ABRIENDO PUERTAS, ABRIENDO HERIDAS
El acto de lastimarse hasta hacerse sangrar parece ser parte de una rutina en las cárceles de mujeres. La especialista canadiense Sylvie Frigon, autora de Cuerpo, femineidad, peligro: sobre la producción de cuerpos dóciles en criminología (Centro de Estudios Cultura y Mujer-Cecym-2000), analiza las razones de este lenguaje violento que se ensaña con el propio cuerpo. Ensaya, a su vez, algunas hipótesis sobre cierta lógica perversa que hace pensar a algunos que las personas que están presas no tienen derechos.
“Las mujeres en prisión se automutilan con la idea de retomar el control sobre sus cuerpos, no como un acto de resistencia.” La teoría desnuda los principios de una pulsión de vida pocas veces vislumbrada por las investigaciones sobre el mundo carcelario y cuya autora, la destacada criminóloga canadiense Sylvie Frigon, propone en esta entrevista. Publicado ya su último estudio, Las mujeres, la danza y la prisión (ediciones de la Universidad de Ottawa), y con un vasto trabajo de campo en las penitenciarías de Quebec, Frigon comprueba que “al sistema carcelario le interesa producir cuerpos de cera para anestesiarlos y así evitar revueltas internas”
¿Qué expresa ese acto de automutilación?
–Es algo complejo. Sabemos que en Canadá las mujeres encarceladas se automutilan mucho. Los hombres, en cambio, agreden a otros, no a sí mismos. He visto mujeres que a través de las laceraciones que se infligen pueden narrar su vida. Relatos del tipo “aquí me corté porque era Navidad y estaba en la cárcel; aquí porque mi madre murió o porque mi hijo empezó la escuela y yo no estaba para verlo”. Estamos frente a una forma de escritura de la historia en el cuerpo pero, asimismo, en algunos casos es una forma de alivio porque el cortarse las hace sentir bien.
¿Cuál es el punto exacto de esa sensación de bienestar?
–Ven la sangre correr. Y no es una estrategia suicida, sino de vida. Claro que también hay casos de intento de suicidio. Pero la diferencia con otros relatos está en una mujer que cuenta “yo me corto. Decido cortarme. Decido cuántas veces voy a hacerlo. Hasta qué profundidad voy a cortarme”. Aunque no sea apropiado o resulte poco constructivo, para estas mujeres es la única forma de darse poder a sí mismas.
¿Es la herida provocada como un acto puro de rechazo al encierro?
–El antropólogo y sociólogo francés David Le Bretón –autor de Antropología del cuerpo y modernidad; Antropología del dolor, y Adiós al cuerpo, entre otros– trabajó mucho sobre el fenómeno de la automutilación. Afirma que ésta va a causar un dolor pero eso hace que cese el sufrimiento, aunque parezca contradictorio. Recuerdo a una interna que tenía que salir en Navidad para ver a su hijo y por alguna razón le anularon ese permiso. Cuando lo supo fue a su celda y empezó a cortarse por frustración, por cólera. Pero a la vez decía que al sentir que ese dolor salía de ella, le producía un alivio.
En algunas de sus investigaciones habla sobre el desdoblamiento de los cuerpos como territorios dóciles o en resistencia.
–Es un concepto que proviene de Michel Foucault. Pero a partir de mis estudios sobre los cuerpos de las mujeres en prisión los observo como lugares de control y de resistencia. El cuerpo está fuertemente controlado por las requisas constantes. Sólo para empezar, digamos que a las mujeres se las desnuda, o que hay un descuido grave de su salud. Sin embargo, resisten y muchas se automutilan con la idea de retomar un control sobre sus cuerpos antes que como actos de resistencia. En prisión se alteran el olfato, la visión y el habla al punto del sufrimiento, precisamente porque los sentidos se anestesian. Sucede que al sistema carcelario le interesa producir cuerpos de cera para anestesiarlos y de esa manera evitar revueltas internas.
En las últimas décadas recrudecieron las violaciones a los derechos humanos de las mujeres detenidas.
–Las cárceles son instituciones totalitarias, es decir que trabajamos con un sistema represivo. Pienso que algunos llegarán incluso a preconizar su abolición porque no puede hacerse nada. Pero todos los que trabajan para mejorar el funcionamiento de estos sitios advierten que es urgente –por lo menos con respecto a las mujeres– una política sobre las cuestiones de género que corresponda realmente a sus necesidades. En Canadá se constató que los requerimientos de las presas no era algo a lo que se respondiera ni tampoco se escuchara. Pero esto no quiere decir que si se adopta una política de género no van a ocurrir más violaciones contra los derechos de las personas, porque es impensable. Es imposible.
Qué estrategias y mecanismos de prevención deberían articularse entonces.
–Existen diferentes niveles. Pienso que la prisión en sí misma es mortal, pero por otra parte ha habido algunos avances en Canadá. Las mujeres están recibiendo más formación laboral, más ayuda sanitaria y con los niños, y programas de reinserción social. En la actualidad hay un problema serio de sobrepoblación de mujeres canadienses en los penales. En algunos llegan a ser el 75 por ciento de la población carcelaria. En respuesta a esta situación, se inauguró una nueva penitenciaría exclusivamente para mujeres originarias. Se supone que esa institución va a corresponderse con los valores que tienen estas mujeres, por medio de programas elaborados también por personas autóctonas.
