EL LUGAR DEL HOMBRE
La filósofa Beatriz Preciado desnuda en su texto finalista del Premio Anagrama de Ensayo de este año cómo el imaginario propuesto y comprado masivamente por la revista Playboy –llegó a vender siete millones de ejemplares– y su creador Hugh Hefner impregnaron también la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX inventando un lugar para hombres solteros o divorciados en el que podían convivir el trabajo con las técnicas de masturbación, el voyeurismo y la nueva domesticidad. En Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la Guerra Fría, Preciado analiza las razones de esta influencia que se puede rastrear ahora mismo en la era de la comunicación.
Hugh Hefner casi no usó en sus ochenta y cuatro años vividos –los cumplió el pasado 9 de abril– otra ropa que no sea un pijama y otro calzado que no sean unas pantuflas. Es que Hef sigue siendo un hombre muy de su casa, muy de quedarse adentro. Si la memoria falsa de sus biógrafos no miente demasiado quizás sea cierto que estuvo más de cuarenta años sin salir de su hogar salvo en ocasiones excepcionales y únicamente a bordo de su jet privado, Big Bunny –un DC9 equipado con pista de baile, cama elíptica y termas romanas–. Es que Hef apenas abre la puerta de su casa para salir hasta el parque que envuelve a su mansión para que algún fotógrafo lo retrate posando entre sus emblemáticas conejitas, con un cigarro y haciendo gala de su invento. Ese eterno Hefner de bata de seda cruzada fue el mismo que en una noche de insomnio se le apareció –a través de la pantalla del televisor– a Beatriz Preciado. En aquel programa Hefner no hablaba de la revista para adultos más influyente del mundo, de desnudos ni de sexo, no, nada de eso, en aquel programa Hefner hablaba de la importancia de la arquitectura en el imperio que él mismo había creado en 1953. Nociones de “domesticidad”, liberación parcial” o “ático de soltero” hicieron que Playboy se convirtiera para Preciado en un laboratorio crítico y en su investigación doctoral de Teoría de la Arquitectura en la Universidad de Princeton. Desde aquella noche, una nueva Playboy se desplegaba para la filósofa española, una Playboy que había generado un discurso inédito sobre el género, la sexualidad, la pornografía y el espacio público durante la Guerra Fría. Siguiendo este análisis, Preciado explica ahora en un libro las razones que hicieron que Playboy formara parte del imaginario arquitectónico de la segunda mitad del siglo XX y se convirtiera en la primera pornotopía de la era de la comunicación de masas.
La mansión Playboy (que en los años cincuenta había hecho más por la arquitectura que la revista Home and Garden) funcionaba como una singular heterotopía (según la definición de Foucault, un lugar real en el que se yuxtaponen diferentes espacios incompatibles), una heterotopía sexual, un auténtico dispositivo pornográfico multimedia, capaz de reunir en un solo edificio (“gracias a una cuidada distribución vertical y horizontal y a la multiplicación de dispositivos de tecnificación de la mirada y de registro y difusión mediática de la información”), espacios tradicionalmente incompatibles: el departamento de soltero, la oficina desde donde se ideaba la revista (varias fotos publicadas en este libro dan cuenta de esos espacios), el estudio de televisión, el decorado cinematográfico, el centro de vigilancia audiovisual, la residencia de las conejitas y el burdel.
Un mundo dentro de otro mundo. Afuera, los prejuicios, los moralistas, los peligros nucleares (propios de la Guerra Fría); adentro, una gruta tropical, un salón de juegos subterráneos desde donde los invitados podían ver a las Bunnies desnudas nadando en una pileta a través de un muro de cristal. Era el nuevo hogar de un hombre casado (Hefner se casó varias veces) que vivía rodeado de mujeres (más de treinta), todas candidatas a convertirse en playmates y listas para posar desnudas ante los ojos de toda América. La mansión Playboy era no sólo el bunker del heterosexual soltero, era el club, el jet privado, el castillo de los pasadizos secretos, el oasis urbano.
Si la figura del playboy era la figura masculina central en este escenario posdoméstico, su compañera, la playmate, era una figurita nueva, una glamorosa y especial agente anónima capaz de resexualizar la cotidianidad. Hefner llamó “el efecto de la chica de al lado” a esa nueva compañía: “En realidad estamos rodeados de playmates potenciales: la nueva secretaria de la oficina, la bella con ojos de conejita que ayer se sentó a comer justo enfrente, la encargada de la tienda favorita donde compramos nuestras camisas y corbatas”.
