los derechos LGTBI. Pero no habla mal de la Iglesia y cree que allí aprendió mucho sobre “servicio y caridad”. Y, por supuesto, que te cierren la puerta en la cara cuando vas a hablar de Dios es una preparación inmejorable para el mundo de la política.

Tal vez sea esa educación la que explique la modestia de Ardern. Le digo que son las memorias políticas más modestas que he leído. “¿Has leído algún otro libro de Nueva Zelanda?”, responde. “¿Has leído otras memorias políticas neozelandesas? Porque no diría que eso sea un rasgo particular mío”. Lleva piercings en las orejas, le gusta el estilo musical drum'n'bass, ha sido vista con camisetas de Portishead... Bastante guay para una política, le digo. “Yo no me describiría a mí misma como guay”, responde negando con la cabeza.

Durante aproximadamente una década, Ardern trabajó diligentemente como diputada aprendiendo los entresijos de la política. Una de las anécdotas del libro hace referencia a la vez en que preguntó a un compañero qué tenía que hacer para endurecerse. El diputado, que tenía fama de matón, le rogó que no lo hiciera. “Las cosas te afectan porque tienes empatía, porque te importan”, le dijo. “En el momento en que cambies dejarás de ser buena en tu trabajo”.

En 2017, fue elegida número dos del Partido Laborista. Se convocaron elecciones generales pero el partido estaba hundiéndose. Las encuestas daban números tan malos que el líder dimitió y a Ardern le encargaron de repente que se presentara como candidata a primera ministra, aunque en todos los carteles seguía figurando como vice. El liderazgo le había sido impuesto y tenía 72 horas para formular un nuevo plan de campaña. “Ganar no era posible a siete semanas para las elecciones y con las encuestas dándonos un 23%”, dice que pensó en aquel momento. Pero consideró que al menos podría “salvar los muebles”. Al final no hubo ninguna mayoría clara y tras semanas de negociaciones para formar una coalición el partido de centro derecha New Zealand First decidió dar su apoyo a los Laboristas. Ardern se había convertido en la tercera mujer en gobernar el país.

En medio de todo, a pocos días de convertirse en primera ministra, Ardern había descubierto que estaba embarazada. Ella y Clarke Gayford, su pareja, estaban consultando a un especialista en fertilidad porque tenían problemas para concebir. Y de repente, “embarazada, sin casarse, y nueva en el trabajo”.

Gayford es el presentador de Fish of the Day, un conocido programa de viajes y pesca que lleva más de una década en la televisión neozelandesa. Ardern lo conoció en 2012 durante una entrega de premios. Un año después, él le envió un correo electrónico preguntando si podía ayudar en la campaña (el viejo truco). La ex primera ministra dice que Gayford ni siquiera tenía un traje cuando lo conoció, pero que “disfrutó” de formar parte del grupo internacional de cónyuges de líderes. Son famosas las imágenes de Gayford sosteniendo en brazos a Neve, su hija de tres meses, mientras Ardern pronunciaba su primer discurso en la ONU. Cuando ella decidió dejar la política, él le insistió en que se quedara, sugiriéndole que delegara más. “No quiero que sientan que han ganado”, le decía. Con una sonrisa, Arden se refiere a él como “un modelo de hombre moderno, sí, exactamente, un héroe feminista”.


Después de la pakistaní Benazir Bhutto, Ardern fue la segunda mujer a cargo de un gobierno que había dado a luz durante su mandato. El parto fue difícil. Durante semanas no pudo mantenerse erguida, siempre con la sensación de que tendría que estar en otro sitio. “Era como vivir todo el tiempo con un malestar crónico, mitad culpa, mitad decepción”. Hacía un trabajo importante. ¿Incluso como primera ministra se sigue sintiendo culpa por lo que sea que no se está haciendo? “Si hay un cargo que te libera un poco de la culpa, es dirigir un país”, se ríe. Pero seguía sintiéndose mal. “Creo que forma parte del paquete y no puedes librarte. En lugar de eso, puedes tratar de tomar la mejor decisión posible en cada momento y tratar de reprimir la culpa. Es lo único que puedes hacer”.

