noviembre 16, 2008

El silencio, ese cómplice oculto de la violencia contra las mujeres

Me permito sugerir una reflexión sobre un tema que, como lingüista, me parece de suma importancia a la hora de abordar la violencia contra las mujeres: el problema del lenguaje. O, mejor dicho, el problema de la falta de lenguaje, del silencio en aquellas mujeres que sufren abuso.

En efecto, esta ausencia de palabras para nombrar y referirse a una situación de violencia es una característica a menudo presente en las víctimas. Lo que no tiene nombre, parece que no existe: el silencio oculta, pero no borra la angustia de quienes experimentan la agresión. Esta privación de lenguaje tiene dos consecuencias visibles. Por un lado, perpetúa el estado de indefensión de la víctima, la que, al no saber cómo hablar de lo que le sucede, no logra ni reconocer el abuso, ni actuar para ponerle fin. Por otro lado, contribuye a legitimar la violencia: el silencio por temor a enfrentar la realidad, a ser ridiculizadas, por miedo a posibles represalias por parte del agresor.

Con frecuencia, las mujeres que sufren o han sufrido alguna clase de maltrato (físico, psicológico, sexual) tienen dificultades para referirse explícitamente a la agresión experimentada. Su lenguaje es impreciso: no expresa con exactitud la realidad que las afecta. Sus respuestas son elusivas, con rodeos, y tienden más bien a minimizar el daño - “fue un golpecito solamente”-. Al hablar, evitan utilizar los términos correctos para nombrar lo que les sucede: abuso, maltrato. Frases como “esto es violencia”, “él intentó matarme”, “no merezco ser golpeada”, sencillamente no existen: para la mujer agredida, es una tarea muy dura enfrentarse a toda la fuerza que implica el uso de estas palabras. Pero, como ya hemos señalado, lo que no se nombra parece como si no existiera. Entonces, la incapacidad de denunciar la violencia vivida se transforma en un impedimento para la identificación del problema. La falta de palabras refuerza la desprotección y deterioro de la mujer – no solo físico, sino también el deterioro de sus relaciones sociales-; en su soledad, no sabe cómo salir del abismo.

Quizá en el acoso y abuso sexual encontramos uno de los casos más graves de ausencia de palabras. Las dificultades para identificar las agresiones sexuales como tales –en sus distintos niveles- se deben a que no han tenido lugar en el lenguaje. En primer lugar, está el silencio de la víctima, para ocultar la vergüenza. Pero también está el silencio impuesto por la cultura, moldeada desde una perspectiva principalmente masculina, que relega a un segundo plano la percepción femenina de la realidad. Nuevamente, se dificulta el reconocimiento de una situación de violencia. La voz de la mujer quisiera decir “he sido acosada / abusada”, pero la voz del hombre acaba por imponerse: “tú me provocaste”, “esto les gusta a las sueltas como tú”, “estás exagerando”. Y un largo y penoso etcétera. Como consecuencia, la culpa y el temor al ridículo terminan por callar a la víctima: si tú te las buscaste, entonces ahora no te quejes. Y el problema sigue sin resolverse.

En conclusión, el habla de las mujeres maltratadas no expresa a cabalidad la situación de violencia experimentada. El reconocimiento de la agresión como un hecho en sí mismo se relaciona con la expresión verbal del problema por parte de la mujer. Más aún, el ser capaz de decir “he sufrido maltrato” significa no solo la identificación del dolor, sino también un acto de valentía. Con respecto al papel de la sociedad en la detección de la violencia contra las mujeres, es imprescindible prestar atención a aquello que no se dice en voz alta, pero que se manifiesta indirectamente: los silencios, las miradas, las respuestas esquivas, esas palabras que no logran describir con precisión y, que, sin embargo, significan mucho. En resumen: atención, intuición y empatía para quienes necesitan ayuda con urgencia.



Por María Magdalena T. Benavides
La Ciudad de las Diosas

Sí a la Diversidad Familiar!
The Blood of Fish, Published in