Analiza Preciado: la transformación de secretaria y amante en “chica del mes” era en la “economía farmacopornográfica de posguerra lo que el automóvil había sido para el fordismo: el producto serial de un proceso de producción de capital”. Queda claro que la playmate no era una mujer cualquiera con la que nos encontrábamos al doblar la esquina, sino que era el resultado de una serie de precisas estrategias de representación visual. Las fotografías de playmates eran más que una huella conmemorativa, eran una especie de muestrario de embajadoras, de sustitutos del yo anónimo capaces de representar una extensión del poder y de influir en el comportamiento y en el juicio de los otros por tener un único talento: ser fotogénicas.
Para los hombres heterosexuales de los años cincuenta, la timidez era un principio esencial en las populares pinup. Esas rubias explosivas asediadas por los nuevos juguetes de la clase media: las piscinas multiformes y los divanes debían posar tan deliberadamente incómodas como para sugerir que su verdadero talento se encontraba en la cama, ¡redonda!, grita Hugh Marston Hefner desde el otro cuarto seis metros más arriba y en paralelo con un balcón falso. Panópticos deliberados y estridentes que supieron conseguir algunos solteros playboy y que otros buscaban desesperados en las páginas de la revista.
El hombre que seguía a Hefner había ganado un lugar de sofisticación lejos de los matorrales y de los ríos a los que los tenían acostumbrados las revistas masculinas, ese hombre había ganado un espacio de domesticidad, pero no de domesticidad suburbana, tradicionalmente femenino sino de uno radicalmente opuesto. Un espacio que se sentía muy cómodo dentro de un discurso masculino adolescente, heterosexual y consumista, y que se mantenía a estratégica distancia de “la estricta moral sexual de la casa suburbana y sus distinciones de género, y de la defensa feminista de la expansión de las mujeres al espacio público”.
El norteamericano soltero (o divorciado) tenía ahora, en sus decoradas cuatro paredes, el nuevo sueño americano: las técnicas de masturbación y también los colores y los diseños de las fórmicas para las mesadas.
La arquitectura es el arte inevitable del que no podemos escapar; está encima nuestro, por debajo y rodeándonos durante casi toda nuestra vida. Como escribió Alvar Aalto: “Hablar de arquitectura de la sustancia es algo más que hablar de un benevolente paraguas protector; cuando es buena, actúa benéficamente sobre nosotros, haciéndonos más humanos; es más que un cobijo, que un objeto para la especulación, que un envoltorio conveniente o un capricho. Es la crónica edificada de cómo hemos ordenado nuestras prioridades culturales, quiénes y qué somos y en qué creemos. Es nuestro testamento en piedra”.
En 1962, mientras Hefner se sacaba una foto al lado de la maqueta de lo que sería el Club Hotel Playboy de Los Angeles, atildado, esta vez de riguroso traje y corbata, como si fuera el arquitecto y utilizando su pipa para señalar los aciertos del diseño como si se tratara del lápiz con el que dibujó los primeros bocetos, Sigfried Giedion, quizás el historiador de la arquitectura más influyente de mediados del siglo XX, ya hablaba de “Arquitectura Playboy”.
Evidentemente, el testamento de piedra de Hefner estaba en acelerada construcción; ya había logrado la transformación del porno en cultura de masas, el primer número de la revista con Marilyn Monroe desnuda a todo color en legal edición pornográfica mirando a la cámara, recostada sobre un terciopelo rojo y dejando que sólo se viera uno de sus pechos vendió 54.000 ejemplares, las cifras pronto subieron a 250.000 –a fines de los años setenta ya contaba con siete millones de lectores– y ahora iba, en ataque frontal, por las tradiciones entre género, sexo y arquitectura.
La transgresión de Playboy no se limitaba a la exhibición de los cuerpos desnudos, sino al intento de borrar o al menos de modificar la frontera política que separaba los espacios públicos y los privados. El striptease no sólo lo hacían las conejitas sino también los interiores de la casa, vírgenes en el certamen de los primeros planos.
Muchos fueron los arquitectos que por aquellos años se sumaron al furor Playboy tirando abajo paredes y construyendo en su lugar delatores paneles de cristal, alabados cómplices de esta nueva domesticidad.
“Queremos dejar bien claro desde el comienzo que no somos una revista para la familia. Si es usted la hermana de alguien, o su esposa o suegra, le rogamos que nos ponga en manos del hombre de su vida y vuelva a la lectura de Ladies Home Companion”, firmaba Hefner en su editorial del mes de noviembre de 1953.
En la nueva casa Playboy el seductor veía lo que antes quería espiar y eliminaba (como si se corriera una mampara) a una mujer por otra: “El lavavajillas es práctico porque no hace ruido, pero también porque borra el rastro del carmín en los vasos de la noche anterior”. El teatro de la masculinidad dictada por Hefner inauguraba altillos y los lectores devotos y obedientes mandaban miles de cartas preguntando dónde podían comprar los objetos y los pisos que aparecían desplegados en la revista, sí desplegados, como el cuerpo más esculturalmente deseado y como lo fue la afamada cama redonda de Hefner, la cama que nunca duerme.
