El orgullo de la víctima
Natalia Ginzburg fue una de las escritoras italianas más importantes del siglo XX. Su vida dramática, la persecución nazi y el reconocimiento final no alteraron la delicadeza de sus historias íntimas y despojadas.
(RIMA/La Nación) Entre las figuras más importantes de la literatura italiana del siglo XX hay dos grandes escritoras poco conocidas entre nosotros: Elsa Morante y Natalia Ginzburg. Nacieron durante la Primera Guerra Mundial, crecieron en la atmósfera asfixiante del fascismo y sufrieron el drama de las leyes raciales: eran judíos la madre de la Morante, el padre de la Ginzburg, y los hombres, importantísimos, con quien cada una se casó. Pero si Elsa Morante fue, hasta el final de su vida, un personaje romántico, seguidora de los \\"poetas malditos\\", desgarrada por ese tempestuoso matrimonio con Alberto Moravia y, después de la separación, por una soledad que la llevaba a todo tipo de excesos y extravíos; Ginzburg, en cambio, se presentó siempre como un ser a la vez frágil y fiero en la defensa de su intimidad, parca respecto del valor de sus escritos y, al mismo tiempo, casi orgullosa de sus limitaciones y de su incapacidad para comprender el mundo.
Las novelas de Elsa Morante aspiran a ser vastos y tumultuosos frescos de la sociedad italiana, cruzados por el huracán de la Pasión y de la Historia. Las breves novelas de Natalia Ginzburg, delicadas historias íntimas de gente común, cuentan hechos tan cotidianos que el lector nunca puede recordar de ellas más que la atmósfera de arrasadora e invariable tristeza; y, mucho más lentamente que las obras de Elsa, fueron ganando un público devoto que, para usar una de sus metáforas más queridas, reconoce en cada uno de sus títulos las secretas y entrañables palabras de un \"léxico familiar\".
Natalia Ginzburg nació en Palermo, Sicilia, hija menor de un biólogo eminente que pronto debió trasladarse a Turín. De origen aristocrático e ideas socialistas, el padre -hoy uno de los grandes personajes de la literatura italiana- era un hombre atrabiliario, decidido a educar a sus hijos bajo unas leyes tan sólidas como su fe en la Ciencia y el Progreso, y, en las vacaciones, bajo un minucioso programa de expediciones y ejercicios de montañismo que resultaban \"desopilantes a todo aquel que no tuviera la desgracia de sufrirlo\".
En las antípodas de este carácter obsesivo, que lo hacía levantarse varias veces por noche para controlar el progreso del yogurth -\"la más sana de las comidas\"- y dictaminar que ningún hijo suyo iría a la escuela pública por temor a los contagios, la madre aparece como un ser entrañable y risueño que aprovechaba las ausencias del marido para contar historias, leer poesía e improvisar zarzuelas. Durante la adolescencia nacieron las primeras ficciones de Natalia Ginzburg.
Una ausencia, el cuento que publicó a los diecisiete años y que abre sus Obras Completas, no sólo asombra por la seguridad de la voz narradora, una seguridad que no es meramente la de un gran talento, sino la de un talento naturalmente enclavado en una encrucijada cultural e histórica. Con sorprendente clarividencia, la jovencísima Ginzburg lleva a cabo todo lo que muchos años después proclamarían, por ejemplo, Elio Vittorini o Goffredo Parise: el rechazo de la \"prosa de arte\", de la construcción de tramas y de todo artificio narrativo o retórico, en favor de una parca, despojada y aparentemente errática \"imitación de la vida\". \"Chéjov era mi Dios\", escribiría en Mi oficio (1949), y se enternecería recordando cómo lamentaba que bajo su ventana no corriera la Perspectiva Nevsky sino una de esas simples calles turinesas que, antes de Pavese, parecían reacias a toda poesía. Pero aquella preferencia literaria parece explicar mejor que, hacia los diecisiete años, Natalia se enamorara de Leone Ginzburg, un intelectual ruso de una bondad, una humildad y una heroicidad chejovianas, con quien Natalia se casó poco después, tuvo sus dos primeros hijos, y marchó a un largo confinamiento en Pizzoli, el pueblo los Abruzzos que, para mal y para bien, le mostró la cara del mundo que se derrumbaba más allá de los muros de la casa familiar.
