noviembre 23, 2008

Una violencia invisible

Las mujeres realizan dos tercios del trabajo que se necesita para que gire el mundo, pero reciben sólo el diez por ciento de las remuneraciones y apenas registran el uno por ciento de las propiedades. Como si la desigualdad fuera poca violencia, la necesidad de conservar el trabajo las expone al acoso sexual en ese ámbito, una de las violencias más difíciles de denunciar y probar.


El último 3 de noviembre, de camino entre el abrazo al Congreso que todos los meses intentan darle organizaciones feministas en rechazo al tráfico y la trata, el chofer de un taxi gritó “¡hasta dónde quieren llegar estas minas con tanto reclamo!”. El chiste de lamentable ingenio denotó sin embargo el filo exacto en el que se encuentran los derechos de las mujeres cuando bajan a la realidad cotidiana, más permeable a los traseros siliconados que a las iniciativas parlamentarias. Y aun en perspectiva, la frase resuena situando este 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer, a distancias estelares de una vida libre de ataques a su bienestar físico y emocional.


En la Argentina versión 2008, el “reclamo de las minas”, como define cierta lengua popular, no traduce diferente de lo que ocurre en el resto de Latinoamérica ni escapa un ápice de la definición que catorce años antes formuló Belém do Pará sobre violencia de género debido, entre otras cosas, al retroceso en materia legislativa y de derechos humanos de las mujeres. El recrudecimiento de algunos fenómenos de poder, como la violencia laboral, obligaron a replantear una agenda política que el martes próximo unificará diferentes expresiones en el Congreso Nacional, para exigir el tratamiento definitivo y la sanción de una ley que proteja la dignidad y la integridad de las mujeres en sus empleos.


“La crisis financiera internacional y sus consecuencias de despidos, suspensiones y desalojos golpean de forma especial sobre las mujeres. Las dos terceras partes de la jornada mundial del trabajo la realizamos las mujeres y recibimos el 10 % de las remuneraciones mundiales, siendo propietarias sólo del 1 % de la propiedad, y somos el 80 % de las personas más pobres del mundo”, detalla un comunicado de La Casa del Encuentro, uno de los colectivos de mujeres que este 25 manifestarán frente al Parlamento.


Diputadas y diputados que el año pasado aprobaron por unanimidad el dictamen para prevenir y sancionar la violencia y el acoso sexual en el ámbito laboral no esperaban encontrarse con una actitud autista en el Senado, donde falleció la iniciativa.


El proyecto de Héctor Recalde que acompañan todos los bloques generó expectativas por la definición ajustada de violencia laboral como “acción psicológica que de forma sistemática y recurrente ejerza una persona o grupo de personas sobre un trabajador, con la finalidad de destruir su reputación, perturbar el ejercicio de sus labores y/o lograr que el trabajador abandone el lugar de trabajo”. Y por configurar el acoso sexual en “todo acto, comentario reiterado o conducta con connotación sexual, no consentida por quien la recibe, cuando se realiza bajo amenaza de ocasionar perjuicio, o cuando provoca un ambiente de trabajo hostil u ofensivo”.


La titular del Instituto Nacional contra la Discriminación (Inadi), María José Lubertino, autora de otro proyecto de ley sobre acoso, relaciona la ausencia de legislación con “las históricas deudas de 25 años de democracia, y eso genera una especie de hartazgo espiritual. Es uno de los temas en los cuales siempre pasa lo mismo, aunque la Argentina incumpla normas internacionales. Algo así como el juego de la oca: cada dos años, media sanción y vuelta atrás”.


La nueva estrategia, entonces, consistirá en presentar este lunes desde el Inadi una serie de puntos básicos para incorporar en el proyecto de ley de Violencia Integral Contra las Mujeres que resulte de los que se están discutiendo en ambas cámaras. “En cuanto al acoso sexual –agrega–, es básico incluir la responsabilidad solidaria de los empleadores, preservación del puesto de trabajo para la persona que denuncia y los testigos, una definición abarcativa de acoso directo e indirecto y aquellas cuestiones que tienen que ver con conductas sexistas u homofóbicas.”


Los madrugones de Cintia Benítez para cumplir el horario de siete de la mañana a tiempo indeterminado en el frigorífico MCV SA (Manufactura de Carnes Vacunas Sociedad Anónima), que hasta hace poco funcionó en Avellaneda, no le arrugaban el ceño. Tiene 21 años y empezó a trabajar a los 15, acostumbrada a la paga diaria y las temperaturas heladas para conservar animales muertos. Por primera vez celebró la rutina: había conseguido puestos de empaquetadora para cinco de sus mejores amigas. Y no habría importado siquiera la paga insuficiente de sesenta pesos diarios, si no hubiese sido porque uno de los dueños del frigorífico, Carlos Amarilla, en complicidad con otro encargado, Antonio González, decidió ir por todas.


