agosto 27, 2009

Costa Rica: Las Damas de Chira, guardianas de la tierra


Las mujeres de una isla costarricense preservan su territorio libre de contaminación y de explotación foránea desarrollando un proyecto propio de turismo rural comunitario. Ellas trabajan sin la codicia de la tradición patriarcal de explotar hasta dejar exhausto un territorio. Aquí no impera la filosofía capitalista del máximo provecho sino la sabiduría femenina del provecho en armonía con la vida, con la naturaleza, en contentamiento con lo necesario.

Esta nota forma parte del libro '¡Sin nosotras se les acaba la fiesta! América Latina en perspectiva de género', que es producto de un trabajo conjunto entre el Centro de Competencia en Comunicación para América Latina, la Fundación Friedrich Ebert Stiftung y la Asociación Civil Artemisa Comunicación.

Preámbulo con terremoto

El suelo se abrió en gajos; por las hendiduras se deslizaron casas, autos, camiones y personas. La tierra les puso encima su sello de furia, su manto se rompió tragándose plantíos, vacas, caballos y perros. Desaparecieron niñas que vendían dulces a la orilla de la carretera y muchachos jóvenes que ordeñaban en un establo; comensales que degustaban sus viandas en una pequeña soda. La tierra les impuso su ofrenda de sacrificios: 25 personas muertas y otras tantas desaparecidas, más de 80 mil sin agua potable y más de dos mil refugiadas en albergues; pérdidas por 100 millones de dólares. Sucedió en Costa Rica como inauguración del nuevo año 2009, el jueves 8 de enero.

Sin embargo, pese a este dramatismo, en otros sitios del pequeño país centroamericano menos cercanos al epicentro del terremoto de 6.2 grados en la escala de Richter, ciertas guardianas de la tierra viven bucólicas y activas como hormigas y no sufrieron daños. Como las morenas y redondas mujeres madrugadoras de la isla de Chira, en el golfo de Nicoya, a salvo en el albergue de cabañas para visitantes que regentan en medio de un bosque.

Ellas hace tiempo entendieron y acataron el mensaje de la diosa Gea, una deidad que para ellas tiene el rostro cobrizo de las mujeres de Centro y Sudamérica; se sacudieron de encima siglos de condicionamiento patriarcal que no les permitía salirse del papel sumiso de amas de casa pobres, esposas y madres sin derecho a iniciativas empresariales propias ni menos a opinar sobre la protección del medio ambiente.

Se han levantado como esfinges de barro vivo para proteger su pequeño territorio en el Golfo de Nicoya, en el mar Pacífico, preservarlo para sí mismas, para sus hijos, para sus familias, con su bosque, sus fuentes de agua, y desarrollan un cordón productivo de colaboraciones comunitarias que resguarda a la isla para el futuro de sus habitantes, no para el aprovechamiento de foráneos. Son pioneras en lo que se denomina actualmente turismo rural comunitario, respetuoso de la ecología y de la comunidad de la que forman parte.

Costa Rica es un país inusitado para una mirada ajena con un territorio de apenas 51.100 km2 y solo cuatro millones 250 mil habitantes. La riqueza de sus paisajes variadísimos en recorridos de pocas horas permite viajar desde la altura de un bosque nuboso y tres horas después bajar a cálidas playas de mar azul y arenas blancas, o transitar un bosque húmedo y rumoroso de todo tipo de criaturas y poco después alcanzar un volcán humeante. Por eso el turismo ahora se ubica como una de las principales actividades productivas de un país que se caracterizó en el pasado por su vocación agrícola. Por eso también un terremoto como el acaecido recientemente removió sus entrañas económicas.

La palabra sostenible juega a dos caras: sostiene y se sostiene. Sostenibles son los emprendimientos de turismo rural comunitario que respetan, resguardan y estimulan la biodiversidad que los circunda: protegen y son protegidos por el medio ambiente. Así, las extraordinarias mujeres de nuestra historia no fueron tocadas por el violento sismo quizás porque su delicado y cotidiano trato a la naturaleza les atrae el respeto de Gea. Por ejemplo, su iniciativa estimula la reforestación de un extenso bosque devastado anteriormente por la ganadería y los incendios, ellas integran la brigada de mujeres bomberas de la isla, debidamente certificadas (los incendios son un peligro constante por el intenso calor), también han revertido los efectos de la erosión del suelo y ofrecen talleres de educación ambiental a las nuevas generaciones.

