junio 27, 2010

Empastilladas

La explosiva muestra de una artista joven, Maia Debowicz, encara de frente la problemática del consumismo de psicofámarcos, la dependencia que generan sobre todo en las mujeres, el negocio de laboratorios y farmacias. Jugando con la seducción que generan las soluciones rápidas, las pastillas, los frascos, el botiquín aparecen como objetos de consumo que hasta generan en el público la tentación de llevárselos a casa. Toda una metáfora de ese canto de sirenas que promete borrar las marcas de la vida con una píldora y nada más.

Estaba Perséfone cortando un narciso, quizás un lirio, en la pradera de Enna –otras tradiciones afirman que fue en Arcadia– cuando la tierra se abrió y apareció su tío Hades, que la secuestró llevándosela al mundo de los Infiernos. Deméter, la diosa maternal de la Tierra, oyó el grito terrible de su hija al desaparecer en el abismo. Desesperada, empezó a buscarla noche y día, durante nueve jornadas en las que no comió ni bebió ni cambió sus ropas, portando una antorcha encendida en cada mano. Para aliviar el dolor que oprimía su corazón y poder dormir, Deméter consumió adormidera, y prosiguió incansable su pesquisa sin hallar rastro alguno de su amada Perséfone. Indignada, resolvió quedarse en la Tierra y renunciar a su función divina hasta que su hija le fuera devuelta. Tiempo después, ante la esterilidad de la tierra que produjo esa abdicación, Zeus negoció con Hades y finalmente Perséfone pudo repartir su tiempo entre el Infierno y su progenitora. Al igual que Hipnos, dios del sueño e hijo de la Noche, Deméter fue representada por los griegos con una corona de adormidera.

Desde la más remota Antigüedad, los seres humanos recurrieron a calmantes, narcóticos, euforizantes de origen natural. La adormidera, en particular, estuvo presente entre sumerios, babilonios, egipcios... De esta planta, que los avispados griegos se llevaron de la costa del Mar Negro, se derivan alcaloides varios y sus aplicaciones fueron diversas a través de los siglos, incluidas las medicinales. Al parecer, Plinio el Joven (militar, escritor, científico romano, 61-113, d.C.) le da el nombre de opio al jugo obtenido de las cápsulas de adormidera, cuyos efectos son sin duda más poderosos que los del tilo, la melisa o la valeriana. En otro tiempo, el bálsamo del dolor de Deméter supo competir con la mandrágora y el beleño en su accionar somnífero...

Pasaron más de mil años, mucho más, y en los ’50 del siglo 20 un señor llamado Leo Sternbach, exiliado en los Estados Unidos, empezó a jugar con aquellas sustancias que solía fabricar en Cracovia, destinadas a la industria de los colorantes artificiales, las benzodiazepinas. Pero del laboratorio le pedían antibióticos porque tenían mucha salida. Sternbach les dio lo que querían pero siguió experimentando con las moléculas y luego de algunas pruebas, como el 0690, dio a luz en 1963 una nueva sustancia a base de diazepam, que salió al mercado bajo el nombre de Valium (del latín valere, ser fuerte), y en 1965, los Rolling Stone hacían la canción alusiva “Mother’s Little Helper”...

En esas fechas ya estaban de moda las anfetaminas, consideradas simples estimulantes, todavía de venta libre. En los ’70, el Valium se vio acompañado o más bien rivalizó con otros ansiolíticos cuyo uso se fue extendiendo, con nombres genéricos de las drogas (Bromazepam, Lorazepam, Alprazolam, Diazepam) y nombres propios según el laboratorio que lo fabricaba (Lexotanil, Trapax, Alplax, Tranquinal, etcétera). El Clonazepán (Rivotril), por su lado, antiepiléptico, muy à la page en la última década, y el Flunitrazepam (Rohypnol), un hipnótico, fueron escalando posiciones. Todas drogas de circulación legal aunque en nuestro país, y en casi todo el mundo, con venta bajo receta archivada. Lo que no quita que en la Argentina mucha gente encuentre la manera de automedicarse, ya sea a través del farmacéutico de la esquina que “fía” a la espera de la presunta receta, ya tirándole de la manga a algún médico amistoso al que no le cuesta renovar el pasaporte a la sedación, el sueño, el buen humor. Porque pisando los ’90 llegó el Prozac a darles ánimo a las personas deprimidas. La droga de fin de siglo, supuestamente sin efectos secundarios. Penas de amor, problemas laborales, estrés por mudanza, duelos importantes, todo se siente menos con Fluoxetina (Prozac).