Fue en Pizzoli, mientras veía pasar mujeres enlutadas y sin dientes y a una diminuta anciana judía que alzaba continuamente al cielo sus brazos enguantados, donde la Ginzburg escribió su primera novela, La calle que va a la ciudad (1941), el simple itinerario de una muchacha del pueblo y su familia, miradas como un naturalista mira una colmena: tomando respetuosamente notas sobre sus acciones y sus palabras, dudando de las propias percepciones y sin aventurar hipótesis ni interpretaciones finales.
Publicada con seudónimo para sortear las prohibiciones, la novela pasó casi desapercibida en medio de los avatares del final de la guerra, particularmente fatal para la propia Ginzburg: aunque ante el avance alemán la gente de Pizzoli la ayudó a escapar en un camión a Roma, donde consiguió ocultarse con sus hijos en un convento de monjas ursulinas, Leone Ginzburg cayó preso de los nazis y murió bajo torturas en la cárcel de Regina Coeli.
Las huellas de esta tragedia casi nunca se describen en las obras de Natalia Ginzburg: apenas hay un poema escrito el mismo día de la liberación –el único, por lo demás, que ella publicó nunca- en que Natalia todavía habla a Leone y le cuenta su dolor, como si quisiera traerlo al mundo de los vivos y, a la vez, apartarlo de la obscenidad de los festejos. Pero hasta el fin de sus días, sus gestos y sus actitudes, sus ideas y hasta la propia respiración de sus textos tendrán, inequívocamente, esa parca virulencia de las víctimas; esa voluntad indeclinable de recordar su herida como una prueba, o más aún: como dato capaz de cuestionar, de contrastar, todas las ideologías. No para abolirlas, como le hubiera gustado a ciertos posmodernos, sino para dotar a la política, teórica y práctica, del imprescindible referente del dolor humano.
Corre el año 1946. Después de un turbulento período en Roma en que intenta nuevos trabajos, nace su tercer hijo, de padre desconocido, y muy probablemente intenta suicidarse, Natalia Ginzburg entra a formar parte junto a Cesare Pavese e Italo Calvino de uno de los equipos más extraordinarios de la historia editorial: el comité de lectura de la Editorial Einaudi. Al tiempo que publica, casi secretamente, otras tres novelas breves, la Ginzburg editora protagoniza dos anécdotas legendarias: rechaza Si esto es un hombre, de Primo Levi, testimonio que habría juzgado de altísimo valor pero de \"publicación inoportuna\"; y lee apasionadamente, en un manuscrito cruzado de infinitas correcciones rojas (y mientras la ignota autora la llama una y otra vez por teléfono, \"hirviente de urticaria y de correcciones nuevas\"), el primer libro de Elsa Morante, Menzogna e Sortilegio, \"una de las más grandes pruebas de talento de la literatura universal que haya tenido bajo los ojos\", según el mismo György Lukács. Poco después del suicidio de Pavese en 1950, sobre el que escribe uno de los \"retratos de amigo\" más austeros y conmovedores que se conozcan, la Ginzburg se casa por segunda vez y marcha a instalarse en Londres, donde el flamante marido ha sido nombrado director de la Dante Alighieri y donde, \"casi por acaso\", realiza varios aprendizajes fundamentales.