La tierra bajo sus pies se queda inmóvil, respirando suavemente, para sentirlas trasegar con respeto sobre ella en un dulce ir y venir. Pero eso sí, ellas son heroínas anónimas vencedoras de las fuerzas encontradas de un terremoto distinto: la arremetida voraz de grandes empresas turísticas, las duras condiciones socioeconómicas de sus vidas, la tiranía de un machismo rural ancestral que las tenía confinadas y subordinadas a los vaivenes de sus parejas. Y al mismo tiempo, la apertura de posibilidades distintas gracias al apoyo de una legislación ambiental ejemplar en el mundo pues Costa Rica es considerado uno de los 20 países con mayor biodiversidad del mundo y su sistema de áreas de conservación protege el 26% de todo el territorio nacional y apoya iniciativas comunitarias o privadas de protección ambiental, como la suya. También organizaciones como el Instituto Nacional de las Mujeres (INAMU), el Fundecoop (de apoyo a las cooperativas), el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), entre otras, estimulan los esfuerzos productivos de las mujeres del campo y les han brindado talleres y cursos para levantar su autoestima.

En la cálida isla de Chira las mujeres de una comunidad pobre, no más de 3.000 habitantes, que apenas subsistía de la pesca, se organizaron en la Asociación Ecoturística Damas de Chira hace nueve años y ahora viven de su albergue turístico sostenible.

Llegar hasta allá procura un viaje a la Costa Rica profunda revelada a los visitantes precisamente merced a un tipo de turismo, el rural comunitario no estandarizado, al que apoya la Asociación Comunitaria Conservacionista de Turismo Alternativo Rural (ACTUAR), bajo la dirección de una joven mujer sensible y visionaria, Kyra Cruz. Ella nos facilitó el acceso a esta experiencia única y valga entonces el reconocimiento.

Paréntesis con mariposas errantes en Costa de Pájaros

Dos horas y media en moto por carretera desde la capital costarricense hasta llegar a Costa de Pájaros, pueblo mendigo de la misericordia de los peces del mar; las aves marinas y los muchachos jóvenes sin empleo vagan por el playón donde abordaremos el bote para la isla de Chira. Antes de llegar hasta allá, visitamos la estancia de la Asociación de Mujeres Activas y Progresivas de Costa de Pájaros: consiste su proyecto en un digno mariposario y un modesto restaurante para los turistas que van camino a Chira. Se trata de mujeres que luchan denodadamemente por evitar el acabóse de un pueblo devastado por la migración y la miseria.

Mientras el pescado que generosamente nos ofrecen se fríe en la sartén, tres abuelas de piel curtida, Fidelina, María y Marcelina cuentan sus afanes. “Aquí no hay trabajo, solo la pesca, que ahora escasea tanto, por eso las mujeres decidimos hacer una asociación, necesitábamos hacer dinero. Ahorita estamos trabajando sin ganar nada, no nos vienen grupos, es que tuvimos que cambiar el mariposario de lugar porque al otro lo desarmaron los ventoleros y la sequía; tenemos la sodita, cuando vienen grupos se les da comida. Vivimos a lo que Dios quiera para darle el sustento a nuestras familias”.

Empezaron el proyecto en 1999 y nos muestran orgullosas la variedad de mariposas y el jardín multicolor que se ha formado donde estuvo el mariposario inaugural. Con primor Fidelina extiende sus manos toscas para enseñarnos las hojitas como encaje de una planta devorada por completo por larvas de mariposa y unas grandes hojas de plátano que otra especie de gusanos engulle sin compasión, así que las mujeres les deben traer más.

Aquí la belleza se traga todo porque sobra sol, falta el agua y estas son mujeres que crían solas a sus hijos y nietos. Como suele suceder con los hombres de la costa, “estos hicieron su vida por su lado”. Vale la pena lo efimero: “Veintidós días duran estas mariposas color café con azul…”, señala Fidelina. Y andan por la libre, como sus propios hijos e hijas que por necesidad emigraron de allí: hay más mariposas por el jardín que encerradas en el mariposario. Una cabaña que limpian constantemente es el centro de visitantes, pero más la utilizan para cursos de costura o para los estudiantes del colegio de la comunidad: “Si Dios quiere vamos a hacer un albergue y cabañitas para el que quiera pasar una nochecita; nos lo piden mucho”.

