septiembre 29, 2009

¿Dónde están ahora las mujeres iraquíes?

Me encuentro en Bagdad, sentada a la orilla del Río Tigris, en medio de una calurosa tarde del mes de julio. El viento desfila parsimonioso, el polvo se ha asentado y la llamada a los fieles para la oración reverbera sobre las aguas del río donde se reflejan las luces de unos restaurantes relativamente nuevos. Ayer visité la tumba de mi madre y me enteré que hace dos años que su lápida quedó destruida por un misil lanzado en uno de tantos enfrentamientos mantenidos entre las milicias y las tropas estadounidenses. “Ni siquiera los muertos se libran de las bombas en Iraq”, pensé para mí. Pero al menos mi madre no ha tenido que presenciar el dolor que tantas mujeres iraquíes están soportando tratando de encontrar un espacio para ellas en el “nuevo Iraq”.

Muy pocas de las mujeres de la generación de mi madre –una generación de mujeres muy preparadas que trabajaron en todos los diferentes sectores del país- siguen aún en activo. Y son muy pocas porque muchas profesionales que eran doctoras, profesoras y periodistas han sido asesinadas en el transcurso de los últimos siete años como parte de lo que yo creo que era y es el objetivo estratégico principal de las milicias extremistas: “limpiar” la sociedad iraquí de su elite intelectual y profesional. Aquellas que sobrevivieron a las matanzas y a la tentación de escapar del país en busca de un lugar más seguro donde vivir, se han retirado al interior de sus hogares o aprovechan las cuotas que han abierto oportunidades para que las mujeres se conviertan en miembros del parlamento iraquí.

En el Iraq actual, las mujeres no tienen una realidad unificada. A la vez que algunas de ellas pueden incrementar su participación en el sector político –se exige que el Parlamento iraquí y los consejos locales tengan un 25% de representación femenina-, miles y miles de ellas sufren una dureza brutal y una pobreza extrema. Nunca como ahora ha habido tantas mujeres destituidas, estimándose que la cifra de viudas de guerra oscila entre uno y tres millones. Ellas, y otras mujeres económica y socialmente marginalizadas, son muy vulnerables al riesgo de acabar sometidas al tráfico de mujeres, a la prostitución forzosa organizada, a la poligamia, a la violencia doméstica y a ser también reclutadas como suicidas-bomba, un hecho que la sociedad sigue intentando aún encajar y comprender. En un único día de viaje alrededor de Bagdad, pueden observarse todas estas diversas y conflictivas realidades de las mujeres iraquíes, como me ha ocurrido hoy a mí.

Pasé una hora atrapada en un terrible atasco de tráfico, un fenómeno nuevo que tiene su origen en la construcción de la internacional “Zona Verde”, dotada de inmensas medidas de seguridad (y que ocupa ya la cuarta parte de la ciudad), y la imposición, por parte de la Autoridad Provisional de la Coalición, de un impuesto de un 5% sobre todos los productos importados, lo que ha provocado la importación de un aluvión de coches que no pasan inspección ni control algunos. En esa hora inútil, estuve leyendo un artículo sobre mujeres y niñas encarceladas y cómo la mayoría de ellas son víctimas de traficantes que han colocado anuncios ofreciendo la perspectiva de matrimonios concertados en Siria. Las mujeres dejan el país con las bendiciones de sus padres, quienes piensan que están librando así a sus hijas de la violencia que campa por doquier. Cuando las hijas se dan cuenta de que el mismo marido con el que se han casado es su captor y traficante es demasiado tarde. Están atrapadas, sin dinero, sin posibilidad de comunicarse y sin documentación. Cuando la enfermedad o algún otro trastorno incapacitan a las víctimas, los traficantes las devuelven a Iraq, donde son arrestadas por poseer documentación falsa o por prostitución. En ambos casos, los castigos suponen al menos seis años de cárcel. Mientras tanto, los traficantes siguen libres fuera del país y forzando a más mujeres a prostituirse, sobre todo en los países del Golfo, en el mismo Iraq o en sus prisiones.

Cuando llego a la oficina de Women for Women International, veo a una mujer de unos cincuenta años que está esperándome para que le haga una entrevista para un puesto de trabajo en la organización. Ha sido trabajadora social durante veinticinco años, ha trabajado en Ciudad Sadr durante la mayor parte de su carrera profesional y habla con pasión y amor de la gente de la Ciudad Sadr, sin plantearse jamás que es una mujer “sunní” que trabajaba en una barriada “chií”. Me dice: “Aquello era el viejo Iraq. Trabajábamos, conducíamos, viajábamos, íbamos a la universidad, hacíamos fiestas, nadie nos cuestionaba. Hoy en día resulta muy duro recuperar aquel espíritu. He tenido que ver demasiados cadáveres y demasiado sufrimiento. Nuestra propia guerra civil es peor que la guerra con Irán, peor que la Primera Guerra del Golfo, peor incluso que última Guerra del Golfo. A partir de ese momento fue cuando dejé de salir de casa. Ya no sé cómo volver encontrar sentido a las cosas”, explica suspirando.