EMOCIONES ATENUADAS, DEPENDENCIA GARANTIZADA

En el primer piso del Centro Cultural Recoleta, la muestra Silencio se destaca netamente por su temática, su colorido, su audacia. Los objetos escultóricos y las instalaciones pertenecen a una muy joven artista, Maia Debowicz (24), que se formó con Rodrigo Alonso, Laura Messing, Julio Sánchez, Fabiana Barreda, Guillermo Roux, entre otros/as maestros/as. Esta exhibición fue curada por Mindy Lahitte (28), gestora cultural que dejó las ciencias políticas para dedicarse a las artes visuales. Trabaja en Panorámica Galerie y en Central de Proyectos, también en áreas de gestión (Buenos Aires Photo, Arte BA). En esta oportunidad, Lahitte colaboró estrechamente con Debowicz, compartiendo el enfoque de la artista respecto del abuso y la dependencia de psicofármacos “en busca de efectos positivos para afrontar las duras exigencias laborales y afectivas en el mundo actual”, según anota la curadora en el texto de la muestra. “Recurrimos al consumo de pastillas bajo la presión del imperativo de integrarnos socialmente... El consumo prolongado genera adicción, la capacidad de reacción se modifica, se amortiguan las emociones.... Sentir angustia, estar ansiosos, tristes, sentir dolor se consideran hoy estados alterados del ser. La vida se convirtió en un desafío demasiado amenazador y la felicidad es una construcción sintética.”

La propia Maia Debowicz acompaña como guía a Las12 en una recorrida por la muestra Silencio, haciendo el comentario de las obras expuestas: “Lo primero que se ve es ‘Amnesia’, objeto escultórico que representa una gran goma de borrar tipo Stadler, en realidad un Prozac 20 mg. La forma elegida remite a los efectos secundarios de ese medicamento, uno de los cuales es borrar zonas de la memoria. Luego tenemos dos obras colgadas que funcionan conjuntamente: dos pastillas de Valium de tamaño muy exagerado –60 centímetros de diámetro–, dos caras de la misma moneda: por un lado, el logo de Roche; por el otro, el nombre de la pastilla. ‘Industria de control’, se llama la primera, y ‘¿Cuál es el tamaño que debe tener una pastilla para silenciar el corazón?’, la segunda. Obviamente, la respuesta es que no hay cantidad que alcance una vez que se instala la dependencia. O sea, el Valium puede adormecer los sentimientos, negarlos desde un lugar artificial, pero no anularlos por completo. Al trabajar con la ampliación, me pareció una increíble paradoja que el centro de la pastilla tuviese un vacío en forma de corazón estilizado que, por cierto, alude a la V de su nombre. Como en la obra anterior, ‘Botiquín’ juega con las escalas de agrandamiento, a partir de una pequeña caja de primero auxilios que conseguí en una farmacia. En cualquier casa, el botiquín de emergencia tiene alcohol, algodón, curitas, aspirinas...

El botiquín de la muestra es para ‘auxiliar’ desde lo emocional y está abarrotado de comprimidos. Quería que diese la impresión de que va a explotar porque ésa es la sensación de una persona con abstinencia. Esa caja también simboliza el cuerpo de una persona dependiente a la que, si le falta su psicofármaco, se siente a la intemperie, desprotegida. Por eso, muchos tratan de almacenar. En el cartel de farmacia con la leyenda que titila Abierto, alargué la clásica cruz para evocar la imagen clásica de los velatorios, los avisos fúnebres, se puede asociar con una invitación a la muerte y se llama ‘Secreto profesional’: tiene que ver con que en muchas farmacias, cuando les explicás cómo te sentís, a veces te venden ansiolíticos, antidepresivos sin receta, el consumismo de remedios genera impresionantes ganancias. Se multiplican los shoppings que mezclan medicamentos y productos de belleza para la mujer, es decir, otros mandatos, otras dependencias”.

Debowicz continúa describiendo otras creaciones que figuran en la exposición: “‘Salida de emergencia’ es una instalación realizada con los conocidos pastilleros rectangulares de plástico para organizarte la semana, con sus pastillas en el interior. Los pastilleros forman la palabra Exit, que no necesita mucha explicación: los psicofármacos como salida de apuro, rápida. Cada semana, cada mes, se consume toda esa droga, todos esos comprimidos estarán dentro de una persona: la agenda química. He notado, estando en la muestra sin darme a conocer, que a parte del público esta obra le generó ganas de tomar pastillas, inclusos muchas personas se robaron algunas...