¿Por qué se fue? “Nunca quise usar la frase 'me voy para pasar tiempo con mi familia'; tuve mucho cuidado de no decir nada en ese sentido, porque nunca quise transmitir que no se puede tener una familia, o que estar en política significa decidir que la familia estará un peldaño más abajo, o viceversa”. Muchos creen que fue por agotamiento. El día que dimitió dijo que no le quedaba energía para seguir. Pero hoy sostiene que el agotamiento no fue la causa. “Agotamiento es muy distinto al juicio de una misma sobre si está o no funcionando al nivel que necesita”. Las cosas empezaban a agobiarla más de lo normal y “por supuesto que estaba cansada, ¿acaso no lo está todo el mundo a los 40?”.
Del atentado de Christchurch a la pandemia

No es ninguna sorpresa que estuviera cansada. Tal vez Ardern no haya pasado mucho en el poder pero fue un tiempo particularmente tumultuoso, con terremotos, un atentado terrorista y, por supuesto, una pandemia mundial. Su hija Neve nació en junio de 2018. Nueve meses después, un varón australiano de extrema derecha transmitía en directo por Facebook su atentado contra una mezquita de Christchurch en el que mató a 51 fieles. Ardern se dejó llevar por la intuición y su respuesta fue conmovedora. Sobre las víctimas musulmanas dijo simplemente: “Ellos son nosotros”. Abrazó a los familiares de los fallecidos y lloró con ellos. “Es posible que muchos de los que se hayan visto directamente afectados por este tiroteo sean emigrantes en Nueva Zelanda, puede que hasta hayan llegado aquí como refugiados; han elegido Nueva Zelanda como su hogar, y es su hogar”, dijo en un discurso que resonó por todo el mundo.

En el libro cuenta la llamada de Trump tras la masacre. Una conversación que revela sutilmente el pensamiento de los dos. “Hablamos de lo que podría ocurrirle al terrorista; usé específicamente esa palabra, 'terrorista', y el presidente Trump me preguntó si estábamos llamando así al pistolero”. Ella respondió: “Sí, era un hombre blanco de Australia que atacó deliberadamente a nuestra comunidad musulmana, lo estamos llamando así”. Trump no respondió, pero preguntó si Estados Unidos podía ayudar en algo. “Pueden mostrar simpatía y amor por todas las comunidades musulmanas”, respondió ella. Lo contrario de la política de la división y el enfrentamiento. “[El terrorista] nos eligió porque sabía que Nueva Zelanda acogía abiertamente a personas de todas las creencias y quería destruir eso”, dice Ardern.


Por supuesto que estaba cansada, ¿acaso no lo está todo el mundo a los 40?

¿Por qué decidió reaccionar de esa manera? ¿Por qué tanta gente lo encontró tan conmovedor? “Estás dirigiendo a un colectivo; el público estaba decidiendo cómo iba a reaccionar y lo que sentí fue que simplemente estaba al frente con ellos”. ¿Los neozelandeses se estaban expresando a través de usted? “Creo que fue un reflejo de cómo se sentían los neozelandeses, estas cosas forman parte de nuestra identidad, tal vez sea por nuestro tamaño pero es algo que casi se puede sentir, puedes sentir una reacción que literalmente parece la de todo un país”.

¿Cómo es eso de 'poder sentirlo'? “Suena raro, pero siempre he tenido la sensación general de tener una idea sobre el sentir de Nueva Zelanda en las cosas. Me basé mucho en eso mientras estuve en el cargo. Sientes una energía”. Suena casi físico. “Es un estado de ánimo. Una vibración. Suena un poco sobrenatural. Supongo que los políticos usan mucho las encuestas para entender. Yo no dejaba que mis ayudantes me pasaran encuestas”.

Tras el atentado, Ardern se movió con rapidez y anunció la prohibición de armas de tipo militar en cuestión de días. Dos meses después, copresidía con Emmanuel Macron la cumbre donde líderes mundiales y directivos de empresas tecnológicas se comprometieron a “eliminar de Internet los contenidos terroristas y de extremismo violento”. Más de 130 gobiernos y tecnológicas han suscrito el “Llamamiento a la Acción de Christchurch” desde entonces.

Christchurch fue una prueba de fuego. Esperaba que 2020 fuera un poco más calmado. Pero no fue así. La respuesta de Ardern a la pandemia sobresalió. Cuidadosa, racional, diseñada con modelado de datos, con científicos expertos y con asesores de salud pública. Lo contrario del enfoque adoptado por Boris Johnson en Reino Unido y Trump en EEUU. Con pocas camas de cuidados intensivos, la pequeña y remota nación insular de Nueva Zelanda cerró la frontera a todos los no ciudadanos el 19 de marzo de 2020, poniendo en vigor una estricta estrategia de confinamientos y rastreos de contactos. Durante mucho tiempo, a Ardern le informaron personalmente de todas y cada una de las muertes por COVID en su país. Durante mucho tiempo, hubo muy pocas.

Mientras el resto del mundo prohibía que la gente se encontrara con sus seres queridos, en Nueva Zelanda muchas personas llevaban una vida casi normal. A finales de 2020, con las escuelas cerradas en algunas partes como Reino Unido y cientos de miles de fallecidos solo en Estados Unidos, Ardern y Gayford estaban en un festival viendo a la banda Shapeshifter (casualmente, en su primera cita habían hablado de lo que les gustaba ese grupo).

