Mujeres, otros valores, otra forma de acción
A través del trabajo de sensibilización y formación del Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas (CDMCH), las mujeres indígenas van conociendo sus derechos y comprendiendo que muchos les son vulnerados. Sin embargo, no se rebelan desde la confrontación. El trabajo que realizan es muy eficaz, poco a poco están transformando su entorno.
Es sorprendente descubrir cómo una misma condición, la de ser mujer, puede derivar en formas, personalidades, experiencias y vivencias muy diferentes y aún así, seguir teniendo tanto en común.
Comencé a trabajar con mujeres indígenas de comunidades de la zona norte de Chiapas, México, mujeres atrapadas entre dos sistemas, el sistema tradicional interno de las comunidades y el sistema capitalista externo, del que también forman parte.
El primero, el sistema tradicional, les niega todo derecho. Entiende a las mujeres en relación con los demás y no como seres completos en sí mismos. Solamente son consideradas como “madres de”, “esposas de” o “hijas de”. Los pocos derechos que pueden disfrutar derivan únicamente de su parentesco con los hombres. Las obligaciones son muchas para estas mujeres, pero los derechos, ninguno.
Por otro lado está el sistema capitalista neoliberal, un sistema que genera pobreza y exclusión y que además es patriarcal. En este caso, dada su condición de mujeres, indígenas y pobres, sufren una triple exclusión, de género, etnia y clase.
Poco a poco, a través del trabajo de sensibilización y formación del Centro de Derechos Humanos de la Mujer de Chiapas (CDMCH) van conociendo sus derechos y van comprendiendo que prácticamente todos les son vulnerados: el derecho a poseer la tierra, a la toma de decisión, a la educación y la salud, el derecho a decidir sobre su cuerpo y su sexualidad, el número de hijos que quieren tener, el derecho a vivir una vida libre de violencia, a pensar y desarrollarse, e incluso el derecho a reír cuando les plazca y de ser felices.
Posteriormente, se trabaja el desarrollo de sus capacidades así como la importancia de la organización de las mujeres. Para ello se forman colectivos de mujeres dentro de cada comunidad, compuestos por las más sensibilizadas, aquellas con iniciativa y deseo de transformar los usos y costumbres especialmente dañinos para la mujer. El fin último de estos colectivos es la prevención de la violencia dentro de sus comunidades. A pesar de vivir en entornos agresivos y violentos y de conocer la vulneración de sus derechos, cuando éstos se les niegan nunca piensan en rechazar el sistema de valores o en rebelarse contra los usos y costumbres de sus comunidades, sino en transformarlos trabajando, concienciando, demostrando que sí pueden.
Los colectivos realizan actividades de sensibilización en sus comunidades para, al tiempo que demuestran que son capaces de organizarse, lograr que se escuchen sus demandas. Organizan fiestas contra el alcoholismo con deporte y baile, realizan representaciones de obras de títeres cuyas historias dan voz a las mujeres, al sufrimiento de éstas y sus hijos e hijas a causa del alcoholismo y de la violencia de sus esposos. Hablan con otras mujeres informándoles sobre sus derechos y animan a toda la comunidad a que asista a los talleres. Asimismo, derivan casos de mujeres cuyos derechos son vulnerados al Centro, etc.
Son plenamente conscientes de las injusticias de que son objeto, y sin embargo, no se rebelan desde la confrontación, no podrían hacerlo. Son de su tierra, de su gente, de su forma de vida. Cómo rechazar o destruir aquello de lo que formas parte y que amas. De hecho, el trabajo que realizan es mucho más eficaz: están transformando su entorno. Poco a poco todas estas acciones están teniendo un impacto dentro de sus comunidades, los colectivos comienzan a tener un reconocimiento y las mujeres también.
Esta forma de acción, transformadora pero no violenta, no es un hecho aislado de las mujeres de estas comunidades, sino que encontramos ejemplos similares en la mayoría de movimientos sociales protagonizados por mujeres de todo el mundo, desde Asia a América Latina, pasando por el Movimiento Feminista, que en las últimas décadas ha transformado la realidad de muchas sociedades sin derramar ni una gota de sangre. La agresividad o violencia no son acciones generalizables en el caso de las organizaciones de mujeres, aunque lamentablemente no podemos decir lo mismo de muchos movimientos protagonizados por hombres.
En estas comunidades el sexo de la persona condiciona todo en sus vidas, la división de trabajo es muy fuerte, pero también de los valores, de la forma de relacionarse, de sentir, pensar y de actuar. La masculinidad y la feminidad impregnan todos los niveles del individuo. La mujer es relegada al ámbito privado doméstico, invisible y sin ningún reconocimiento a nivel social. Es educada en el Yo Relacional, entendiéndose a sí misma a partir de sus relaciones con los demás y como seres incompletos si no tienen un esposo o una familia. Mientras que el hombre se desarrolla en el ámbito público, visible y con alto reconocimiento social. Es educado en el Yo Logro, se entiende como ser completo en sí mismo y se valora en tanto a trabajador, proveedor económico y persona políticamente activa.
Pero, ¿son estas formas de organización social tan diferentes a las occidentales? En las sociedades del Norte en las últimas décadas la mujer se ha incorporado al ámbito público, trabaja de manera remunerada y desempeña funciones que sí cuentan con reconocimiento social. Puede desarrollar sus capacidades, es más independiente y puede participar de la toma de decisión. Pero todos estos avances han supuesto también una incorporación y asimilación de los valores típicamente masculinos, de logro y competitividad en la mujer sin dejar de ser educada desde el Yo Relacional, aumentando así la presión sobre ellas.
Un punto en común con las formas de organización social indígenas, además de que las mujeres son también educadas desde el Yo Relacional de la misma manera que los hombres lo son desde el Yo Logro, es que igual que en las sociedades occidentales, el ámbito público es el único que cuenta con reconocimiento social, mientras que el ámbito privado es igualmente invisible. Y ello no quiere decir solamente que las tareas domésticas y de cuidados no sean reconocidas, sino que todos aquellos valores ligados al rol típico femenino, vinculados al ámbito privado, son minusvalorados. Los valores de cuidado de las otras personas, de pensar y hacer cosas por los demás, de realizar actividades no por la remuneración ni el reconocimiento, de búsqueda del beneficio colectivo, de cooperatividad, todos esos valores y formas de acción más humanas también continúan perteneciendo al ámbito privado, no se trasladan al ámbito público, donde los valores predominantes continúan siendo el logro, la competitividad e individualidad, así como distintas formas de violencia.
¿No va siendo hora de cuestionarnos qué valores queremos que predominen en nuestra sociedad?
Partiendo de la teoría de género que explica la feminidad y masculinidad como construcciones sociales, que, por tanto, pueden ser deconstruidas y aprehendidas nuevamente, quizá sea el momento de que todas las personas dejemos de minusvalorar los valores considerados típicos femeninos, de que la sociedad comience a asumir también dichos valores y de que ello se refleje en el ámbito público y en formas de acción más transformadoras y menos violentas. En definitiva, que ese cambio se traduzca en nuevas formas de entender la masculinidad y la feminidad más plenas para ambos sexos y en sociedades más humanas, más cooperativas y más justas.
Por Maite Ezquerro Saenz / Chiapas (México
Fuente:Diagonal