Levantando polvareda
ESA MUJER
Presidenta. Caramba: reelecta. Por un porcentaje que sorprendió a votantes y opositores en las primarias y que se acrecentó en la elección general. Bajo los millones de boletas que cayeron en las urnas aún resuenan sordos gritos de la ira de 2008. Resuena, digo, el “yegua” con el cual se sustituía su nombre. Pero también por el mismo juego de las inversiones, la alegría combatiente con la cual esa palabra era retomada para decir, como se dijo con muchas voces, “todas somos yeguas”. No tercas como una mula, aunque también. Yeguas, sí: malévolas, mañosas. Obcecadas y carentes de ingenuidad. Un politólogo dijo –sin ruborizarse– que ella ganaba porque perseveraba en sus errores hasta convencer. Extraño don, casi de bruja, que haría que la sinrazón se vuelva razonable. No se sonrojó él cuando argumentaba tan exento de racionalidad.
Esa mujer: más recostada sobre el modelo de la estratega que sobre el de la cándida. Y, como se sabe, la que elige el primer camino reclama para sí el denuesto. Salvo que lo haga negándose como mujer. Porque el problema con ella, la que preside, es que no quiere la renuncia, sino la apetencia. Que no alivia su condición con un traje neutralizante como los grises de la Merkel. Al contrario: va por el énfasis y el subrayado, por el taco aguja y el rimmel que remarca. Eso la vuelve inaceptable. O innombrable, como a tantas. Un taxista me hablaba de ella sin nombrarla. Decía: “Esa mujer”. Y no sabía, segura estoy de que no sabía, que un cuento magnífico llevaba ese título y que se desplegaba el relato alrededor de otra mujer que había sufrido en su cuerpo y su memoria la negación del nombre.
Aquella mujer tuvo un nombre prohibido y un cuerpo capturado, fue santoral y sueño político para las generaciones siguientes. En esa recuperación hubo quienes –como Perlongher– la imaginaron en hoteles clandestinos, entremezclada en el sexo colectivo –y así la escribía Copi–, y esa figura revelaba el inconsciente deseante de su negación, mientras pervivía al lado de los rituales de una santificación popular. Esta mujer, la que preside, no deja de proyectarse sobre la otra: piensa y actúa el melodrama del pueblo con su líder a la vez que ya lo sabe parodiado y deconstruido. Quiso un rostro de aquella de nombre prohibido y definió dos: el del grito airado hacia el norte, el de la dulzura asistente hacia el sur.
Esta mujer juega con esas caras. No esquiva las polaridades ni desprecia lo dispar. Más bien conjuga, vuelve coexistente, tensiona. Ira y comprensión. También: sobriedad y provocación. O vaivén entre la argumentación y el mohín. Si importa cómo se viste, de un modo en que pocas veces se insistió tanto en la política argentina, es porque en la superficie está el sentido. Porque es más investidura que vestido. O ambas cosas, mejor. Porque es puesta en escena pública de un cuerpo y a la vez goce privado que se muestra. Es el placer del roce de una tela y la imagen del espejo y a la vez es necesidad de atributos para disponerse al combate. Quizás ese doblez es lo que más enfáticos enojos provoca porque, finalmente, pocos (y pocas) se atreven a revelar el sentido personal y afectivo de la puesta en escena de lo público. Ella lo hace.
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Socióloga y ensayista
Página/12