Hasta que llegó la variante Delta, mucho más contagiosa que la anterior. Ardern pensó que sería imposible contener un brote, incluso con normas estrictas sobre el uso de mascarillas y los certificados de vacunación. Cuando los confinamientos entraron en la séptima semana, empezó a sentir que “la unidad de Nueva Zelanda comenzaba a fragmentarse”.

Lo peor estaba por llegar. En febrero de 2022, 3.000 manifestantes antivacunas levantaron tiendas de campaña y ocuparon los terrenos de la Casa del Parlamento en Wellington. “Vi mi propia imagen, con un bigote hitleriano, un monóculo y sobre mi cara la leyenda 'Dictadora del Año'. Vi la horca, completa con su soga, que decían que había sido erigida para mí. Vi las banderas estadounidenses, las banderas de Trump, las esvásticas”, escribe Ardern en la parte del libro sobre la acampada. Dice que a través de las puertas del Gobierno se podían oír los gritos de los manifestantes. “Pisáis los huesos de los muertos”. “Ahora vamos a por ti”.

¿La acosaron? “En absoluto; me fui un año después de algunos de esos momentos más difíciles”, dice. Pero debió de ser horrible. En su libro escribe que siempre había intentado ser “humana primero, y líder después”. “Comprendí que para la multitud que ocupaba el Parlamento no era ni una cosa ni la otra”.

¿Cree que fue demasiado dura con las restricciones y la vacunación obligatoria? Su respuesta es que Nueva Zelanda “salió de la COVID-19 con una de las tasas de vacunación más altas del mundo y menos días de confinamiento que naciones como el Reino Unido, y que, de hecho, la esperanza de vida en el país aumentó en ese tiempo”.

Se le reconoce poco mérito por esto. Supongo que es difícil atribuirse méritos por cosas que no han sucedido. No se puede probar un negativo. No se puede probar cuánta gente no ha muerto. Sí que se puede, dice ella con firmeza. “20.000... cuatro veces mi antiguo pueblo, es mucha gente [pausa] ¿Cómo arrepentirse de eso?”.

Suena como si sintiera que fue injustamente atacada por sus políticas contra la COVID-19. Ante esta sugerencia, Ardern se queda muy quieta y callada. De repente me doy cuenta de que tiene lágrimas en los ojos. “[El tema de la] COVID me resulta muy difícil”, dice tragándose las palabras. “Ya había dejado el cargo cuando tuve una conversación en el norte... Estaba paseando por unos puestos del mercado y sentí la mirada de una mujer joven, cuando nos cruzamos la saludé y entablamos una conversación, y resulta que era una profesora que había tenido una reacción adversa a la vacuna y que había dejado de trabajar en enseñanza porque no había podido recibir la segunda dosis [en ciertas profesiones de Nueva Zelanda era obligatorio ponerse la vacuna]. Por supuesto teníamos un régimen de excepciones, y hablé de eso con ella, pero por alguna razón a ella no le había funcionado. Fue el tipo de conversación que me gustaría tener con todo el mundo, en la que no todo es blanco o negro. Pero ahora en el mundo hay muy poco espacio para eso, es algo que me entristece mucho”.

Vuelve a contener las lágrimas. Su tono es muy triste. ¿Por qué cree que sigue siendo tan difícil? “La gente solo ve la decisión final que tomas, no ve las opciones que tenías. Durante la primera etapa de la COVID, la gente lo vio todo, las opciones y las decisiones. La segunda parte simplemente fue más dura. Se hizo dura. Las vacunas fueron una nueva capa que lo hizo verdaderamente difícil”.

Le pido disculpas por hacerle recordar una época complicada. “Una de las cosas que aún recuerdo, no estoy segura si en un meme o en un dibujo animado de verdad, era una imagen de Winnie-the-Pooh y Christopher Robin al final de la COVID. Christopher dice '¿cómo sabremos si lo hemos conseguido? Y Winnie responde 'porque dirán que nos excedimos'. Reflejaba esa idea de que probablemente no haya un punto óptimo. Tal vez solo había dos opciones al final. Que te ataquen por hacer demasiado poco o que te ataquen por hacer demasiado. Yo sé cuál es mi elección”. Ardern enfrentó reacciones extremas de sus compatriotas neozelandeses. “Hay una persona que se echa a llorar espontáneamente, porque está convencida de que les has salvado la vida, y luego hay otra persona, con el mismo nivel de emoción pero en el otro extremo del espectro, que siente que de alguna manera acabaste con la suya”.