Escribe Beatriz Preciado: “Tom Wolfe describe la habitación de la cama Playboy como una plataforma suspendida fuera del tiempo y el espacio: ‘No hay luz del día. En la cápsula hermética, Hefner pierde totalmente el sentido del tiempo o de la estación del año (...) Un amigo le sugirió darle un paquete de siete pijamas con el nombre del día bordado al revés de modo que pudiera verlo mirándose al espejo mientras se afeita para ver qué día de la semana es’. La cama giratoria del señor Hef funciona durante la Guerra Fría como nueva celda multimedia, que descartaba cualquier idea tradicional de pasividad y actividad, de sueño y vigilia, de trabajo y descanso. Escribe Preciado: la cama ultraconectada de Playboy gira sobre sí misma porque ya no necesita moverse de lugar para ser nómada. Playboy inventa con la cama giratoria el nomadismo mediático, que habría de convertirse después en una de las características del consumo del espacio en el siglo XXI. De ahí que el mundo de la información se mueve con la cama”.
Desde aquella primera idea de llamar a su revista Stag Party Magazine (literalmente fiesta de ciervos), como representación del hombre que consume en soledad o con amigos y cervezas los Stags Films, las primeras películas porno norteamericanas, y utilizando la iconografía de la bata en un animal salvaje –el primer diseño hecho por Arv Miller era un ciervo con bata y fumando pipa– hasta la definitiva, la del simbólico conejo (“un animal infantil y sin compromiso dedicado a cazar hembras sin salir de su casa”) en blanco y negro, diseñando por Art Paul en 1956, Hefner continuó dando cátedra de divertimento masculino entre los adolescentes (fervientes consumidores de la revista) hasta que en 1962 y ante una moral heterosexualidad monógama se sintió obligado a declarar: “Votamos por una sexualidad heterosexual hasta que se presente algo mejor”. No hay que olvidarse que en su revista, Hefner hablaba de una heterosexualidad sana, que se oponía tanto a la práctica reprimida y culposa del matrimonio monógamo como al de la homosexualidad, escribe Preciado: “El voyeur sólo podía ser masculino, el objeto de placer visual, sólo podía ser femenino”.
Lamentable retroceso del señor de la bata que prefería no compartir aquello sobre lo que Baudelaire había escrito en 1859: “Un millar de ojos hambrientos se inclina sobre las mirillas del estereoscopio como si éstas fueran los tragaluces del infinito. El amor por la pornografía, no menos profundamente arraigado en el corazón natural del hombre que el amor por sí mismo, no iba a dejar escapar tan magnífica oportunidad de autosatisfacción. Y no penséis que eran sólo los muchachos quienes disfrutaban de estas locuras a la vuelta del colegio; a todos les encantaba”.
Beatriz Preciado, colaboradora en la emergencia de la teoría queer en Francia, ha publicado varios ensayos: Manifiesto contrasexual, Testo Yonki y Terror Anal, entre otros, y enseña historia política del cuerpo y teoría queer en el Programa de Estudios Independientes del Museo de Arte Contemporáeo en Barcelona y en la Universidad de París VIII.
Preciado, nacida en Burgos en 1970, termina su autopsia de la pornotopía Playboy, una autopsia hecha cuando todavía el muerto está vivo, señalando que como buena heterotopía, lo singular de la pornotopía que Playboy inventa y pone en marcha es que puede desafiar al modelo tradicional de espacio que rige la casa heterosexual como núcleo de consumo y reproducción de la cultura norteamericana y como un control sobre el cuerpo “propios del emergente capitalismo farmacopornográfico”. Es esa quizá la clave de su éxito como utopía localizada y como espacio popular comercializable.
Las conejitas con su alegórico uniforme (diseñado por primera vez para las trabajadoras del club de Chicago en 1960) continuarán siendo el símbolo de la compañía sexual gracias a una familiaridad y a un encanto que han ganado y perdido a través del tiempo exhibiendo disciplinadas, pasiones mentirosas.
Hefner y su revista imperio se desmoronan al compás de las arrugas de su creador y mientras eso ocurre y se desvanece el sueño Playboy: “Si quieres cambiar a un hombre, modifica su departamento”, se pone en evidencia que el universo Playboy sobrevivirá en cada una de las nuevas “prótesis” tecnológicas que aparezcan y en las futuras formas del comercio sexual porque aquella cámara que filmaba en los años cincuenta el interior de una casa, una relación amorosa o una convivencia no era otra cosa que el antecedente del reality y de las webcams, que aquella ruptura de los modelos tradicionales de producción del sexo y de la sexualidad en el siglo XIX no era otra cosa que provocar que los febriles espasmos de los prejuicios se ahoguen de una vez o se calmen en comodidad de la carne.
Por Claudia Guevara
Fuente: Página/12