diciembre 19, 2018

Y colorín colorado, este cuento NO ha acabado.

La editorial Contraseña reúne en ‘El encaje roto’ una antología de cuentos de violencia contra las mujeres escritos por Emilia Pardo Bazán.

Portada de 'El encaje roto'.

El miedo, los estereotipos, la violencia psicológica, la violencia física, la sexual, la patrimonial, la social, la simbólica. La que se ve y la que no se ve. Es el siglo XIX, es el siglo XXI. Es El encaje roto, una antología de cuentos de violencia contra las mujeres (Contraseña), escritos por Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851-Madrid, 1921). Nada, o muy poco, parece que hubiera cambiado. Mujeres sometidas, humilladas, vejadas, mercantilizadas. La obra ha sido editada y prologada por Cristina Patiño Eirín, profesora de la Universidad de Santiago de Compostela. “Esta antología reúne 35 magníficos relatos entre un largo centenar de los que podrían atarse con el hilo rojo de las violencias ejercidas contra las mujeres. Nadie escribió ni ha escrito tanto ni tan bien, después de haber observado, leído y vivido tanto, en torno a ese tema crucial en su planteamiento feminista y en su ética y estética literarias”, explica Patiño, que prosigue su reflexión en esta entrevista.

Emilia Pardo Bazán.

¿Por qué esta selección?

La idea de esta antología me llegó a través de Alfonso Castán, de la editorial Contraseña, radicada en Zaragoza. Me pareció una excelente idea desde el principio. Es evidente que la actualidad que nos apabulla con sus noticias diarias de asesinatos machistas pone encima de la mesa un problema social que nos sigue provocando rechazo y rabia. Pero no es de ahora, viene de muy atrás. Acerca de cómo erradicarlo, cómo juzgarlo y cómo corregir su incidencia en vidas futuras se vienen formulando opciones, barajando medidas, implementando leyes, se han escrito manifiestos y arrancado proclamas y gritos de indignación. No siempre se respondió con esa firmeza, con esa unidad, con esa conciencia colectiva. Las mujeres sometidas a vejámenes, violentadas, asesinadas vilmente a manos de sus parejas o exparejas engrosaban estadísticas que no se registraban, protagonizaban sin quererlo y pasivamente sucesos truculentos y crímenes de los llamados –y es palabra que la autora de El indulto quiso proscribir de ese contexto– “pasionales”, que ilustraban páginas de sucesos y conversaciones cotidianas que ahí se quedaban. Contra esa violencia manifestada de tantas recurrentes maneras y en grados tan diversos pero siempre denigrantes se erigió en el siglo XIX la voz y la palabra de Emilia Pardo Bazán, una escritora que dio la voz de alarma cuando nadie lo hacía, que no se cansó de utilizar la prensa como lugar primordial de sus crónicas y de sus cuentos, de hacer de su narrativa noticiera y ficcional un instrumento, por vía interpuesta, de denuncia y de reflexión, también de disfrute estético, sin escamotearle nunca ni un ápice de su calidad literaria.

¿El cuento El encaje roto representa esa violencia que no se ve?

Una metáfora poderosísima. El cuento que cierra y abre la antología apareció por vez primera en 1897 y parte de una noción que está presente como imagen, como tropo, en la novela que funda la entrada de pleno derecho de la escritora coruñesa en la República de las Letras: La Tribuna, donde también se rasgan los encajes de un vestido en el atrio de una iglesia. Es un espacio particularmente performativo, una escenificación de cómo se expone el cuerpo de la mujer a la veladura de los otros. Lo roto no es lo semánticamente negativo en el sintagma que da título a este cuento extraordinario; es el encaje lo que queda comprometido, lo que definitivamente abre un tiempo nuevo gracias a la fisura, como en El papel pintado amarillo, una de esas obras firmadas por autoras norteamericanas con las que Pardo Bazán habría podido entenderse muy bien. En ellas experimentamos una violencia que no ve nadie, una violencia soterrada pero no menos cargada de una amenaza de desdicha. Cuántas mujeres la habrán desatendido intuyéndola, cuántas la seguirán negando cuando ya es plena…

Leyendo estos cuentos da la sensación de que, en el fondo, no ha cambiado prácticamente nada.

A veces, leyendo La dentadura, por ejemplo, y adentrándonos en la manera de interiorizar los cánones de belleza que rigen para las mujeres de manera muy específica, tenemos la impresión de que los patrones de domesticación de la niña, de la adolescente y de la joven siguen siendo, mutatis mutandis, de una rigidez cruel, aniquilante. El miedo al rechazo, a no entrar en la horma impuesta, en el grupo, en lo que se espera de una, disuelve todo afán de ser única, toda legítima aspiración al cultivo de la individualidad. El gregarismo es un intento de sofocar derechos inalienables y está muy vigente aunque nos parezca lo contrario. Cada mujer que sufre lo hace a su manera.

