agosto 21, 2014

Las mujeres ‘soulaliyates’ quieren sus tierras


  • Las ‘soulaliyates’, las descendientes de la tribu, están dando una lección de lucha social en Marruecos
  • Han logrado modificar la ley para obtener iguales derechos que los hombres en el reparto de tierras colectivas


Rkia Bellot llega a la sede de la Asociación Democrática de Mujeres de Marruecos de Rabat (ADFM por las siglas en francés) dispuesta a contar, una vez más, la causa que se ha convertido en su lucha personal durante las últimas décadas. Tiene 68 años que no aparenta y su imagen es la de una mujer fuerte, convencida y perseverante. Sin preámbulos, comienza su relato muy consciente de lo que ha venido a hacer: difundir su reivindicación. "Pertenezco a la tribu Haddada, de Kenitra, unos 40 kilómetros al norte de Rabat. Somos soulaliyates y soy la única hija de nueve hermanos", empieza.

Los soulaliyates conforman una comunidad que sostiene un vínculo muy estrecho con la tierra y las formas de vida del mundo rural. Son los propietarios y gestores de las tierras colectivas de Marruecos, un 35% de la superficie total del país —según los datos del Ministerio—, y se agrupan en 4.563 grupos étnicos distintos repartidos en 55 provincias y prefecturas.

"Mi familia ha vendido en cuatro ocasiones parte de las tierras colectivas que gestiona y siempre me han excluido de los beneficios de la venta", se lamenta. "Ni siquiera mis hijos han recibido nada porque, aunque yo pertenezca a la comunidad, mi marido no, y la herencia de los bienes comunales pasa a los hijos por vía paternofilial", añade.

Las tierras "de todos" han conservado un estatus particular a lo largo de los siglos. Aunque pertenecen a los soulaliyates, su tutela está en manos del Ministerio del Interior. Son reguladas por un real decreto (dahir) de 1919, que ha quedado obsoleto con los cambios políticos, económicos y sociales que Marruecos ha vivido en el último siglo. "La venta de estas tierras había estado siempre prohibida porque pertenecían de forma exclusiva a la comunidad. A pesar de que eran los hombres los encargados de cultivarla, las mujeres no éramos excluidas y compartíamos el espacio para vivir, recogíamos los frutos o podíamos pasear por los campos", recuerda la colectivista.

Con la llegada del crecimiento urbanístico de los noventa surgió la necesidad de obtener suelo edificable para construir nuevas infraestructuras. "Así empezó el problema", recuerda Rkia. Para conseguir más terrenos, el Gobierno marroquí modificó el dahir de 1919 e introdujo la posibilidad de ceder o vender los terrenos colectivos para convertir al estado en el único posible comprador de la tierra que, a posteriori, puede revender a las constructoras a precios mucho más elevados.
La venta de las tierras colectivas

El sistema para repartir los beneficios de la venta de los terrenos se basa en las denominadas "listas de beneficiarios". Para cada transacción, los nouabs —jefes de las tribus— elaboran un listado de los hombres que recibirán uno de los dos tipos de compensaciones: o una indemnización económica o una parcela de tierra individual. Pero los criterios que determinan quién puede ser perceptor de las retribuciones no son homogéneos entre clanes y se establecen a partir del derecho consuetudinario y la tradición, el orf, anterior a la llegada del islam a Marruecos el siglo VII. Tal y como explica Rkia: "Muchos nouabsconsideran que solo los hombres pueden obtener beneficios de las tierras; otros incluyen también las mujeres si reúnen unos requisitos especiales, que pueden variar, como ser viuda, soltera o anciana".

Rkia Bellot, una de las mujeres que lideró las protestas de 2009. / ADFM

"Yo acudí a los hombres de mi tribu para reclamar mi parte de las ventas pero me dijeron que no tenía derecho a ninguna compensación porque soy mujer. Y eso no es todo. Más tarde trasladé mi demanda a la Administración y me respondieron que no cumplía los requisitos, que significa lo mismo pero de forma diplomática", se enoja.

Una de las consecuencias más dramáticas que ha tenido el negocio de las tierras comunales son los enfrentamientos familiares. "Es muy duro que tus hermanos te excluyan. Cuando les pedí explicaciones del por qué no querían compartir las ganancias conmigo, me respondieron que estaban atados de pies y manos por el orf", rememora Rkia visiblemente emocionada. "Me he sentido muy sola; dos de mis hermanos se opusieron rotundamente a mi lucha y los otros seis intentaban ayudarme como podían, pero ninguno de ellos compartió conmigo su parte de ganancias", se duele.