Ya casi nadie habla de la COVID-19, pero cambió nuestras economías, la relación de los niños con los colegios, la de los adultos con el trabajo, la de los ciudadanos con el Estado. Ardern está de acuerdo. “Alteró nuestra propia sensación de seguridad en torno a lo básico que podíamos esperar, la COVID alteró lo que se da por sentado”. Es posible que ella fuera el chivo expiatorio. “Es angustioso cuando te malinterpretan, o te sientes malinterpretada”, dice. “A veces leía un comentario y pensaba: 'Joder, si la mitad de eso fuera cierto, yo también me caería mal”.
Blanco del odio

Según Helen Clark, que también fue primera ministra de Nueva Zelanda, Ardern ha enfrentado “un nivel de odio y de críticas sin precedentes en el país”. La trivializaron, la llamaron insulsa, vacía y hasta “bastante estúpida”. En su libro escribe sobre un “estándar tácito e imposible” con el que las mujeres tienen que cumplir, cuenta cómo tuvo que extremar el cuidado para no parecer “sin humor y demasiado sensible” en su respuesta a un dibujo que la retrataba como una chica de ring de boxeo, en bikini y con botas negras de tacón de aguja.

¿Cree que las mujeres se enfrentan a un odio especial? “El impacto es mayor para las mujeres con una vida pública”, dice. “Y también para las personas con orígenes étnicos diferentes, y para nuestras comunidades LGTBI. Y digo vida pública, porque no creo que sean solo las políticas; son las periodistas, las académicas...”.


A veces leía un comentario y pensaba: 'Joder, si la mitad de eso fuera cierto, yo también me caería mal

Al abandonar el Parlamento, Ardern dijo que esperaba que su marcha “rebajara la temperatura de la política”; que sirviera para que la “política se volviera más tranquila, menos polarizada”. No funcionó, ¿verdad? “No bajó la temperatura”, admite. Ella sabe que es obvio. “Me parecía que lo más importante eran las cosas que habíamos hecho, en lugar de quedarme para hacer más”. Cuando le pido ejemplos, dice que consiguió “sacar el cambio climático de la política” con la Ley de Carbono Cero. “Las medidas contra la pobreza infantil, para las que también conseguimos un consenso, las dos se han mantenido, la reforma de la ley del aborto se ha mantenido”, dice. Pero hay cierta nostalgia en su recuerdo de los logros. Muchos progresistas neozelandeses sienten que la cantidad de cambios que logró implementar fue insuficiente, especialmente teniendo en cuenta su aplastante victoria de 2020.

La frustración de esos progresistas se siente especialmente aguda a la luz del gobierno actual. El gobierno más derechista que Nueva Zelanda ha tenido jamás está tratando de deshacer años de progreso en los derechos de los ciudadanos maoríes. Ardern se niega a hablar de política neozelandesa, pero lo que está ocurriendo debe horrorizarla.

Puede que la “política de la empatía” no esté de moda, pero Ardern sigue empeñada en ella. ¿Es suficientemente poderosa frente al autoritarismo? Elon Musk dijo recientemente que “la debilidad fundamental de la civilización occidental era la empatía”. Ardern resopla. “¿Qué diablos significa eso?”.

Le digo que atacar la empatía está de moda entre la derecha, y especialmente en EEUU. Libros titulados 'Contra la empatía' y 'El pecado de la empatía' se han vuelto muy populares. “En ese entorno, decir en voz alta y con orgullo que crees en la empatía y que gobernarás de esa manera es una demostración de fuerza”, dice. Pero la vida pública hoy es horrible y brutal. ¿Por qué se metería nadie en política con estas condiciones? “Creo que la rehumanización de la gente en la vida pública es realmente importante”, dice.

Después de nuestra entrevista, Anthony Albanese, en Australia; y Mark Carney, en Canadá, salieron elegidos enfrentándose a la política autoritaria de Trump. Albanese incluso mencionó la “amabilidad” en su discurso de victoria. Aunque cuando hablé con ella todavía no habían ganado, su victoria parecía probable. ¿Qué demostraría su elección sobre la forma del poder que ejerce Trump? “Creo que el hecho de que la gente se decante en la otra dirección ya es casi una demostración. No creo que esa forma de liderazgo sea la que busca la gente”.

¿Todavía cree en la política entonces? “Me encanta la política, pero es porque me encanta la gente”, responde riendo. Asegura que ama la democracia y a las personas más que al poder. “De hecho, probablemente estuve en el poder a pesar del poder. Hubiera sido muy feliz como ministra, una integrante más del equipo”. Un comentario verdaderamente profundo en un mundo de hombres fuertes y autócratas.

Ardern quería ser una líder diferente y durante seis años lo fue. Siente una conexión casi mística con su país. La COVID-19 hizo más fuerte esa conexión y luego, la destruyó. Y ella sigue sin creérselo. Entre sus planes figura volver pronto a casa.

Por Katharine Viner
Fuente: El Diario.es