marzo 18, 2012

El amor como anzuelo


El juicio que se sigue en Tucumán por el secuestro y la promoción de la prostitución de Marita Verón no sólo hace visible el funcionamiento de las redes de trata, también anima a otras víctimas a hablar. Aun sin animarse a decir su nombre verdadero, Soledad, una cordobesa de 27 años, pone en palabras una historia de siete años de sometimiento y explotación que empezó con lo que parecía una historia de amor, un método habitual de reclutamiento que hace aún más difícil demostrar eso que la actual ley de trata exige: que se demuestre la falta de consentimiento de las víctimas mayores de edad. El amor como anzuelo, las supuestas relaciones de pareja que enmascaran la esclavitud, la maternidad forzada como estrategia para completar la sumisión son elementos que también se repiten en la historia de Dana Pecci, quien no logró sobrevivir a la explotación y cuya hija de seis años todavía está bajo la guarda de la familia del hombre que la sometió y la asesinó.


Por primera vez, Soledad –ese es el nombre que elige, con un rictus de resignación por su carga innegable– está dispuesta a contar su historia para que se conozca, pero el miedo es una marca a fuego que la lleva a pedir, una y otra vez, que se borren las huellas que puedan atraer nuevamente la violencia hacia ella. Hace unos pocos años denunció en los Tribunales al hombre que explotó su prostitución, sin saber de antemano que las mujeres, para ser consideradas víctimas, deben rendir demasiados exámenes. Soledad estará más de una hora desplegando las capas del infierno que fue su vida, lo cuenta con una voz tan suave que parece que las cuerdas vocales temieran separarse, y con ese acento cordobés que estira ciertas letras. El ventilador de pie suena más fuerte que sus palabras. Un par de veces los enormes ojos almendrados se llenarán de lágrimas. Su mirada se hará más dura, en cambio, cuando recuerde las palizas, las veces que “él” (no tendrá nombre, no será su ex marido ni su ex pareja, a veces le dirá “el tipo”) le apuntó con un arma, la última noche, cuando él sacó algunas balas del cargador y le disparó en la cabeza, en las piernas, en la panza, prometiéndole matarla o dejarla inválida. Fue un milagro que ninguno de esos cuatro o cinco disparos hayan escupido una bala. Muchas veces repetirá que en medio de la explotación sexual ya no le importaba más nada, ni los golpes ni las amenazas cotidianas, que sólo podía pensar, mañana, tarde y noche, en la forma de salir de esa vida que jamás había elegido. “Fueron tantas las palizas, las amenazas sobre mí y sobre mi familia, que accedí”, dice sobre cómo se “inició”. No hubo ninguna voluntad, sí violencia y una forma refinada de la esclavitud.

Entre 1000 y 2000 pesos diarios, hace más de cinco años, era lo que su “fiolo”, el hombre que la había enamorado durante meses antes de mostrar su verdadera cara, recibía de los clientes. Ella era muy joven, bella, educada, sus avisos se publicaban en el diario y los “pases” se cobraban bien. Ahora, Soledad tiene 27 años, lleva el pelo atado, tirante. El calor es pesado en Villa María, una ciudad de 100 mil habitantes en la ruta de la soja. Soledad fue hasta allí para hacer la nota, en ese lugar la tranquiliza la proximidad de Alicia Peresutti, de la ONG Vínculos en Red, a la que ella también pertenece. Antes, mucho antes, fue lo que considera “una chica común”. A los 20 años trabajaba en un comercio, tenía una vida “normal”, dentro de una familia en la que le retaceaban el afecto y sobraban los reproches. Ahora, puede mirarse en las fotos de entonces y saber que era hermosa. “Hasta la sonrisa me cambió”, describe las marcas de la prostitución en su cuerpo. El camino de recuperar la autoestima no llega al presente. Dice que está “vieja y arruinada”. Es muy bella: pero no habrá fotos. El riesgo no son sólo sus explotadores, sino también la condena social, más indeleble que el dolor en el cuerpo. “El mote de puta no te lo sacás nunca en la vida”, la apoya Alicia cuando Soledad recuerda el temor que tenía cada vez que salía a ver a un cliente, cómo temblaba pensando que ese hombre pudiera ser un conocido.

Todo empezó como un cuento de hadas. Los sueños de cualquier chica de una ciudad-pueblo la llevaron a enamorarse de un tipo unos ocho años mayor que ella. El tenía una empresa de remises, nada en su vida pública le hizo dudar, ella creyó que era un “buen hombre”. La familia de Soledad se opuso, se decía que la mamá de él había ejercido la prostitución, los padres la amenazaron para que terminara la relación, la echaron de la casa. Primero se mudó con su abuela. Su novio era ejemplar, y ella se fue a vivir con él. “Era todo un sueño, un cuento, él era buenísimo, súper atento, súper amable, siempre estaba pendiente de lo que yo necesitaba, no quiso que yo trabajara más porque decía que lo hacía por dos monedas, que no era un trabajo para mí. Aparentaba ser muy buena persona en ese momento”, cuenta ahora sobre el principio de la convivencia. No duró mucho, al tiempo él comenzó a irse de noche, y la encerraba con llave. Volvía a la madrugada, demasiado excitado. Soledad nunca probó la cocaína, pero supo de sus efectos sobre él. Pronto vinieron los golpes, el círculo de la violencia que sería el primero en envolverla. “Empecé a ver que él se dedicaba a la explotación de mujeres, que él tenía una mujer que se le había escapado en España, él me lo contaba con amenazas, me decía: ‘Mirá lo que le pasó a tal’. Y por el entorno me fui dando cuenta. La madre no sólo había sido prostituta, lo cual no es un problema para mí, no lo era en ese momento, mucho menos ahora. Pero sí era rufiana, tenía casas donde explotaba mujeres, tenía cadenas con diferentes provincias y traía mujeres. Yo empecé a darme cuenta de que estaba en un lugar bastante feo y que iba a ser difícil salir de ahí”, rememora lo que todavía es el principio. “Estaba todo el tiempo controlada, si no estaba él, estaba el hermano y si no la madre. Y el poco tiempo que podía salir a la calle me controlaba por teléfono, tenía los horarios marcados, a mi familia sólo la podía visitar los domingos. Ellos nunca se cuestionaron por qué solamente iba los domingos, porque no les molestaba, creo que al contrario, era un alivio para ellos”, dice ahora.

