Feminismo, izquierda y cambio cultural. a partir de estos tres conceptos, Bravas me convocó a pensar los cambios en la región. Invitación complicada porque mirar la región desde Bolivia no es lo mismo que hacerlo desde uno de los grandes. Bien dicen que cuando Estados Unidos estornuda, México se resfría, pero a otros nos agarra una neumonía de la que pocos se enteran. Y si lo advierten, creen que con una aspirina nos basta.
A pesar de que llevamos tres décadas de democracia en América Latina y que su conquista fue, en todos los casos, obra de mujeres y hombres que escaparon a la muerte y el exilio –ocupando el vacío dejado por los vilipendiados partidos políticos, a veces injustamente, muchos de ellos de izquierda– se puede decir, sin exagerar, que la democracia es joven e inexperta. Vivimos unas democracias insuficientes en muchos sentidos, sobre todo para las mujeres. Porque si asumimos que la democracia es igualdad de derechos en el país, en la casa y, como dirían las chilenas, también en la cama, veremos que el debate sigue centrado en los imprescindibles cambios estables y políticos que permitan bajar los niveles de miedo e incertidumbre que afecta a la mayoría de la gente.
Esa democracia ha estado principalmente en manos de gobiernos neoliberales y de caudillos populistas y machistas. Pero también de unas cuantas mujeres que ensancharon las alamedas democráticas impulsando políticas de reconocimiento e igualdad, aprovechando los espacios que se abrieron como resultado de las luchas feministas en las calles, en los espacios de negociación dentro de los partidos desde donde impulsaron medidas como las cuotas parlamentarias de las que Argentina fue pionera en los noventa, la despenalización del aborto que aún no produce resultados excepto en Uruguay, la reforma de las leyes contra la violencia machista, cada vez más creciente y cruenta violencia, y otras políticas que han puesto en evidencia que la izquierda puede ser tan obtusa como la derecha.
Por suerte, la fuerza disruptiva de las mujeres y del feminismo en algunos países está teniendo un efecto transformador del sentido común que ha traspasado fronteras, mostrando en un contexto de crecientes nacionalismos, que sigue siendo un movimiento internacionalista como lo destacó Peter Waterman, ese gran feminista que nos dejó hace poco. Las luchas contra la violencia #NiUnaMenos, por el aborto en Argentina y la gran movilización de las estudiantes chilenas contra el acoso son tres hechos políticos en torno a una agenda feminista de gran impacto democrático para la sociedad y las mujeres que dan cuenta de la acumulación producida en los últimos años.
Estas movilizaciones han tenido la virtud de decir las cosas por su nombre y sin eufemismos –feminicidio, educación no sexista, aborto libre y gratuito– para demandar cambios sustantivos, y de ese modo alentar el accionar de las mujeres en otros países. Han puesto en valor los debates de los encuentros feministas, de las conferencias de la mujer, de las académicas, dentro y fuera del Estado, aportando con una mirada crítica y renovada y, a la vez, constructiva y estratégica.
No menos importantes son las acciones de las feministas nicaraguenses que temprano, alertaron contra el autorismo de Ortega cuando la mayoría de los partidos de izquierda en el poder callaron y apoyaron a la criminal pareja, la movilización de las mujeres en Guatemala en el marco de la lucha contra la corrupción o de las indígenas bolivianas por tierra y territorio. Estas valiosas luchas no conmovieron lo suficiente ni a los gobiernos ni a las izquierdas, ni siquiera a las organizaciones de mujeres, por razones que habrá que debatir pero que ponen una nota de cautela frente al optimismo desmedido.
Estos hechos que tienen un sentido transformador contrastan con un panorama más bien desalentador si se mira la corrupción generalizada con presidentes que construyen palacios y museos para exhibir su incompetencia, si se mira el deterioro de la justicia en varios países donde la judicialización de la política, la cultura del miedo y la indiferencia son parte de la vida cotidiana, y las sociedades muestran altísimos niveles de tolerancia a la crueldad, la impunidad y el cinismo. Esta cultura del “nomeimportismo” viene de la mano de la desaparición de las fronteras ideológicas y políticas entre los partidos de derecha e izquierda en el poder, desprovistos de ideas y armados de un arsenal de trampas y maniobras para retener el poder. Es el caso de Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
En materia de derechos sexuales y reproductivos, los autodenominados “pro vida” contaron con el alineamiento de notables como Tabaré Vázquez y Rafael Correa, o el silencio cómplice de los Kirchner sin que eso hiciera mella en su imagen de izquierdistas. Hace unos días, Pepe Mujica el izquierdista más querido de la región, reiteró su machismo resignándose a “poner mujeres” en la próxima fórmula electoral uruguaya, ni qué decir del machista contumaz que es Evo Morales, ídolo de algunas multitudes que ya ha llenado un manual de expresiones misóginas, para referirme solamente al lenguaje como transformador de la cultura. Por eso y por mucho más, es necesario profundizar el debate sobre la autonomía del movimiento feminista, lo que no debe entenderse como aislamiento sino como la capacidad de establecer alianzas pragmáticas y programáticas con la política, en lugar de comprarse los sueños de una izquierda cuya retórica está muy distante de su práctica.
La izquierda en el poder tiene mucho en común con la derecha que critica, desde sus políticas económicas y sociales hasta su recortado respeto a los derechos humanos. No pretendo con estas afirmaciones insinuar que el feminismo es una tercera vía, se trata de encontrar el lugar que le corresponde en todas las agendas democráticas, respetuosas de los derechos humanos y comprometidas en la lucha contrala corrupción. Para eso habrá que continuar por el carril de la democracia ensanchando sus límites hasta que lo político se ocupe de lo personal.
Por Sonia Montaño
Fuente: Revista Bravas