septiembre 16, 2018

La infausta historia de la histeria femenina.

Fuente: ‘La tecnología del orgasmo’, de Rachel P. Maines.

A estas alturas de la película, leer el ensayo de Rachel P. Maines 'La tecnología del orgasmo' supone algo parecido a una revelación. A presenciar una historia fantasmagórica que nunca acabaron de contarnos, pero que en cierto modo, ya sabíamos que existía. Que el orgasmo femenino ha sido relegado durante milenios. No pongamos paños calientes, en vez de relegado, vamos a decir castigado, temido. Vamos a decir que la mujer insatisfecha se ha considerado una enferma, una histérica. "La histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres", se subtitula el ensayo.

Londres. Burguesía. Consultorio decimonónico:

- Buenos días, doctor. Mi señora tiene sofocos, irritación, mal humor. ¿Qué podemos hacer?

- No se preocupe, caballero. Se trata de un caso habitual de histeria. Espere en esa butaca mientras propicio un masaje genital a su esposa. La crisis paroxística consecuente la aliviará de inmediato.

No tan de inmediato. El doctor tardará alrededor de una hora en realizar su masaje. Una labor que no se consideraba sexual porque no había coito y porque las contradicciones médicas sobre la sexualidad de la histeria son constantes. Platón ya arrancó diciendo que «el útero es un animal dentro de un animal» y, hasta el siglo XIX, en Occidente, no se acostumbró a distinguir el útero de la vagina. Las implicaciones religiosas, políticas y sociales que ha soportado el cuerpo femenino tampoco contribuyeron a aclarar el asunto. Basta con leer el extracto sobre la histeria del compendio médico de Pieter van Foreest en 1653: "Cuando aparecen estos síntomas, nos parece necesario masajear los genitales con un dedo dentro [...] empleando aceite de azucenas o algo parecido. Galeno y Avicena recomiendan esta clase de estimulación para las viudas, para las que llevan una vida de castidad y para las religiosas; con menos frecuencia, para mujeres muy jóvenes, públicas o casadas, para quienes es mejor remedio la cópula con sus parejas".

Es decir, que si usted se ha roto un brazo y es viuda o monja la curarán de una forma, y si es puta o soltera, de otra. Curioso ¿no? Terrible este mejunje patológico-moral. Hubo histéricas que, con los mismos síntomas, fueron diagnosticadas de frigidez y de ninfomanía, y hubo médicos de todo pelaje. Edward Bliss "abroncó a los maridos por no entender las necesidades sexuales de sus esposas". Richard von Krafft-Ebing era reacio a permitir el placer sexual de las mujeres, incluso en el coito matrimonial "pues una mujer bien educada tiene poco deseo".

Theodore Thomas comprendía perfectamente la función del clítoris, pero prevenía contra su manipulación. Ninguno quería renunciar a la confortadora idea del orgasmo de la mujer en el coito ni poner en entredicho la pureza femenina ni el ego masculino. Como dice la autora, "no se trataba de una conspiración de los médicos ni de misoginia: las pruebas disponibles indican que los médicos llamaban enfermedad a lo que percibían como tal".

Faltas de salud 

Volvamos al cándido matrimonio producto del fracaso social en la producción de orgasmos femeninos. Ellos vieron un cartel donde un doctor indagaba bajo las faldas de una dama proclamando: "Aquí está la salud", y aquí están ellos. En la consulta. Treinta minutos de masaje vulvar y todavía nada. Una lástima, pues a mayor velocidad de producción de orgasmos -de paroxismos-, mayor rentabilidad económica. De hecho, las mujeres constituían el mayor mercado terapéutico de Estados Unidos. Las tres cuartas partes estaban faltas de salud. "Una bendición", según expresó el doctor Thacher Trall en 1873.