En estos cuentos podemos ver a mujeres sometidas, pero también a mujeres fuertes, que eligen, por ejemplo, estar solas, que optan por no casarse en aquella época…

La antología, que no existió como voluntad de la autora de Los Pazos de Ulloa (aunque habría podido pensarla en estos o parecidos términos), despliega un variado y plural conjunto de casos, una “mesa de trucos”, como escribió Cervantes de sus Novelas Ejemplares, y que también proponen no tanto soluciones como preguntas bien decantadas, que quedan en el aire, situaciones que reconocemos como posibles, y de las que el lector y la lectora cabales pueden sacar algún provecho; aunque transcurran en años distantes y hasta en lugares remotos, como Rusia o los llamados tiempos de la creación, nos interpelan. Tienen que ver con nuestras propias expectativas en las relaciones entre los sexos, las construidas y las heredadas, con nuestro grado de acatamiento o de desacato con los roles tradicionalmente asignados a niños y niñas, a chicos y chicas, a hombres y mujeres. Puede sorprendernos la distinta capacidad de reacción que experimentan mujeres adiestradas en la sumisión más absoluta pero cabe pensar que no eran infrecuentes ciertas formas de rebelión silenciosa o diferida, producto de una meditada forma de actuar en los límites exiguos en que se las confinaba. La hipocresía o la doblez eran moneda corriente en el mundo femenino burgués. Son piedra de toque en la vida y en la obra de Emilia Pardo Bazán, que nunca se doblegó a ese mandato de fingir lo que no sentía o lo que no quería o lo que no pensaba, de ahí su reproche constante a la burguesía. Nunca fue el suyo un feminismo burgués ni ella una intelectual adscrita al statu quo. En privado y en público, sin herir a nadie, fue una mujer de una coherencia admirable. Pocos resisten el escrutinio del tiempo ulterior, y el nuestro es inmisericorde. Pardo Bazán fue fiel a esa coherencia siempre. Tal fidelidad, su compromiso con la realidad, la del trabajo, la de la mujer trabajadora, a la que siempre respetó, la llevaron a huir de maniqueísmos fáciles. Sabía que la casuística era compleja, tan unitaria como variopinta, llena de matices, que todo está en los detalles. El matrimonio es jaula atosigante, no es visto en sus aspectos positivos, puede ser el lugar del terror doméstico. Mejor sola que mal acompañada, piensa Micaela, ya dueña de su destino. La soledad como elección, no como castigo que deciden los otros, es un territorio que Pardo Bazán enseña a descubrir. Los versos de Francisca Aguirre en Ya nada podréis también habitan esa soledad “con la delicadeza de lo mínimo / con la tierna disposición de lo posible”.

El acoso y la violencia psicológica tienen también un papel importante en estos cuentos, cuando acabamos prácticamente de empezar a hablar del acoso con el #MeToo.

Es impresionante la violencia física, el maltrato en Las medias rojas, la condición sanguinaria del victimario que se ceba con una chiquilla que es su propia hija marcándola para siempre, pero no menos doloroso es el castigo que a sí mismas se infligen la novia fiel y otras jóvenes que aceptan la culpa y asumen el desvío social, el ostracismo, que somatizan incluso el sentimiento de la “caída”, como en El Oficio de difuntos. El concepto de acoso, no tipificado hasta hace muy poco en el ámbito judicial, ni penalizado, exhibe múltiples formas, a veces muy sibilinas y sutiles. Siempre implica abuso de poder, dominio que se ejerce sobre el más débil o el que es tenido por más débil. El control del padre o del marido frena el impulso liberador de la joven que se lanza a la calle. Las que se atreven a ocupar el espacio público son duramente castigadas. Las desnudan los ojos ajenos. No hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para saber lo que esto representaba en el traspaso del siglo XIX al XX. Un siglo después han cambiado muchas cosas gracias a la lucha feminista iniciada entonces. No ha avanzado el mundo sin que hubiera que reivindicar derechos y libertades, una igualdad siempre en trance de conseguirse y que aún se resiste, incluso en el mundo occidental, ya no digamos fuera de él, a consolidarse. Los feminismos de los que hablamos hoy, que seguirán imparables ya, siguen vigilantes. Son una palanca de cambios, los más decisivos, los más solidarios.

¿Se puede decir que fue una mujer de nuestro tiempo?

Es incuestionable y explícito el feminismo militante de Emilia Pardo Bazán, su mirada propia, pero también lo es, a la luz de investigaciones recientes, que no se encastilló en él, que tendió puentes con muchas congéneres estableciendo redes de sororidad que se han ocultado. Aún se tiende a un estereotipo de la autora como mujer aislada en un mundo de hombres, como mujer varonil que puede con todo, que impone una presencia abrumadora que solo es explicable por su masculina actitud (otra trampa esencialista que ella trata de desmontar). Es obvio que despojarla de su condición de mujer de letras es desnaturalizarla y que eso entraña una intelección de su obra restringida a su capacidad de equipararse a sus colegas varones, la vara de medir. Su literatura excede esos límites, rebasa el cliché. Su inteligencia y su sensibilidad son otras, las de nuestro tiempo.

¿Qué cuento le impacta más de esta selección?

Aire. Ocupa un espacio breve, es de los cuentos más lacónicos. Quise que actuase como eje de la colección, que estuviese en su centro de gravedad. Contiene, a mi modo de ver, la quintaesencia de la percepción profunda del sufrimiento de la víctima y, al mismo tiempo, la sublimación de su liberación, una sublimación poética donde las haya, de un lirismo lacerante. “Nada conseguiréis / abandonándome, porque el vacío no / era vuestra ausencia / sino mi necesidad de compañía”, podría decir, como la autora de Los trescientos escalones. No hace falta más, es la muestra inequívoca de un talento literario insuperable. Cecilia sigue con nosotros, como las mujeres que encarnan vidas insatisfechas, truncadas, heridas. Siguen con nosotros y sus voces resuenan en nuestros oídos, también su dolor, su impotencia y su fuerza, una fuerza que no estaba en los otros (otra vez Francisca Aguirre), que estaba en su debilidad.

Por Olivia Caballar
Fuente: La Marea

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