Política y religión: las sociedades patriarcales del siglo XXI
Las sociedades patriarcales constituyeron las primeras expresiones de vida política organizada. Fernando Sabater las describe bien al señalar: “Las leyes o normas que regían los diversos aspectos de la existencia colectiva se apoyaban en la tradición, la leyenda, el mito…
El mayor argumento para respetar una norma era `siempre se ha hecho así´. Y para explicar por qué siempre se había hecho así se recurría a la leyenda de algún antepasado fundador del grupo, o a las órdenes de algún dios…
La norma en cuestión había nacido como intento de resolver algún problema concreto del grupo y luego, para que nadie la discutiera, se aseguraba que provenía de la más nebulosa antigüedad…
La lógica primitiva creía que los padres de los padres de los padres debieron de ser más fuertes y sabios. Lo que ellos habían considerado como bueno, quizá porque se lo había revelado alguna divinidad, no podían discutirlo los individuos presentes mucho más frágiles y lamentablemente humanos” (Política para Amador, Barcelona, Editorial Ariel, 2008).
La esencia de las sociedades patriarcales era, necesariamente, el entrecruce de la política y de la religión, en la medida en que las normas que regían la acción del individuo en la comunidad venían determinadas por lo que el tiempo y el origen mítico habían sacramentalizado. Eran las sociedades de los Abraham y los Moises, en donde reglas fundamentales de comportamiento social como el “no matarás”, adquirían sustento cuando su origen era atribuido directamente a la palabra revelada de Dios. Esferas en donde, por ejemplo, los riesgos higiénicos derivados de la ingesta del cerdo insuficientemente cocinado podían ser controlados a través de reglas religiosas.
Frente al impulso de estas sociedades patriarcales, la tradición greco-romana sentó cauces mucho más racionales. Para los griegos la fuente de toda norma era el ser humano mismo. Más concretamente, la asamblea de los ciudadanos. Dado su origen, la norma valía tanto como su utilidad comprobada para la vida social, motivo por el cual ésta podía ser modificada o abolida si la mayoría así lo juzgaba apropiado.
La “polis”, es decir la comunidad de ciudadanos, no era gobernada por la palabra revelada, sino por la capacidad de razonar y discutir de esos mismos ciudadanos. A este aporte fundamental de los griegos, vino a sumársele otro no menos importante proveniente de los romanos: el derecho. Ello implicaba la existencia de normas precisas y suficientemente divulgadas que resultaban el producto de la razón y del sentido común.
Quizás uno de los hechos más curiosos de nuestros días es que el tránsito del siglo XX al siglo XXI estuvo signado por el reemerger de las sociedades patriarcales. Cuando la lógica de los eventos parecía apuntar hacia una consolidación de la herencia greco-romana, se vió surgir virtualmente de la nada un impulso telúrico que provenía de distintas direcciones pero que guardaba un denominador común: la subordinación de la política a la religión. Era el despertar de la tradición y de la palabra revelada como fuente de legitimidad en política.
En palabras de Karen Armstrong: “El asalto fundamentalista tomó a los secularistas por sorpresa. Estos habían asumido que la religión nunca volvería a jugar un papel relevante en la política, pero durante el período final de los setenta se produjo una explosión militante de fe...
En lugar de recurrir a alguna de las ideologías modernas, estos tradicionalistas radicales citaban a las escrituras, así como a leyes y principios arcaicos que resultaban por entero ajenos al discurso político del siglo XX” (The Battle for God, London, Harper Collins, 2000).
En Israel, el mundo islámico y los propios Estados Unidos, constatamos el retorno de la sociedad patriarcal al mundo de la política. Cuando la razón parecía moverse a sus anchas, resulta que nuevamente “los individuos presentes mucho más frágiles y lamentablemente humanos”, deben respetar en el campo de la política la palabra revelada a los ancestros de sus ancestros.