“Nos hizo insinuaciones desde el principio”, recuerda Cintia, que fue despedida a fines de agosto junto con las otras jóvenes. “Encima nos pagaban en negro, nos sobrecargaban de trabajo, los horarios que debíamos cumplir eran infrahumanos, y nos obligaban a realizar tareas de limpieza y a manipular cajas de treinta kilos.”


Amarilla tiene 38 años, un buen pasar y un futuro asegurado en la empresa recién mudada a La Tablada. “Tuvo suerte, porque sigue como si nada al frente del frigorífico, aunque le pesen las denuncias que asentamos en la comisaría 1ª de Avellaneda”, precisa la mayor del grupo, Mónica Lezcano, madre de cinco niños.


A Cintia se le presentó el hostigamiento en persecuciones por los pasillos, intentos de besos y sugerencias de dormir juntos para mejorar su calidad laboral. Mónica soportó que Amarilla la invitara a desvestirse delante de él y le prometiera un blanqueo en premio por tener “un buen irse”. Y Jennifer Kaiser fue violentada a la vista de todos. “Me agarró de los pelos y me dio un beso. Lo empujé y fui a trabajar. Al rato pasó detrás mío y me tocó la cola. Ahí estallé, le grité de todo, tiré la carne al suelo y me puse a llorar.”


El resto, las hermanas Damaris y Carla Cáceres, y María Méndez, utilizaban como vestidor el baño de la estación de servicio ubicada frente al edificio de la calle 9 de Julio 394, “porque en el frigorífico había un solo vestuario-baño y nos obligaban a cambiarnos delante de los hombres –coinciden–. A veces no teníamos más remedio que verlos orinando en los inodoros. Ahí era donde más nos acosaban”.


Mónica confió en que la indiferencia podía calmarle la perversión a su empleador. “Mal cálculo. Toda mi vida laburé en comercio y siempre hay alguien que te dice algo, pero si no le das lugar y dejás pasar las cosas, se cansan. Pensé que si lo ignoraba, no iba a joder más.”


El efecto contrarió toda precaución, porque la mirada de Amarilla continuó recorriendo sistemáticamente el cuerpo de la joven y “hasta me blanqueó con la condición de que en adelante cumpliera con él. `Si hacés lo que yo diga’, me recomendaba, `vas a tener una moneda más en tu recibo. Y eso lo arreglamos si vamos a tomar algo’. Era insoportable”.


Poco antes del despido general, las chicas comenzaron a padecer diferentes trastornos en la piel, en el estómago y en la conducta. A Mónica la devoraba el estrés, Jennifer conoció el pánico y Cintia perdió su embarazo. “El nos destruyó de muchas formas”, lamenta Mónica. “Hubo acoso sexual porque podía abusarse de nuestra necesidad de trabajar.”


La coordinadora de la oficina de Violencia Laboral del Ministerio de Trabajo, Patricia Sáenz, menciona esas cuestiones culturales que “obligan a soportar todo para no perder el trabajo”, entre ellas el acoso sexual, “entendido como condición que nos tenemos que bancar si somos mujeres. Los hombres también sufren violencia laboral, pero no de la misma manera, y si se quiere hacer política pública en serio, esto hay que mostrarlo”.


Desde 2007, un equipo interdisciplinario del organismo recibe y asiste un 89 % de consultas del sector privado, y un 11 % del sector público. Y la tendencia es sostenida. “El 60 % de los que se acercan son mujeres con un nivel de ansiedad y angustia elevados”, precisa la psicopedagoga Matilde Garuti, que integra ese equipo. “Presentan dificultad de memoria, desorientación temporal y espacial, y sus descripciones reflejan características de lo que es un relato traumático. Atraviesan depresiones graves, ataques de pánico, intentos de suicidio, patologías psicosomáticas, úlceras, gastritis, alergias respiratorias o dermatitis. Parecen sintomatologías características del estrés, pero son efecto de la violencia en el vínculo con el otro que acosa.”


Un nuevo informe de la cartera de Trabajo revela que los sectores de servicios, salud y educación, compuestos en gran medida por mujeres, son los más vulnerables a las situaciones de violencia laboral. “Pero no son los únicos”, advierte la secretaria de Igualdad de Oportunidades de UPCN, Zunilda Valenciano. “Hay violencia en los gremios de pasteleros, judiciales, estatales, de sanidad. En gastronómicos, por ejemplo, albergues transitorios y hoteles se convierten en lugares ideales para los acosadores, porque son ambientes de trabajo atípicos. Las camareras realizan sus tareas en soledad cuando van a limpiar las habitaciones, y por lo general se les presentan episodios de acoso por parte de los guardias de seguridad o de los encargados.”