Natalia Ginzburg, que siempre detestó viajar y nunca estuvo tan lejos de su familia, se siente deprimida y quizás agotada. Pero diariamente, en el camino al cineclub que -tímida, enemiga de todo viaje e incapaz de orientarse en la ciudad extraña- constituía su \"única distracción\", empezó a cruzarse con una anciana viril y diminuta de quien los vecinos murmuraban que era lesbiana, excéntrica y una escritora ilegible, y que se llamaba Ivy Compton-Burnett. Y un poco por solidaridad \"con el otro bicho raro del barrio\" y otro poco por comodidad (los numerosísimos libros de la vecina, en efecto, atestaban las mesas de saldos), comenzó a leerla con indeclinable fastidio pero creciente avidez, hasta que comprendió que estaba en presencia de uno de los grandes genios de la literatura del siglo XX. Eran novelas escritas casi exclusivamente en forma de diálogo, un diálogo acartonado y banal, es cierto, pero sumamente violento, por el mismo hecho de que nunca se hablaba de lo que verdaderamente motorizaba las réplicas: el odio, el egoísmo y el hartazgo de una lucha feroz, secreta y silenciosa, que revelaba el infierno debajo del aparente paraíso familiar y \"hacía gritar los silencios\". Siguiendo este método de la \"subconversación\" -como lo llamaría Nathalie Sarraute más de diez años después-, la Ginzburg escribió una maravillosa nouvelle de transición, Las voces de la tarde (1961), e inició una actividad de dramaturga que, durante muchos años, sería su única actividad puramente literaria; un proyecto muy polémico debido a su anacrónica premisa: \"el teatro es palabra”. Con todo, el aprendizaje más profundo del período inglés de Natalia Ginzburg se refleja en Léxico familiar (1963), esa distanciada crónica de la historia familiar, historia a que las novelas anteriores se referían metafórica e incompletamente; esa especie de \"cantar de gesta en tono menor\" que, por su originalidad formal, hace un modernísimo planteo sobre el papel del \"relato familiar\", en fin, de la memoria, en la conformación de nuestro imaginario y en la concepción de la propia identidad. Quizá porque toda tragedia es la misma, pero exige decirse siempre de un modo renovado, la repercusión de Léxico familiar fue tan masiva entre la nueva generación de italianos que al fin logró concitar la atención de la crítica sobre sus obras anteriores y le abrió las puertas de los diarios, donde hasta el final de sus días publicaría periódicamente columnas sobre los temas más diversos, siempre en su mismo estilo, aparentemente distraído y errático, secretamente provocativo.
La imagen reflejada en esas crónicas, la de una mujer sola que con su habitual impiedad se proclama \"vieja\" y se levanta al alba para escribir, en una hoja pequeña dividida en cuatro, sobre una mecedora y sobre sus rodillas, una larga carta a Italia que todavía duerme, parece cifrar una decisión de alejamiento de una época con la que no concuerda; un retiro, en fin, tan coherente con su pasado que cada salida adquiere la contundencia de una demostración o un gesto ideológico.
A principios de los ochenta comienza a asistir, por ejemplo, a los últimos días de sus compañeros, a quienes halla también invariablemente fieles a sí mismos: la Morante, en un hospicio; Italo Calvino, en su lecho de muerte, creyendo ver vizcondes demediados, figuras de tarot, ciudades invisibles; Sciascia, a cuyo entierro asiste como homenaje a una conducta política. Y un día, casi a principios de los noventa, cuando ya declara que ha escrito todo lo que tenía que escribir, hace una última salida imprevista de la que en vano intentan disuadirla sus hijos, escandalizados, y sus nietos: quiere postularse a diputada por un grupo de independientes de izquierda, cargo que gana por arrasadora cantidad de votos. \"Es cierto, sí, que no entiendo nada de política, y que me aburro mucho en la Cámara, y que me hago mucha mala sangre\", diría, en una entrevista de 1991, poco antes de que el cáncer la recluyera definitivamente en su casa, \"pero también es cierto que de tanto en tanto me despierto y aprendo cosas interesantísimas, y siento que es importante decir lo poco que yo sé, de la vida y la poesía\".
Lo poco que sabemos, lo poco que podemos saber: era la gran lección que había dado en cada página de su escritura (\"¡una cuestión privada, ¿me entiendes? Estrictamente libre y privada, la escritura!\") y que ahora pretendía defender desde la arena política, como arma contra la invariable omnipotencia de los discursos electoralistas. Ese misterio último que late detrás de nuestros pequeños actos y nuestras palabras frágiles; ese silencio que es preciso respetar, no como quien adora un dios y se erige en su profeta, sino como única vía de acceso a la solidaridad y a la poesía, en la incesante tragedia de la colmena humana.
Por Leopoldo Brizuela
Foto: Arcade Publishing Web
Fuente: Red Informativa de Mujeres de Argentina (Rima) y La Nación; Mujeres Hoy