Erótica en pastillas: ¿píldora azul o rosa?
La medicalización es el proceso por el que problemas no médicos se definen y abordan como problemas médicos, generalmente en términos de enfermedad y trastornos, a través del lenguaje, el marco teórico y la intervención. En los últimos tiempos, procesos básicos de sexuación, como la calvicie, el síndrome premenstrual y la menopausia se han visto como enfermedades necesitadas de tratamiento.
Según documenta con rigor Ray Moynihan en Sex, Lies and Pharmaceuticals (2010), las farmacéuticas han ampliado los límites de lo que cabe entender por enfermedad, trampeando los mecanismos de legitimación científica hasta el punto de fomentar la creación de enfermedades después de que exista un fármaco que trataría los supuestos síntomas. Investigado como medicamento para la angina de pecho por su función vasodilatadora, en 1998 se comercializa Viagra como facilitador de la erección, restringido a hombres mayores de 60 con diabetes o problemas de próstata. Pronto las compañías farmacéuticas amplían su público a casi cualquier hombre que haya tenido alguna vez dificultades de erección, convirtiéndolo implícitamente en una droga recreativa.
Se presupone la existencia de un estándar de lo que es una erección “normal” y se patologiza la desviación de esa inexistente norma, creando inseguridad en los hombres acerca de su desempeño eréctil, y por tanto como amantes y personas capaces de mantener relaciones de pareja satisfactorias. Se construye así una idea del encuentro erótico restringido a la erección y la penetración vaginal, reforzando el modelo de la cópula con un guion claro que seguir dictado por la naturalización de los deseos y la perpetuación de la especie. Todo ello con un marketing apoyado por los medios de masas y basada en deportistas de élite que sugieren la idea de que el hombre, para ser más hombre, debe competir, tanto con otros como con uno mismo.
La mitad no repite
Mientras en la publicidad se expanden sin fundamento los efectos de Viagra, que de simple vasodilatador ha pasado a infalible potenciador de la armonía e intimidad de la pareja, quedan fuera de foco algunas de sus consecuencias: mujeres insatisfechas que parecen necesitar algo más que una erección para disfrutar y hombres que no repiten (la mitad de los que la prueban, según datos de la empresa que la comercializa).
A pesar de ello, la voracidad recaudadora de la industria farmacéutica intenta que los hombres sin erecciones puedan follar con las mujeres sin deseo, para lo cual es imprescindible que cada uno tome su pastilla. Así la búsqueda de una ‘viagra rosa’ (Intrinsa) hace su aparición en las investigaciones. Se trasplanta el esquema mental de la píldora azul a la erótica femenina, presuponiendo que si hay vasodilatación, habrá excitación y de ahí, deseo.
Tras el estrepitoso fracaso del parche de testosterona llamado Intrinsa (el placebo resultó ser igual de efectivo) las farmacéuticas concluyeron que el deseo femenino es más complejo, construyendo el deseo masculino como “más sencillo” y negando una vez más las diferencias cualitativas entre los modos masculino y femenino de la erótica: mientras que el deseo masculino (frecuente en la erótica de muchos hombres y algunas mujeres) puede alimentarse de los propios signos de excitación, como la erección, el deseo femenino (de muchas mujeres y no pocos hombres) necesita de factores externos contextuales, y los signos de excitación, como la lubricación, no son suficientes para desencadenarlo, según apuntan estudios recientes.
Sin ‘viagra femenina’
Más tarde, se probó suerte alterando el funcionamiento de los neurotransmisores (Flibanserina). Tras una potente campaña publicitaria que celebraba la aparición de un remedio para el deseo femenino, ahora concebido como patológico (inhibido, hipoactivo), en octubre de 2010 le cortaron las alas a la gallina de los huevos de oro. La FDA, la agencia reguladora de los fármacos en EE UU, rechazó su aprobación.La compañía que lo iba a comercializar ha anunciado que no lo seguirá desarrollando. Tan seguros estaban de su eficacia y seguridad. En resumen: no sólo asistimos a una medicalización de la sexualidad, sino a un reduccionismo biológico en la comprensión de lo erótico que oculta o minimiza los factores contextuales e interaccionales, así como las diferencias entre los sexos, no sólo las de hombres y mujeres, sino las existentes entre los cuerpos y los deseos de todos los individuos sexuados. Aceptar la diversidad como fuente de riqueza y atracción, asumir los procesos de envejecimiento como algo inevitable y no suponer la existencia de una función “normal” o “adecuada” a la que todos los individuos deben adaptarse nos ayuda a vivir el proceso de sexuación y el encuentro con el otro de manera más satisfactoria.
ANA G. MAÑAS Y J. LEJÁRRAGA (sexólogos)
Fuente: Períodico Diagonal