Fuente: ‘La tecnología del orgasmo’, de Rachel P. Maines


Como su propio título indica, 'La tecnología del orgasmo' describe también las tecnologías no manuales de tratar la histeria desde la Antigüedad, como el palo vibrante almohadillado, las sufumigaciones medievales en que "la paciente se sentaba sobre un quemador que producía humos ascendentes", y apunta prácticas tan grotescas y poco resolutivas como la equitación o viajar en tren por recorridos accidentados.

Nada comparable con la eficacia de la hidroterapia, relacionada con la sexualidad desde los baños romanos y que se popularizó en los balnearios. Agua bombeada, irrigación local y el furor de la ducha pélvica que "excita los centros nerviosos, profundiza la respiración e incrementa las secreciones". El problema es que montar un balneario resultaba muy caro. Así que ahí sigue nuestro doctor y nuestra dama. Ella a medio camino y él concentrado en una labor que no quería hacer nadie y que le está costando lo suyo. ¿Cómo podía remediar esa lentitud? Muy sencillo: inventando el vibrador. He aquí el origen de esta historia. Rachel P. Maines, graduada en clásicas con especialidad en tecnología, se propuso investigar la historia de la costura y se lanzó de cabeza a las revistas populares que repasaba página a página. "Cuando vi anuncios de vibradores en 1900, mi primer pensamiento fue que no era posible que esa fuera su utilidad", cuenta ella misma. Y lo que supuso un avistamiento casual se apoderó de su estudio. Publicó artículos, dio conferencias y fue expulsada de la Clarkson University porque sus "intereses intelectuales no encajaban".

El primer vibrador electrome-cánico lo inventó, hacia 1880, Joseph Mortimer Granville, que defendía su uso y, al mismo tiempo, negaba que percutiera a mujeres para conservar su dignidad. De nuevo, la vacilación médica ante unos aparatos dedicados a la histeria, que pronto aparecieron en revistas de artesanas de la aguja. Entre la publicidad de muebles, escobas y consejos de enfermería o de cría de pollos, aparecían vibradores para la jaqueca y las arrugas con una fraseología elocuentemente orgásmica. "Suave, relajante y vigorizador. Toda la naturaleza vibra de vida. La mujer más perfecta es aquella cuya sangre pulsa y oscila al unísono con la ley natural del ser", se anunciaba el Bebout Vibrator. Algunos disponían de un solo vibrátodo y otros tenían tantos como orificios corporales. Había tal infinidad de modelos y eran tan fáciles de manejar que, aunque los médicos desaconsejaron su uso fuera del ámbito terapéutico, de nada sirvió. Resultaba imposible competir con unos artefactos que costaban lo que cuatro visitas y estaban siempre disponibles sin más gasto que la corriente eléctrica.

Vibración mecánica

El American Vibrator venció a la mano del médico: "Un masajista profesional no sólo no puede llegar a tanta profundidad como la vibración mecánica sino que, además, es incapaz de mantener el tratamiento durante el tiempo suficiente para lograr los resultados de la maquinaria vibratoria moderna que no se cansa nunca". Los vibradores lograron poner en manos de las mujeres el trabajo que nadie quería hacer y que no resultaba tan complejo ni lento.

Si el American Vibrator de 1906 conseguía resultados en cinco o 10 minutos, el Informe Kinsey de 1953 concluyó que el 45% de las masturbadoras alcanzó su orgasmo en tres minutos. Lo que se había llamado histeria durante 2.500 años no era otra cosa que la expresión de la sexualidad femenina. Ese conflicto entre el rol hipersexualizado de la mujer y la negación social de sus sentimientos sexuales. Ya lo dijo el doctor J. Culverwell en 1844, "aunque se considera la continencia como el adorno más brillante de una mujer, sus efectos son patológicos".

Asunto resuelto. O no. En 1985, la columna periodística de Ann Landers sacudió al mundo masculino con su pregunta a las lectoras sobre cómo se sentían en el acto. De las 100.000 que contestaron, el 72% dijo que preferiría estar haciendo otra cosa. 2017. Ustedes dirán.

Por Isabel González
Fuente: El mundo.es