Al comienzo, para llevar a cabo su idea alquilaban el terreno. “Andábamos de lote en lote que nos prestaban. Apenas lo dejábamos lindo y bien arregladito nos echaban. Hasta que nos ganamos un premio y entre todas las mujeres poníamos 1.000 colones (2 dólares) y con donaciones que nos daban, en aquel entonces era barato (1999), compramos este terreno…”

Más calladas y trasegando ollas, las otras dos abuelas nos sirven el almuerzo en una coqueta vajilla con forma de pez sobre una mesa sencilla con mantel a cuadros y una maceta con una plantita al lado. “Ve este girasol de monte, se ve bonito… Antes teníamos plantas medicinales pero con el verano tan fuerte no, qué va… No es lo mismo regar con lluvia que con agua del tubo que tiene mucho cloro…”

Nos despedimos de las mujeres activas y progresivas de Costa de Pájaros, que al pie del muellecito hacia Chira intentan recibir algo del auge de esta isla. Vamos a abordar el lanchón para 25 personas que recorre en 40 minutos el iridiscente golfo de Nicoya para llegar a la isla de Chira, la más grande de las diseminadas en esa lengua redonda de mar, metida entre las provincias de Guanacaste y Puntarenas.

Una trenza de mujeres alrededor de una isla

Chira es una isla virgen de megaproyectos turísticos pues no ha sido invadida por construcciones depredadoras ni corrupciones comerciales del paisaje, como las que ahora abundan en los contornos de Guanacaste y el Pacífico Sur de Costa Rica; Chira se mantiene como un santuario natural y comunal habitado por familias de pescadores dentro de una naturaleza espectacular. Representa un milagro conjurado por mujeres originarias de la isla, del cual aquí damos testimonio reverencial.

La etnia originaria de sus habitantes es indígena, de la rama chorotega. Una muchacha que acusa esos rasgos nos recibe al pie de la lancha con amplia sonrisa para subirnos a un autobús que hace paradas en todas las esquinas polvorientas de un camino, más apto para bicicletas, así que se ven muchas de estas y pocos automóviles.

El bus avanza lento deteniéndose para complacer a cada vecino, aquí no hay mansiones ni hoteles ni tan siquiera cabinas de alquiler, solo las casas de madera o ladrillos de los lugareños y alguna que otra pulpería (ventas de comida y otros) o bar.

El transporte nos deja por fin a las puertas de un sendero con bosque. Es un bello terreno de tres hectáreas que un lugareño joven le vendió barato a la Asociación Ecoturística Damas de Chira porque él, y eso que no era miope, “no le veía nada interesante”.

“Por esta finca pasaba el antiguo camino de Chira porque había un pozo y en aquel entonces solo vivían tres familias en toda la isla”, nos explica la muchacha mientras avanzamos por el sinuoso sendero.

Aquí los jóvenes isleños participan como guías alertas y enterados de las vicisitudes de su isla y así con verbo sonoro y entusiasta nos acompañarán luego a subir una montaña para observar desde la altura el amanecer en el mar o nos llevarán en bicicleta hasta un manglar para extasiarnos del rosa y naranja del atardecer en una pequeña ensenada entre juncos y pájaros marinos.

Pero devolvámonos a nuestra llegada: en el claro de aquel bosque silencioso despreciado por su antiguo dueño, tres sólidas cabañas se alzan ahora cómodas y prósperas, abriéndose cada una en seis habitaciones con baño. El bosque procura una burbuja de paz a su alrededor. Sobra decir que el antiguo propietario ahora se meza los cabellos.

La primera de las chozas fue construida por las mismas mujeres casi sin apoyo de sus familias. Fue un experimento exitoso dado que en la isla no había un solo lugar donde hospedarse. Luego ellas consiguieron ayuda de organismos internacionales y se equipó la cocina para un servicio de restaurante casero. “Al comienzo solo se invertía, no se ganaba… A los seis meses ya ganaban 500 colones cada una (un dólar, lo suficiente para comprar una bolsa de arroz)”, nos cuenta la joven guía. Hoy en cambio, todas logran mantener a sus familias a partir de éste, su negocio colectivo.

La Asociación Ecoturística Damas de Chira se fundó en el año 2.000. Las primeras reuniones las hicieron debajo de un árbol media docena de mujeres isleñas lideradas por Isabel Cruz, quien era bien conocida y apreciada en la comunidad pues se ocupaba de sacar a los enfermos de la isla para llevarlos al hospital en tierra firme, Puntarenas.

