Por qué es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin de la familia tradicional
Primera entrega de 'La familia, ¿bien?', una serie para analizar los lazos que construimos en tiempos en los que los apegos familiares no están aconsejados por emergencia sanitaria. Entrevistamos a la teórica feminista Sophie Lewis, que cree firmemente en la idea anticapitalista de que hay que abolir la familia, destruir el hogar nuclear tal y como lo entendemos.
¿Hay un momento mejor que la Navidad para proponer la abolición de la familia? Probablemente, no. Incluso si este año han quedado un tanto obsoletos los clásicos chistes y comentarios antinavideños, porque prevalecerá la nostalgia y el dolor por no poder reunirse, la Navidad sigue siendo la cima de lo que la pensadora británica Sophie Lewis denomina la “ideología de la familia” –para ella, un culto siniestro–. No es casualidad que existan tantas películas en las que la premisa es que todo salta por los aires cuando una familia se reúne porque la familia significa cuidado (no remunerado), pero también tensiones, desigualdad y, en el peor de los casos, abusos.
“Para empezar, las casas privadas no tienen ninguna lógica ecológica y requieren mucho trabajo, un trabajo que las mujeres siguen haciendo de manera desproporcionada. La mayor parte de la violencia sexual y queerfóbica tiene lugar en los hogares. Así que rechazar el modelo de familia nuclear atomizada que tenemos ahora para reproducirnos como seres humanos y encontrar alternativas más colectivas nos beneficia a todos, pero es especialmente necesario para liberar a las mujeres proletarias y racializadas y a la gente joven queer”, cree Lewis, que publicó hace unos meses un libro (a ella seguramente no le importaría llamarlo “panfleto”) titulado Full Surrogacy Now (Verso) y que hizo mucho ruido en los medios generalistas anglosajones porque actualizaba una vieja proposición del marxismo –Lewis se denomina comunista con c minúscula–, la abolición de la familia, y lo hacía mediante una curiosa pirueta intelectual que tiene que ver con los vientres de alquiler. La feminista hace uso en el libro de una industria que en realidad aborrece para proponer que todo embarazo se considere un trabajo. La tarea de llevar un embarazo a término, y no digamos ya de criar a un niño, es un trabajo, dice, sujeto a la explotación. “¿Por qué parto de esa industria de los vientres de alquiler, ese sector dedicado a la expresión más extrema de relaciones de propiedad biogenética? Porque las trabajadoras de esa industria han experimentado embarazos pagados y no pagados y tienen cosas que decir sobre la diferencia o sobre la falta de diferencia entre los dos. Me parece bien volver a la idea de que los niños no pertenecen a nadie”, dice.
Hace cuatro años la exdiputada de la CUP Anna Gabriel, que es pedagoga de formación, dijo algo similar en una entrevista. Lo hizo en el clásico segmento blando que suelen tener las entrevistas largas a los políticos, en los que se les pregunta por cosas más personales y allí contó que solo se plantearía tener hijos si pudiera criarlos en común y educarlos “en la tribu” porque veía en la familia nuclear una “lógica perversa”. El comentario generó las reacciones esperadas, entre el escarnio y la indignación. No es fácil atacar a la familia como institución en un país como el nuestro. Coronando el peso ya descomunal de tradición católica y mediterránea está la recanonización de la familia que trajo la recesión de 2008, cuando se convirtió en un mantra políticamente transversal, una idea que se aceptaba como verdad recibida, decir que lo único que estaba salvando a España del colapso total era la solidaridad intrafamiliar. Hijos y nietos que vivían de los abuelos, familiares que llegaban donde el Estado se quedaba corto. Según Lewis, eso, más que ser una expresión de solidaridad, es la evidencia de “una gran fuente de trabajo en el estado capitalista. No es una elección vivir con tus familiares biológicos bajo un mismo techo en una situación de hiperausteridad” y propone “luchar por un mundo en el que nadie esté obligado a trabajar para tener casa y comida”. Aun así, cree que la interdependencia, no ya entre parientes sino entre ciudadanos, es “inescapable, necesaria y a menudo profundamente bella”.
Lewis teoriza sobre la abolición de la familia. FOTO: D. R.
Hasta Marx y Engels reconocen en el Manifiesto Comunista que, de todas las proposiciones que hacen, esa, la de cargarse a la familia, es de las menos populares. “Hasta los más radicales se encolerizan ante esta propuesta”, admiten en el texto, que condena a la familia como el instrumento burgués definitivo, en el que las mujeres son meros instrumentos de producción de sus maridos y los niños dejan de tener derechos. Más tarde, la política y teórica Alexandra Kollontai abundó en esa idea de la liberación y la comunalidad de los niños y las mujeres –“la mujer que toma la lucha de la liberación de la clase trabajadora debe entender que ya no hay lugar para esa actitud de propiedad que dice: Estos son mis hijos, les debo mi solicitud maternal y afecto, estos son tus hijos, no me preocupan y no me importa si pasan hambre o frío, no tengo tiempo para otros niños”, escribió en 1920–, que después retomaron muchos movimientos contraculturales en los 60 y 70.