Precisamente, el primer caso que recibió Valenciano involucraba al “complejo turístico de Chapadmalal, a fines de los ochenta, cuando hablar de acoso sexual equivalía a ser extraterrestre. Una mucama denunció en el sindicato al intendente del complejo, un amigo de Menem. Imaginate, ¿quién iba a tocar al tipo? Fui a la Secretaría de Turismo de la Nación, donde me atendió un funcionario. A medida que le iba explicando, me miraba como si estuviera loca. Pero al final lo ganamos, y eso que mis compañeros me habían encargado el caso a modo de broma pesada, porque en política estos temas no jerarquizan”.


Cintia Benítez recuerda que Amarilla siempre se burlaba de ellas. “Minimizaba las barbaridades que nos hacía, se reía de nuestra incomodidad, y eso nos hacía dudar, porque pensábamos que como él era un tipo grande y nosotras pibas de entre 20 y 24 años, sonaba lógico que se tentara y actuara de esa manera.” Esa naturalización de la culpa también recorrió el asombro del dirigente local del Sindicato de la Carne, Marcelo Muscio, y del inspector sindical Norberto Cerveto, que acompañaron a las jóvenes a realizar la denuncia y a tramitar sus indemnizaciones. “Cuando vinieron a plantearnos el problema, no entendíamos nada”, relata Cerveto. “Pensamos que podían ser nuestras hijas, que ese tipo era un desgraciado. Uno nació de una mujer y además tiene hijas. Yo siempre le digo a la mía que se defienda, porque cuando llega papá, ya es tarde.”


Mónica terminó de pagar su cuota de vergüenza en la comisaría, donde la obligaron a ponerle palabras a aquello que no lo requiere. “Me daba pudor tener que contar las cosas que nos decían en el frigorífico. Cuando llegué a la parte en que el tipo nos proponía sexo oral, el policía que tomaba la declaración insistió con que le repitiera los términos exactos que utilizó Amarilla. Intenté sugerírselo, como para que en todo caso lo adivinara él; parecía un dígalo con mímica. Pero me insistió tanto que al final lo largué, y se puso a reír. Encima me dijo ‘¡Eh! ¿Así les hablaba? ¿Quién se creía, Brad Pitt?’. Fue una situación horrible, pero qué sé yo, de última en la comisaría nos escucharon y no nos trataron tan mal.”


El eje, es claro, no puede sostenerse desde versiones paternalistas, representantes que no salen de su asombro por algo que en definitiva es moneda corriente, policías que revictimizan y acosadores que se burlan por impunidad. “Las mujeres tienen vergüenza ajena, siempre creen que son ellas las culpables, sobre todo en esta cultura referida al sexo”, explica Valenciano. “El acosador se aprovecha de la cuota de poder que maneja. Por eso debemos concientizar a los empleadores, capacitar a los delegados de las empresas y formar a las mujeres para que aprendan a detectar la violencia y en especial el acoso sexual. Deben descubrir dónde está el límite, sin temor a la represalia. Visibilizar la violencia laboral se relaciona íntimamente con un cambio de conducta de las propias mujeres.”


La diputada Diana Conti presentó en 2005 un proyecto de ley elaborado por los juristas Gustavo Bossert y Ricardo Gil Lavedra, que incorporaba la figura del acoso sexual al Código Penal con penas de hasta cinco años para el acosador. La iniciativa apoyada por Conti, que en ese momento era senadora, no cuajó entre sus pares de Cámara “y ni siquiera mi bloque me acompañaba. No creían en el efecto disuasorio de la amenaza de castigo penal”, supone. “Hubo afinidad con el proyecto de Recalde, pero visto a la distancia es evidente que no existió voluntad de avanzar en ningún sentido. En definitiva, sigue ganando la patronal.”


–¿Por qué cree que el tratamiento de la ley se empantanó?


–El Congreso es parte de esta sociedad; cada uno de nosotros arrastra una impronta cultural, educativa y de creencias. Por lo tanto, entre los hombres y mujeres que ocupan las bancas también prima una postura machista e incluso sobrevuela el chiste permanente, porque se piensa el acoso sexual como una cuestión de histeria femenina. Pero la verdad es que una tampoco espera que otras legisladoras obstaculicen con tanta pasión el castigo de aquellas conductas que vulneran los bienes jurídicos de las mujeres.






Por Roxana Sandá
Fuente: Página/12

Sí a la Diversidad Familiar!
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