Todas querían trabajar, buscar cómo sostener a sus familias, salir del aislamiento, vocablo cruelmente literal en ese contexto insular. Pensaron en una asociación para hacer pan, pero ya había una, después en una de pescadoras, pero ya existía; en otra de cría de pollos e igual les pasó, y fue entonces cuando se les ocurrió poner una habitación para atender a visitantes de la isla. “De la isla nosotros solo salíamos para eso, para el hospital, o para mandados en Puntarenas. Decidimos entonces por qué no hacer que la gente de afuera nos visitara…”.

Se enfocaron así en el negocio del turismo y buscaron cómo formar una asociación de turismo sostenible y ecológico; se informaron, recibieron talleres, cursos, capacitaciones. Se ganaron un premio de la Ford Motor Cía por su deseo de proteger el bosque y con ese dinero compraron el terreno, aquel hermoso pedazo despreciado por otro lugareño.

Este es un país con una fuerte cultura organizativa y así muchos grupos locales se han ido integrando a este tipo de actividad, que se caracteriza por conjugar las riquezas naturales y la vida cotidiana de la comunidad rural como principales atractivos para una oferta turística distinta. En los últimos años han surgido a lo largo y ancho de Costa Rica varias decenas de iniciativas de turismo rural comunitario como alternativa económica en las áreas rurales que ha favorecido especialmente a mujeres y jóvenes. La experiencia para los visitantes preserva las peculiaridades, rusticidad y y el ambiente acogedor y familiar de la ruralidad costarricense. Al sustentarse en la gestión y participación local, integra a la población, distribuye equitativamente los beneficios y complementa los ingresos de las familias rurales; al mismo tiempo promueve la tenencia de la tierra por parte de los pobladores locales. Sin embargo, como es una tendencia relativamente reciente, ha sido difícil lograr un apoyo decidido y visionario por parte de las autoridades gubernamentales, como el Ministerio de Turismo, más enfocado hacia los grandes desarrollos hoteleros, y por eso aún no se cuenta con datos económicos de los resultados. No obstante, merced a actividades creativas de proyección y a una red de tour-operadores sensibles, como la mencionada ACTUAR, se va abriendo surco y el de las Damas de Chira es un rotundo ejemplo.

Pequeña tromba de poder femenino

Con un pañuelo blanco atado en la cabeza, limpiándose las manos en el delantal, los ojos vivaces de Lilliana Martínez, una de las Damas de Chira, se iluminan de convicción para contarnos las peripecias de su lucha. “Lo que más nos costó fue romper con ese machismo… Se manifestó totalmente con no apoyar, era terrible, no teníamos recursos y necesitábamos apoyo de las familias. El esposo decía que la libertad de poder trabajar era desobediencia. Dos opciones, nos decía, o coge la libertad o pierde la familia. Seguimos con mucha perseverancia para que la familia entendiera que estábamos buscando el bienestar de todos con valor y decisión y al ver el resultado, la comunidad integrada al proyecto con toda visión”.Su mirada oscura es determinada y brillante, mueve su cuerpo redondo con energía, se apresura con los platos de la cocina al comedor y oírla hablar segura de sí misma es un regalo. Lilliana viene de hacer las compras de víveres en la costa para atender las actividades del albergue.

Su esposo se integró al trabajo hace cinco años pero en los primeros tres años ellas trabajaron solas. Ahora él es un manso colaborador que ayuda en el proyecto turístico llevando en su bote a los visitantes a un tour por el manglar donde vimos cocodrilos sesteando perezosos sobre el playón y llegamos a una pequeña y paradisiaca isleta de las aves; la cual se recorre, como un planeta de El Principito, en tres zancadas.

Los maridos olvidaron su furia

Es difícil creer, al ver al hombre diligente laborando en los servicios turísticos del albergue, que no siempre fue así; como los otros cónyuges, al comienzo de esta idea de las mujeres él estaba furioso y en contra de los esfuerzos de ellas. Así que su mansedumbre actual y su espíritu colaborador es una verdadera conquista de Lilliana y sus compañeras. En la actualidad, los maridos están integrados a la asociación de pescadores y trabajan en coordinación y en esfuerzo conjunto con las mujeres.