‘Contenido de una persona vacía’ es una instalación en la pared que reproduce la formación de una molécula de fluoxetina –la droga del Prozac– dibujada con las propias pastillas. El título, claro, remite a una persona vaciada de sus verdaderas emociones, de sus reflejos, jugando con el lenguaje del laboratorio: la pastilla como soporte para construir, cuando a veces es todo lo contrario. La duración del alivio es una obra pequeña, una caja de acrílico llena de frasquitos alineados que contienen los comprimidos para tomar cada día, durante un mes. Está todo el arsenal: el ansiolítico, el antidepresivo, el somnífero... En esos frasquitos, se van modificando las diferentes pastillas y su cantidad, representando las variaciones que va indicando el psiquiatra...

La inestabilidad de la calidad y cantidad de medicamentos ligadas a la inestabilidad emocional de esa o ese paciente, a su exigencia de más droga. Esta caja se prende y se apaga con cierto ritmo, las lucecitas que titilan simbolizan la efímera duración del efecto de las pastillas. El objeto-instalación ‘A tan solo 1 $ de la felicidad’ es una máquina expendedora, una obra que interactúa con el público. Una máquina que se asemeja a las que solía haber en los kioscos o en los sitios de videojuegos, con cápsulas que traían sorpresas: juguetitos, chicles, la pelota saltarina. La idea es jugar con el fácil acceso que hay a las pastillas, el marketing que las promociona como caramelos inofensivos. Entonces por un peso, la gente se lleva parte de la obra. Lo que se obtiene es a beneficio de una asociación civil que colabora con el Hospital Psiquiátrico Infanto-Juvenil Tobar García, una ayuda simbólica para el programa Cuidar cuidando. Nos gustó la idea de generar, aparte de la reflexión, ese pequeño gesto solidario y a la vez difundir ese programa que propone tratamientos alternativos a la medicación pura”.

Ese ademán de poner la moneda para obtener una pastilla, ¿no implica el riesgo de resultar una incitación para las personas adictas, esas que roban en los pastilleros?

Maia Debowicz: –Existe ese riesgo, que está ligado a la seducción que rodea a las pastillas. El objeto que estoy utilizando para construir la obra produce atracción desde lo visual, eso está puesto en evidencia. Por otra parte, esa máquina evoca un recuerdo de infancia, un pensamiento mágico quizás. Para mí, las obras tienen que ser estéticas, más allá del tema que traten. Que ‘A tan sólo 1 $...’ provoque en algunas personas el deseo de la pastilla no es sino una prueba de la dependencia que éstas provocan.

Casi desde un primer momento aparece en tu obra este tema del bienestar ilusorio conseguido a través de agentes químicos.

–Aparte del tema de los psicofármacos, de la automedicación y la dependencia, me interesa hablar de la superficialidad actual de los sentimientos. Parecería que tener corazón molesta, es casi un enemigo: un impedimento para el éxito, para cumplir ambiciones, tener poder. Mi gran preocupación es el negocio de la salud, sin dejar de advertir que hay otro tipo de elementos que no son químicos pero que están para silenciar emociones y crear adicciones. Anteriormente, hice ‘Psicología Pop’, ‘La última cena’, ‘La pastilla de la felicidad’: la segunda es un paso previo a Silencio. En aquella obra trabajé el tema del suicidio, jugué con la idea del domingo, el día de la semana donde más pastillas se consumen y el índice de suicidios es más alto mundialmente. El día en que el vacío, la asfixia de las emociones, es más difícil de soportar. En los platos que puse sobre la mesa, que solo contienen pastillas, usé una escala de grises, yendo del blanco al negro. Le tengo mucho apego a ‘La última cena’, es una bisagra para mí, me cambió el registro de construcción de obra, me llevó a una limpieza más esencial, a un proceso de enfriamiento. Si en las anteriores muestras me referí a las personas adictas a este tipo de medicamentos, en la actual, Silencio, me enfoco hacia quienes originan y fomentan esa dependencia, los laboratorios, las farmacias.

¿Algún desencadenante te llevó, siendo tan joven, a hacerte cargo de semejante problemática?