Salí de la entrevista con el corazón en un puño y le pregunté a mi colega cómo se estaba sintiendo con todo lo que sucedía en el país. “Están tratando de debilitarnos”, dijo. “Con tantas bombas desde que las tropas estadounidenses se retiraron de las ciudades, lo que tratan es de conseguir es que perdamos la esperanza, pero no les permitiremos que se salgan con la suya. Mantendremos la esperanza contra viento y marea, Zainab”. Al responderme, me contó su frustración por las acciones de las diversas milicias, que son quienes están detrás del aumento en la colocación de bombas por todo el país. Me emociona ver su capacidad para mantener la esperanza. Pero no todo el mundo puede conseguirlo.

Al dejar la oficina, me reuní con una amiga para comer. Es una activista por la que siento un profundo respeto; nunca ha dejado Iraq, ha sobrevivido y perseverado haciendo frente a todos los desafíos. Continúa con su activismo y su trabajo para mantener y apoyar las voces de las mujeres, pero hoy la he visto deprimida. “No son sólo las bombas”, explica. “No es sólo la falta de electricidad, de todas las cosas que solíamos tener. Tiene más que ver con la corrupción que ves en el país, con la falta de visión, de liderazgo, de algo que nos mantenga unidos. Estoy viendo un país al que la corrupción está devorando vivo y se permite que las milicias lo destruyan aún más. Creo que he llegado a mi límite”. Puedo sentir la derrota en su voz; tan pocas de las antiguas y educadas mujeres de clase media están pudiendo aguantar sin venirse abajo, que siento el más profundo de los respetos por la integridad y la dedicación de las que lo consiguen.

Las hijas de mi amiga estaban escuchando nuestra conversación mientras comíamos. Son chicas universitarias de las pocas que no llevan velo en su universidad, la actual popularidad del pañuelo o velo entre las mujeres jóvenes es algo totalmente nuevo para mí y para los recuerdos de cuando crecí en Iraq. Aprovechan una pausa en la conversación para preguntarme por la vida que llevé en el Iraq de hace veinte años.

Ansiosamente, me inundan de preguntas que intentan confirmar las historias de su madre sobre una época menos conservadora en la que las mujeres se movían libremente en la esfera pública. “¿De verdad ibais conduciendo a la universidad? ¿Es verdad que la mayoría de las mujeres no llevaban pañuelo? ¿Es verdad que la mayor parte de las chicas no se casaban hasta que se habían licenciado en la universidad? ¿Es verdad que la mayor parte de las mujeres trabajaban?”.

Se me rompió el corazón al escuchar sus preguntas porque comprendí que hay ya toda una generación de mujeres y hombres que ni siquiera recuerdan que esa época de libertad y estabilidad existió una vez. Las hijas de mi amiga forman parte de las clases privilegiadas. Van a la universidad y no se cuestionan su derecho a hacerlo. Pero hay muchas chicas de su edad de diferentes sectores de la sociedad que ni siquiera van al colegio y que por tanto está creciendo analfabetas. Muchas se están casando aún adolescentes y dejando la escuela, a diferencia de lo que hacían sus madres. Muchas no recuerdan que sus madres viajaban, trabajaban, bailaban y cantaban en los años cincuenta, en los sesenta y en los setenta.

Acabé de comer para ir a visitar a una de las participantes en el programa de Women for Women International, una de las millones de viudas de Iraq. Su marido fue asesinado una tarde de un viernes mientras ella preparaba la comida en la cocina.

Estaba jugando con sus hijos. Oyeron una explosión fuera. Cuando corrieron para ver qué había sucedido, un misil le cayó encima, matándole instantáneamente e hiriendo a sus cuatro hijos. “Mi vida dio un vuelco en cuestión de un segundo convirtiéndome de una mujer felizmente casada en una viuda, una mujer pobre, sin apoyo de nadie”, explica. Le pregunté si aparte de Women for Women International había alguien más que la ayudara y me sorprendió su respuesta: “La pobreza ha cambiado muchos aspectos de nuestra cultura”, dice. “Mi familia política me dijo que eran demasiado pobres como para poder ayudarme a mí y a mis cuatro hijos. Mis propios padres me dijeron lo mismo. Por eso no tuve más remedio que arreglármelas sola. Aprendí técnicas básicas de enfermería para ahorrar dinero a la hora de atender las necesidades médicas de mis hijos después de cada intervención quirúrgica que tuvieron que sufrir para poder reparar los daños causados por la explosión. Vendí todo lo que tenía para abrir una pequeña tienda frente a mi casa donde mis hijos y yo trabajamos para poder ganar algún sustento. Con la ayuda de Women for Women tengo ahora un trabajo fabricando velas”.

