La máquina de parir
Angélique Marie Le Boursier-Du Coudray (1714-1794), la mujer que hizo del arte de parir una escuela itinerante y un manual de estilo, fue asombro de reyes, campesinos y clérigos además de una maestra para los señores obstetras.
Las matronas supieron transmitir saberes sobre el parto que la historiografía obstétrica se ha encargado de ignorar. Mujeres formadoras de otras mujeres, capaces de despejar cielos y mover la rueda de una ciencia médica que les estaba vedada, fueron, a lo largo de la historia, sabias, misteriosas, brujas y beatas.
Angélique Marie Le Boursier-Du Coudray fue una de esas matronas pero por sobre todas las cosas fue una mujer moderna en el 1700. No tuvo hijos, no estaba casada (dos requisitos esenciales para ser portadora de ese saber asistencial) y, sin embargo, fue quien recorrió la Francia del siglo XVIII enseñando a las mujeres campesinas el oficio de partera. En noviembre de 1739 obtuvo un diploma en Saint Come y unos meses después, en febrero de 1740, el título de comadrona. Preocupada por el desconocimiento de las parteras (muchas de ellas no sabían leer) publicó en 1759 Breviario del arte del parto, escrito en la lengua sencilla y con láminas explicativas en colores. La fama estaba iniciándose, su breviario no sólo tuvo seis reediciones sino que, además, llegó a oídos de Luis XV, quien la envió a enseñar artes y oficios por todo el reino. La matrona del rey daba clases dignas de un profesor de obstetricia y, tras una primera etapa en París, Madame Du Coudray embaló sus dones y los propagó por toda la geografía francesa. Sus cursos duraban dos meses, asistían parteras y también cirujanos y, según señalan los archivos, el índice de mortalidad en partos disminuía tras sus pasos.
Pero Madame no viajaba sola, la acompañaba la “máquina”, un maniquí de lana y cuero de color rosa, relleno de algodón acolchado que emulaba la parte inferior del cuerpo de una mujer (posiblemente emplazados sobre una estructura ósea real) y hecho con telas cocidas y atadas entre correas y cadenas que permitían simular la dilatación vaginal durante el parto. Lo escoltaban una muñeca del tamaño de un recién nacido –con su cordón umbilical– que podía ser introducida en el útero tantas veces como sea necesario para escenificar y ensayar distintos tipos de parto. Además contaba con accesorios (más de veinte y todos etiquetados) que identificaban los órganos del aparato reproductor femenino, el útero, la vagina, las trompas de Falopio. Pero eso no era todo, el maniquí, para que su clase magistral fuera completa, también acarreaba gemelos y a un feto de siete meses.
Actualmente la “máquina” se exhibe en el Museo de Flaubert y de la Historia de la Medicina, en Rouen, en una de las habitaciones de la casa natal del autor de Madame Bovary.
El método de Du Coudray logró la aprobación de la Academia de cirugía, y, si bien no fue aceptada en algunos lugares como en Montpellier donde había una universidad y en Alsacia, donde funcionaba una escuela de comadronas, generalmente eran los párrocos los que se encargaban de anunciar su llegada a la ciudad y de movilizar a las futuras alumnas.
Du Coudray estaba detrás de cada detalle: “Hasta el momento del nacimiento, debemos consolarla tan cariñosamente como sea posible: su penoso estado la compromete, pero debe hacerlo con una alegría que no se inspiran en el miedo ni en el peligro. Evite todos los susurros en el oído, que sólo la preocuparán y darán temor ante posibles consecuencias desagradables. Hay que hablarle de Dios y comprometerse a darle las gracias por haberla puesto fuera de peligro”.
Du Coudray, de nariz grande, ojos profundos, labios finos, diminutos y cejas delineadas posa desde un retrato y continúa con el infalible hechizo de su estirpe. Un hechizo que muy bien conocía Bromberg, aquel personaje de Arlt de Los siete locos, ese al que todos llamaban el hombre que vio a la partera.
Por Marisa Avigliano
Fuente: Página/12