–En mi adolescencia, a causa de un familiar, vi muchas situaciones en psiquiátricos privados, conocí a muchos profesionales. Observé un maltrato importante al cuerpo, al corazón, a la cabeza. Una violencia reiterada sobre las decisiones propias de la paciente. Fui testigo y más tarde, cuando pude ordenar un poco mis ideas y emociones, miré ese panorama con un poco de distancia, examinando lo que sucedía en un círculo más amplio, corriéndome de lo personal. El tema de los psicofármacos aparece en los medios, se lo toma con naturalidad, los famosos dicen cuáles son sus pastillas favoritas, como si fuera algo hasta glamoroso. Todo esto sin dejar de considerar que las patologías severas requieren el empleo de estos medicamentos. Me estoy refiriendo al consumo indiscriminado, a la negación de los efectos secundarios...

¿Cómo se desarrolló el trabajo con la curadora Mindy Lahitte en la muestra actual de Recoleta?

–Ella acompañó el proceso de creación. La muestra habría sido diferente sin su aporte. Le estoy muy agradecida por su humanidad, sensibilidad y compromiso artístico y social. Comparto con Mindy la idea de que, en el arte conceptual, al espectador hay que integrarlo, es parte fundamental de la obra, la completa. Ella estimula esa participación desde su curaduría, desde su manera de comunicarse a través del texto.

Sin desconocer la gravedad de la cuestión que desplegás en Silencio, hay un humor indirecto que recorre la muestra, que facilita el acercamiento.

–Sí, tiene ironía, quiero provocar esa atracción, creo que es una manera de dialogar y transmitir ideas. No es lo mismo mirar un melodrama negro en el cine, que un drama con pasos de comedia que te filtra inquietudes con una sonrisa y a la vez te permite llegar más lejos en los planteos. No estoy haciendo un documental frío sino dando una visión metafórica de determinada situación. Por otra parte, la ironía y el humor son parte de mi manera de ser y de vivir, no lo puedo negar ni disimular.

¿Referentes?

–Muchos: de adolescente iba seguido al Malba y me detenía en la obra de Víctor Grippo, “Mesas”, fue un disparador para crear “La última cena”. León Ferrari me inspira también, por su obra y su humildad como artista, su libertad y su juventud de espíritu. Daniel Ontiveros me interesa especialmente. Otro artista local, que trabajó en torno del tema medicamentos, es Alejandro Kuropatwa: él muestra la pastilla como algo que atrae porque alivia, desde otro lugar, desde el sida. De afuera, así al pasar: Andy Warhol, Damián Hirst. Jenny Holzer me gusta mucho, así como otras artistas mujeres en esa línea.

Aunque no lo muestres explícitamente en Silencio, se desprende de tus obras que sabés y te importa que las mujeres sean mayoría en esto de la dependencia de psicofármacos.

–Me alegro de que se note porque lo sé y lo tengo muy en cuenta. Creo que las mujeres tenemos que enfrentar hoy en día muchas más exigencias y presiones que los hombres. Por otro lado, en el ámbito laboral está mal vista la expresión de la sensibilidad de las mujeres, es discriminada en lo que hace a sus emociones, que son descalificadas, no están permitidas, se consideran un defecto femenino... Ahí entran a tallar los psicofármacos, el aplacamiento de las emociones.




TRANQUILIZARSE, SOSEGARSE, RELAJARSE, DORMIRSE...

Las estadísticas locales reflejan lo que ocurre, con ligeras variaciones, a nivel mundial: entre la población medicada y automedicada, las mujeres son las mayores consumidoras de tranquilizantes mientras que los hombres tienden a los estimulantes. Las llamadas stylelife drugs han invadido el mercado farmacológico, la facturación sube sin cesar, algo semejante a lo que sucede con los libros de autoayuda: mayoría de mujeres en pos de un acotado edén artificial, de una paz ilusoria lejos de toda ansiedad, angustia o desesperación. A la cabeza de las drogas legales, vendidas bajo receta o bajo cuerda, el alprazolam y el clonazepam.