Cuando le pregunté qué pensaba ella acerca de lo que necesitan las viudas iraquíes, me susurra despacito que no le gusta cuando la gente se refiere a ella como viuda. “Hace que me sienta como una víctima y no quiero sentirme así. Lucho cada día por no perder la sonrisa ante mis hijos. No quiero que la sociedad me victimice porque rechazo sentirme así. Todo lo que necesito son oportunidades para salir adelante y enviar a mis hijos al colegio y que puedan acabar sus estudios universitarios”. Me volví hacia su hijo de once años y vi cómo sus ojos estaban llenos de lágrimas. Recuerda el día en que asesinaron a su padre y cómo ha cambiado su vida, cómo su madre está luchando todo lo que puede por ellos. Me preguntó si quería leer uno de los poemas que ha escrito para su madre y todas las viudas de Iraq. Quizá sólo podamos confiar en los jóvenes para arañar la esperanza de un futuro mejor para Iraq, pensé para mí.

Al final decidí volver a casa. En cada ruta hay decenas de controles donde los soldados utilizan unos detectores para comprobar si el coche lleva o no una bomba. A menudo preguntan al conductor si lleva en el coche cualquier tipo de arma. Siempre pienso que es una pregunta extraña, ya que me sorprendería mucho que alguien admitiera que tiene armas que no están registradas. Casi todo el mundo tiene actualmente armas.

También se supone que no puedes utilizar el teléfono móvil cuando pasas por el control, una norma que olvidé y que los soldados se apresuraron a recordarme. Me pidieron que saliera del coche y me dirigiera al control de mujeres para que me registraran. Caminé con calma hacia una caseta al borde de la carretera donde había una mujer sentada en espera de registrar a las mujeres. Traté de comenzar una conversación banal con ella: “¿Por qué molestarse en registrar a las mujeres? Son los hombres de este país los que crean todos los problemas”. Dije esto con un tono superficial y me quedé sorprendida cuando me informó acerca de otra realidad de las mujeres iraquíes: “No, hermana”, me dijo con cara de tristeza. “Hay muchas mujeres estos días que se convierten en suicidas-bomba. Precisamente el otro día, dos mujeres se hicieron explotar delante de la mezquita, en dos sucesos diferentes. Yo misma vi los cadáveres en uno de los casos. Ví cómo volaban zapatos y chanclas de los niños que habían explotado, cuerpos despedazados… No pude comer durante días y todavía no consigo entender a esas mujeres”, me dice. Ni yo. Dejo el control con los ojos empañados de pena por el país y por lo que están teniendo que presenciar sus hombres y mujeres.

Hace muchos años, me encontraba con la mujer de mi primo, una mujer profundamente destrozada por la pérdida de su hijo en la guerra. Un helicóptero Black Hawk estaba sobrevolándonos mientras estábamos sentadas en su patio trasero sorbiendo unas tazas de té. Miró hacia el helicóptero y dijo: “Mátame. Mátame y líbrame de toda esta pena”. Nunca olvidaré aquel momento tan duro de tener que ser testigo de todo el desgarro de una madre doliente. Me veo recordándolo especialmente en días como el de hoy, un día en el que no sólo he oído a una madre doliente sino las voces de muchas mujeres dolientes, voces de corazones destrozados que expresan su lamento por ellas mismas, por sus familias, por su futuro y por su país.

Otra tormenta de arena más va envolviendo a la ciudad. Puedo verla en la distancia, apoderándose de las zonas, en otra época verdes, que rodeaban la ciudad, de sus árboles, de sus flores. Otro tipo de tormenta de arena parece que haberse adueñado de los apenados corazones de las mujeres iraquíes, impidiendo por todo el país la caricia del sol. Mejor me voy adentro, quizá mañana sea un buen día. Quizá las mujeres tengan la fuerza necesaria para levantarse de nuevo para luchar por ellas mismas, por sus familias y su nación. Necesitan fervientemente de una nueva realidad. El mundo debe apoyarlas. Debemos permanecer junto a nuestras hermanas iraquíes con todas nuestras fuerzas.

Por Zainab Salbi
The Huffington Post
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

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