Si bien un vago sentimiento antifamilia era un ingrediente casi necesario en todos los grupúsculos que surgían en las orillas de lo contestatario, no es casualidad que fueran las mujeres racializadas, las que más cargaban con el peso de lo que supone La Familia, quienes más interés tenían en reformularla. En los 60, el movimiento de Chicanas Feministas, se fundó por doble oposición: a las feministas anglo, que a veces consideraban a sus hermanas latinas incorregibles, y al movimiento chicano liderado por hombres. Estos acabaron acusando a las Chicanas Feministas de ser unas “vendidas” y de sostener posturas antihombre y antifamilia por sus propuestas de replantearse la estructura familiar, poniendo precisamente como ejemplo a sus antepasadas que habían luchado en la Revolución Mexicana y citando a Dolores Huerta y a Sor Juana Inés de la Cruz.
En los ochenta, otra asociación estadounidense, llamada la Hermandad de las Madres Solteras Negras trabajó en esa dirección, empezando por cambiar el lenguaje. En lugar de llamar a sus hogares “fatherless” (sin padre), los bautizaron como “motherful” (llenos de madre). Montaron sistemas de apoyo comunitario de manera que cada uno de esos hogares no tuviera que funcionar de manera atomizada. También las familias LGTBIQ+ pioneras operaban en sistemas de red alternativos, ya que en muchas ocasiones las fundaban personas que se habían desvinculado de sus familias biológicas precisamente por el rechazo a su sexualidad.
“Las feministas negras queer siempre han estado aboliendo la familia en los márgenes y creciendo en esas grietas, sobreviviendo y prosperando a pesar de todo”, abunda Lewis. ¿Por qué, entonces, da tanto miedo esa idea? “¡Siempre dio miedo! «, cree. «Pero es verdad que se ha vuelto más impensable. En mi opinión, se debe a que los ochenta representaron un olvido colosal, que fue parte de la trágica derrota de la izquierda. Además, paradójicamente, también se debe a que el capitalismo ha seguido privando a la población de cuidados comunes y públicos que antes tenían disponibles (tiempo libre, guarderías, centros polideportivos públicos y programas de asistencia social no orientados al empleo o al capital humano). El capitalismo ha erosionado las infraestructuras de apoyo reproductivo, de convivencia y confort y nos ha hecho colgarnos de nuestras biofamilias legales, como ahogados que se aferran a la lancha. Shulamith Fireston escribió en 1970 que nuestra principal reacción a la idea de abolir la familia es ‘¿qué? No se puede cambiar eso’, pero en realidad el hogar nuclear privado es una invención bastante reciente”.
Su propia experiencia con la familia biológica ha sido bastante traumática, pero sus ideas no sangran de esa herida, insiste. Sus padres eran ambos periodistas y, aunque ella nació en Viena, se trasladaron varias veces por Europa durante su infancia, siempre en función del trabajo de su padre. “Mi madre, que tristemente falleció hace un año, tenía de hecho diez años más que mi padre, pero a ella se la ridiculizaba trágicamente en nuestra casa”. Su madre, a la que Lewis estuvo cuidando en sus últimos meses, pasó por el alcoholismo y varios intentos de suicidio. “De niña no percibía a mi madre como una pensadora o escritora. Mi padre no respetaba esos términos y necesitaba sentirse el único competidor por la admiración de sus hijos, aunque a la vez esperaba que mi madre tuviese un buen empleo, y llegó a decir después que hizo mal negocio porque mi madre no aportaba el mismo nivel de dinero a casa o suficiente trabajo doméstico. La dinámica era totalmente infeliz”. Más adelante, su padre, con el que no tiene trato, la acusó de haberse inventado una violación que sufrió a los 13 años porque “eso queda bien en el currículum de una feminista”.
Aunque visualiza un futuro en el que los hogares nucleares hayan sido sustituidos por comunidades pensadas como “falansterios postcapitalista, sin clases sociales y gestionados democráticamente”, Lewis admite que concebir esa perspectiva pueda sonar casi a fantasía. “Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo, y más fácil imaginar el fin del capitalismo que el fin de la familia”. Ella misma vive dentro de una estructura relativamente tradicional, con su esposa, en una casa con una hipoteca compartida. No cree en el “voluntarismo”, dice, en instigar los cambios con la acción de una sola persona. “Pero claro que he buscado vivir aspectos de mi vida de la manera más utópica. Intento cultivar la no posesividad en el amor y la responsabilidad por la vida de los demás, de todas las edades, y, por ejemplo, no poner las relaciones sexuales y románticas en una posición jerárquica por encima de las amistades platónicas».
Fuente: El País