“Si bien las sustancias han acompañado a la humanidad desde sus orígenes, actualmente hay un naturalización del consumo de psicofármacos, que parecen estar al alcance de cualquiera. Una banalización del uso, personas que se toman un Rivotril como si tal cosa, porque se les ocurre”, dice el doctor Juan Vasen, psicoanalista, especialista en psiquiatría infantil, ex docente en farmacología, médico del Hospital InfantoJuvenil Tobar García. “Respecto del alto consumo femenino, creo que hay que considerar el nuevo lugar que ocupa la mujer en la vida social y profesional, que le procura exigencias, expectativas, ideales a los que quiere responder en distintos planos: lo familiar, lo profesional, lo estético se suman. La ansiedad por alcanzar ciertos logros, el estrés y la frustración al no conseguirlo lleva a muchas mujeres a recurrir a ansiolíticos. Dos generaciones atrás, una mujer casada soportaba una cantidad enorme de frustraciones y privaciones en su vida amorosa, y en general se quedaba en el molde. Actualmente, las cosas han cambiado: una mujer que es infeliz en su matrimonio no se la banca fácilmente: reacciona, protesta, se separa. Hay una actitud cada vez más autónoma, menos condescendiente en las mujeres: no voy a venir a descubrir en este suplemento todo lo que les cuesta ser reconocidas en el plano laboral, destacarse, a la vez que no pueden descuidar el plano doméstico, el ejercicio de la maternidad, que los nenes sean exitosos. Porque también hay una menor tolerancia al fracaso, a las dificultades de los chicos. Son muchas las fuentes de ansiedad. Esto es lo que veo en la consulta de mujeres, de madres.”

Según Juan Vasena, siempre hay que tomar en serio los efectos secundarios de los psicofármacos, “aunque en el caso de los ansiolíticos su importancia es relativa, tiene que ver sobre todo con la dependencia emocional que crean. Y el psicofármaco no resuelve ningún problema de fondo, nunca debe usarse como única herramienta para abordar determinadas situaciones. Los antidepresivos producen efectos secundarios más complicados, lo mismo que los hipnóticos. En todos los casos, lo apropiado es que los psicofármacos sean indicados por la o el médico y se cumpla el tiempo de uso: deben ser parte de una estrategia terapéutica en donde la problemática social, cultural, de época, sea atendida. En el hospital, estamos tratando de desencajar a los niños de los síndromes y las etiquetas, de no abordar tempranamente los problemas con los psicofármacos”.

Sin ser alarmista, el profesional entrevistado insiste en recomendar el empleo criterioso, acotado, de los psicofármacos en situaciones puntuales en que los medicamentos actúan sintomáticamente: “Entiendo que así nos oponemos a un uso consumista y –éste no es un aspecto menor– insistentemente esponsorisado de los mismos. Los laboratorios que los producen, manejando una lógica mesiánica y una racionalidad mercantil, los proponen –e imponen– más como solución excluyente que como un recurso válido. Su publicidad es descargada de manera seductora sobre los profesionales. Pero además se ejerce de un modo excesivamente persuasivo sobre una población –padres, madres, docentes– cuya aflicción motoriza, comprensiblemente, anhelos de rápidas soluciones para conflictos, fracasos, rechazos. Aunque no es éste el eje de esta nota, vale alertar sobre el aumento en nuestro país de venta de psicofármacos para niños, liderada por el metilfenidato, cuyo consumo se cuadruplicó entre 1994 y 1999 (Ritalina MR), aun cuando la frecuencia de su indicación sigue siendo más restringida en países como Chile y los Estados Unidos”.

Momento más que oportuno el actual, pues, para la presentación de Silencio, “una muestra movilizadora que no busca conciliar”, al decir de la curadora Mindy Lahitte. “El arte te increpa en tu propia comodidad. Y si ese confort está en la pastillita amortiguadora consumida a piacere, el efecto puede resultar más inquietante. Y ojo, que no se trata de insinuar que los psicofármacos deberían ser erradicados. Para nada: bajo estricto control, en pacientes con patologías serias pueden ser la única forma de estabilizarlos. Pero estamos rodeados de personas que por no bancarse un momento de estrés, un bajón anímico, la angustia por una pérdida o un problema de insomnio, empiezan a consumir, se vuelven adictas, aumentan las dosis, tomando el camino más fácil. Creo que esta muestra pueden disparar muchas ideas, reacciones, ojalá que algunos replanteos, algunas reflexiones”.

Silencio, objetos escultóricos e instalaciones de Maia Debowicz, en el Centro Cultural Recoleta, Sala 11, Junín 1930, hasta el 4 de julio.


Por Moira Soto
Fuente: Página/12

Sí a la Diversidad Familiar!
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