¿El objetivo es transformar la prisión en un universo de cuidados?
–No es fácil ni siempre posible. Por ejemplo, las mujeres que tienen graves problemas de salud mental no tendrían que estar encarceladas. En Canadá hay una oficina de correccionales que demostró que hay un 50 por ciento de aumento de la población carcelaria con problemas de salud mental. En definitiva, es criminalizar la salud, porque esas personas no reciben los cuidados necesarios.
¿Qué percibió durante sus encuentros con representantes de grupos de familiares y de apoyo de detenidos de la Argentina?
–Existen problemas muy graves. Se tiene la sensación de que cuando alguien ingresa en alguna cárcel de este país pierde sus derechos. Sin embargo, esas personas todavía tienen derechos y deben recibir cuidados y servicios, porque algún día van a salir y algo hay que hacer con ellas. Tengo la sensación de que éste es un fenómeno un poco nuevo aquí; recién ahora se está planteando este cuestionamiento. Pero al mismo tiempo hay problemas estructurales y de dinero, ya que para elaborar programas se necesita un presupuesto.
En alguna de sus presentaciones dijo que su último libro, Las mujeres, la danza y la prisión, entiende el arte como estrategia para contrarrestar la angustia del encierro.
–Para escribir ese estudio trabajé con la coreógrafa francesa Claire Jenny, directora de la compañía de danza contemporánea Point Virgule, de París, que durante diez años realizó talleres de danza en cárceles. La danza es una forma de reapropiación del cuerpo. Entre el 65 por ciento y el 95 por ciento de las mujeres presas fueron víctimas de todo tipo de violencias. En ese punto, la danza les permite retomar el control sobre los cuerpos sufrientes. Es una experiencia de 75 horas de taller que permite despertar cuerpos anestesiados.
¿Qué manifestaban las mujeres que participaron de los talleres?
–Las entrevistas que hicimos con las detenidas y con las bailarinas fueron fantásticas. Por ejemplo, una mujer grandota que jamás había bailado, se sentía linda. “Es la primera vez en la vida que me siento bella”, nos confesó. Y creo que se trata del empowerment. Fue muy fuerte, porque la coreógrafa me relataba que algunas mujeres querían bailar, pero de golpe decían “tengo que detenerme”, porque sentían una emoción inmensa que las superaba. La experiencia vivida en esos momentos las acompaña para siempre, porque significa una experiencia positiva sobre sus propios cuerpos. Hay todo un lenguaje corporal, no existen barreras. Pero al mismo tiempo hay que prestar mucha atención, porque se puede llegar demasiado lejos con ellas y no es cuestión de abrir una caja de Pandora. Es verdad, nos abrimos, pero después termina todo y se vuelve a la celda. El que asiste como tallerista trabaja en un universo de represiones, y lo que se está introduciendo es un intersticio de libertad. Se pasa de un espacio negado a un espacio reconquistado: el espacio carcelario y el espacio del cuerpo.
Una de las estrategias de castigo habituales en las cárceles argentinas es la suspensión compulsiva de los talleres o de las cursadas universitarias.
–También es una constante en Canadá. Por razones de comportamiento, por sospechas de que entraron drogas. Recuerdo el caso de una mujer que protagonizó un intento de suicidio grave, y lo que supimos es que los agentes penitenciarios le habían dicho “no te portaste bien, entonces no vas a ver a tu hija”. Prisión es prisión. Siempre prefiero una donde no haya ratas, donde esté limpio y se coma bien, pero el control existirá igual.
¿Qué visión tiene sobre la baja en la edad de imputabilidad de los menores que no hayan cumplido los 18 años?
–Es difícil hablar sobre las decisiones que se toman en un país donde no se conoce el sistema, pero en Canadá existen debates sobre la responsabilidad de los jóvenes. Resistimos mucho a esa condición de disminuir la edad. Uno apela a la ley porque es impotente de hacer cosas, pero la gente no necesita ser encerrada más joven, necesita ayuda. En sus propias comunidades o en sus familias. Esta es una forma de responder a la opinión pública que entró en pánico: ya no se sabe qué hacer y estamos ante jóvenes violentos, peligrosos, drogadictos. Creo que éste es un ejemplo de impotencia.
Un fenómeno creciente en las cárceles de mujeres de la Argentina es la población de detenidas “mulas”. La particularidad es que son eslabones marginales casi siempre sometidos a un hombre narcotraficante.
–Y lo que sabemos respecto de las mulas es que los traficantes tratan de que una mujer sea denunciada en el aeropuerto, por ejemplo, para que mientras a ella la detienen otro grupo importante pase droga. Las sacrifican, y ése es un fenómeno global. Hay un aumento fenomenal de mujeres encarceladas por estos temas. Muchos autores dicen que la guerra contra las drogas es una guerra contra la mujer.
Por Roxana Sandá
Fuente: Página/12