El empaque generoso de princesa chorotega de Lilliana revolotea por el albergue organizando el trabajo de menaje, cocina y atención a los turistas. Ella misma acarrea viandas típicas de la región para los comensale: “Se trataba de que no íbamos a perder la isla porque ya no se podía vivir de la pesca… Con el funcionamiento del albergue las familias vieron que había oportunidad de trabajo para todos, se beneficiaban todos: los productores de la zona, los pescadores que hacen tours de pesca y venden el producto de la pesca; fuimos ejemplo para otras porque se organizaron grupos de artesanas y de mujeres piangüeras (que pescan pianguas, una especie de ostra)”.

Ellas no aflojaron nunca y ahora manejan una pequeña industria turística con destreza: una cadena que involucra a pescadores, agricultores, choferes, artesanos de la isla y al grupo de mujeres y sus hijas que son cocineras, mucamas, guías.
“Hemos aprendido sin maestros. Hemos aprendido mucho también de los visitantes que nos dicen ‘sería mejor de esta o de esta otra forma…’. De todo hemos visto en estos ocho años… Hemos tenido que repetir muchas veces…”, dice Liliana.

Y continúa: “Nos decían hombrunas, se burlaban diciendo ‘cómo van a ser carpinteras’. Si nos hubiéramos sentado y nos lo creíamos, no hubiéramos hecho nada. Para nosotras es una satisfacción ver a las mujeres participando en las Juntas de Desarrollo de las escuelas; ahora si necesitan hacer una carta o un trámite vienen donde nosotras las mujeres. Se ha venido generando cómo cuidar la isla, se ha concientizado mucho de cómo aprovechar los recursos. Por ejemplo, aquí en el albergue cocinamos también con cocinas solares, y nueve familias más de la isla lo hacen. Todo se va extendiendo por ser la misma comunidad la que desarrolla el proyecto hotelero. Toda la vida hemos estado aquí y la lucha es a través del proyecto”.

Un orgullo de poder femenino se levanta desde su pequeña estatura morena: “Queríamos explotar las habilidades que tenemos; era que no nos daban la oportunidad o era que teníamos problemas de autoestima que nos afectaban. Intentamos las cosas sin saber, solo experimentamos. Nos dimos cuenta que podemos cuidar la isla, siempre buscando la integración de la comunidad, a diferencia de los grandes hoteles… Chira es una sola familia y hacemos que todos se beneficien, desde un niño que sirve de guía para alguien que viene buscando el albergue”.

La conciencia ecológica del grupo de mujeres permea a toda la isla y a sus habitantes. Es como si sus ancestros indígenas enviaran el mensaje de preservación por medio de estas mujeres telúricas: “Queremos conservar la isla, de aquí para adelante es conservar el lugar, hacer las cosas con mucha responsabilidad, las cosas con medida, y no que se nos llene la isla. No queremos cortar el bosque sino seguir viviendo en la isla con seguridad, no que venga un montón de gente y vivir entre rejas y candados. Toda la comunidad se apresta para cuidar, los lancheros saben quién viene, así evitamos que alguien venga a hacer daño a la isla”.

El albergue tiene mayor movimiento los fines de semana pues entran de 15 a 20 personas y asegura Lilliana que lo que más atrae a los visitantes es conocer la historias de estas mujeres.

Ella es enfática al negarse a una idea que insistentemente les sugieren: ampliar el albergue, construir más cabañas. “No vamos a botar más bosque, así está bien… No queremos hacernos ricos, solo queremos que nuestras familias vivan bien, en paz y en la isla”.

Las metas de ellas atraviesan el horizonte del mar, llegan a tierra firme y siguen hasta la capital, San José, para alcanzar el Congreso: “Queremos cambiar la Constitución, pedir que las islas sean patrimonio nacional inalienable… Queremos demostrar que las islas las estamos conservando de forma responsable y que se nos apoye”, concluye con devoción esta valiente princesa chorotega.El suelo bajo las huellas atareadas de Lilliana no se mueve, la tierra pemanece firme en Chira como el alma de sus Damas mientras otros remezones sacuden al país aledaño.

El mar lame sus costas como una mascota dócil y el viento travieso despeina montañas y manglares, sabedores de que esta isla de paz en usufructo de sus moradores lo es por la odisea de sus señoras.


Por Aurelia Valentina Dobles
Artemisa Noticias

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