Otro de los efectos, éste estructural, es el aumento de las desigualdades sociales entre los hombres y las mujeres de la comunidad: "A veces, las tierras vendidas todavía se utilizan o están habitadas. Mientras ellos compran o construyen casas nuevas con el dinero, las mujeres no tienen otra opción que trasladarse a vivir en barracones de la periferia o emigrar a las ciudades", explica la responsable de los proyectos de las soulaliyates en la ADFM, Khadija Ouldemmou.
La lucha perseverante por sus derechos

En 2007, Rkia, cansada de sufrir en soledad, decidió acudir a la ADFM para denunciar su situación. Fue la primera soulaliyate que hizo pública su situación para "poner fin a la discriminación y la injusticia" que sufren miles de mujeres. Desde entonces, la Asociación ofrece apoyo a las marroquíes en la defensa de su derecho a beneficiarse de las tierras colectivas: "Iniciamos un largo proceso para adaptar nuestros métodos de trabajo a las características personales de estas mujeres, la mayoría de las cuales proceden del mundo rural y eran analfabetas y pobres", explica Khadija. "Trabajamos para capacitarlas en ámbitos como el acceso a la información, la comunicación, la interpretación del Real Decreto y la movilización social", afirma. Rkia corrobora: "Yo, por ejemplo, he participado en los talleres de liderazgo y movilización social para convencer a otras mujeres a unirse a esta causa. No podemos estar todo el día llorando, hay que luchar y eso es lo que intento explicarles". Estas reivindicaciones han sido trasladadas a centenares de calles y plazas de las principales ciudades del país y tuvieron su punto álgido en 2009 con la manifestación delante del Parlamento de Marruecos, en la que reclamaron sus derechos cerca de un millar de mujeres .

Otra parte importante de su tarea es colaborar con el Ministerio del Interior y con las autoridades locales y regionales de las wilayas para "sensibilizarlas y convertirlas en las intermediarias directas de losnouabs y los hombres de la comunidad", añade Khadija.

Taller de capacitación y liderazgo de las 'soulaliyates' en Meknes. / ADFM

Poco a poco, los esfuerzos de la ADFM y las mujeres que se unieron a la lucha por sus derechos empezaron a dar fruto en 2009, cuando el Ministerio del Interior emitió una circular dirigida al gobernador de la provincia de Kenitra informándole que había sido elegido como "provincia piloto" para poner en marcha los acuerdos para "permitir a las mujeres aparecer, al igual que los hombres, en las listas de beneficiarias de la venta o cesión de tierras". Una decisión que favoreció casi 800 mujeres y supuso un gran avance, no tanto por la cantidad de dinero, sino por el fuerte valor simbólico de la acción.

En 2010 el Ministerio aprobó una segunda disposición para ampliar estos derechos a todas las marroquíes de los territorios colectivos del país. Un año después, en la circular de 2012, también dio luz verde para que se beneficiaran de la explotación de los terrenos. Para Khadija, estas resoluciones "tienen mucha importancia porque es la primera vez que se establecen unos derechos para la mujer basándose en la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW), ratificada por Marruecos, y laConstitución de 2011 [nacida a raíz de las revueltas árabes], que da un paso adelante en materia de igualdad de género".
Las reivindicaciones continúan

“Estamos muy satisfechas con todo lo que hemos conseguido, pero no nos engañamos: es un progreso muy limitado", puntualiza Khadija. Las campesinas afirman que encuentran muchos obstáculos que bloquean la aplicación real de las disposiciones ministeriales, como la resistencia de los hombres, en general, y los jefes de las tribus, en particular, que no quieren adaptar las normas de la tradición a los nuevos tiempos. "O el propio Ministerio, que no da valor a los reglamentos y tampoco controla qué hacen los nouabs que, a su vez, aprovechan que el texto no tiene rango de ley para deslegitimizarlo y rechazarlo", continúa.

"Las primeras que tenemos que creer que tenemos la razón somos nosotras mismas y no podemos pensar que el orf es algo intocable o que no se puede cambiar", reivindica Rkia. Para la ADFM, la solución para superar estos obstáculos pasa por "conseguir que los reglamentos obtengan el rango de ley de obligado cumplimiento para garantizar que las mujeres tomen sus propias decisiones y trabajen para el avance y aplicación de la nueva Constitución".

Rkia termina su relato duro, emotivo y sobrecogedor. "Es la primera vez que termino de explicarlo sin llorar", confiesa. Y retoma: "¿Sabes qué significa soulala? Significa descendencia. Y soulaliya, descendiente de una tribu. Expresa el vínculo con nuestros padres, con la comunidad y con la tierra de todos. La descendencia forma la tribu, que es la que cuida la tierra. Por eso yo, igual que mis hermanos, soy miembro de la comunidad y por lo tanto beneficiaria legítima de los bienes de nuestras tierras". Y en este punto del discurso, estalla la emoción contenida. Llora. Llora de rabia y de impotencia pero sus palabras continúan apelando a la lucha y resistencia: "A pesar de eso, hay que seguir".

Y seguir es lo que hacen las mujeres soulaliyates que, en poco tiempo, han convertido la causa de unas pocas en un auténtico movimiento social del que participan muchas mujeres de Marruecos. Además de trabajar para colectivizar las tierras, trabajan para colectivizar su causa, que ha conseguido romper con muchos de los tópicos y estereotipos atribuidos a la figura de la mujer, musulmana y del campo, para ofrecer otra que es una lección de lucha, acción colectiva y cambio social.

Por Meitxell Freixas
Fuente: El País

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