Lo peor estaba por llegar. “El empezó a amenazarme con que si no hacía lo que él decía me iba a matar, que iba a matar a mi familia, que iba a entregar a la mafia a mi hermana, y empezó a decirme que él quería que yo ejerciera la prostitución”, relata. Sus miedos se convirtieron en certezas, pero todavía tuvo fuerzas para decir que no. “No quise saber nada y él por unos días lo dejó pasar. Me trataba con cariño, amablemente, me llevaba a comer a lugares caros, me dejaba ir más seguido de mi mamá. No se volvió a tocar el tema por unos pocos días, pero enseguida empezó a golpearme de nuevo, intentaba que yo consumiera cocaína. Yo jamás quise probar. Fueron tantas las palizas y las amenazas que terminé accediendo y empecé a ejercer la prostitución a través del teléfono”, dice sobre el momento en que no tuvo más fuerzas para resistir. Salía un aviso clasificado en el diario, concertaba una cita con los clientes.

Soledad intuía cuál sería el paso posterior, porque ya tenía contacto con otras chicas de lo que se llama “el ambiente” y sabía que España era un lugar temido. Su fiolo tenía la ciudadanía europea. “A los tres meses de que yo estaba ejerciendo la prostitución, él empezó a plantear la idea de viajar a España, que se ganaba mucho más. Yo estaba en el círculo, tenía contacto con las mujeres de otros fiolos, todas le temían a España. Decían que la mayoría no volvía, porque te venden allá a los gitanos o porque te destruyen”, avanza sobre el núcleo de la historia. Alicia hace una acotación que duele escuchar. “Muchas se mueren”, dice y enfatiza lo que significa para las mujeres ese viaje. “Son horas y horas, y horas, y tardes, y noches, y mañanas y tardes y noches, siempre haciendo lo mismo. Y además, los hombres europeos, el español más que nada, es un tanto más perverso, mucho más perverso en las relaciones sexuales”, describe Soledad. Se nota que está poniendo palabras a experiencias inenarrables, que busca la manera de decir lo que quisiera no haber sabido.

En todo el relato de Soledad aparecen esos momentos en los que tenía algún margen de negociación, mínima, para evitar que toda su expectativa de vida cayera en un abismo. “Accedí a ir a España con la condición de que yo trabajaba un año allá, como él quisiera, pero que al volver a la Argentina yo quería mi libertad, no quería volver a verlo nunca más. Fue lo único que le pedí”, cuenta sobre aquellos días en los que soñó salir de una manera más apacible. Sabía que era difícil: “Una mujer de 20 años como yo, que jamás había ejercido la prostitución, con las condiciones que yo cumplo, bien hablada, cuesta muchísimo, muchísimo dinero. El no podía darme la libertad, y más aún siendo él quien me metió en la prostitución; sería diferente si él me hubiera comprado a otra persona. Como él me había iniciado, dicen en el ambiente que cuesta muchísimo pagar la libertad a la primera persona que te inició”.

El viaje a España tuvo un requisito administrativo, un casamiento para que Soledad pudiera tramitar la residencia. En España “trabajaba con la misma modalidad que acá”. Alicia interviene con un dato siniestro que ella le contó en charlas anteriores. “A mí me llamaba la atención que él estaba en la habitación de al lado y la presionaba para que no sintiera nada, le decía que no podía sentir placer si la estaban violando. El tipo la maquinaba todo el tiempo”, resume la referente de Vínculos en Red, que trabaja desde hace 14 años contra la trata de personas.

La vida en España no era muy diferente a la que llevaba en su ciudad. El único alivio era que no corría riesgos de ser descubierta por algún conocido. “Salía muy poco a la calle, siempre acompañada por él. Tenía contacto con mi familia sólo los domingos, me dejaba hablar por teléfono diez minutos con mi mamá y diez minutos con mi abuela. Quizás, si en la semana él consideraba que había trabajado mucho y muy bien, me dejaba llamar. Siempre, obviamente, mintiéndole a mi familia, les decía que era niñera, que era empleada en un local de ropa”, recuerda el escaso contacto con sus seres queridos.

Su cuerpo no soportó tanto. “Hacía dos meses que estábamos en España y me empecé a enfermar. Tuve que ir al médico, que me dio vitaminas e intentó hablar conmigo sola, pero yo no quise hablar. El médico le planteó a él que yo estaba estresada, en un pozo depresivo, y que era mejor volver”, sigue contando Soledad. No fue eso lo que convenció a su explotador, que era también su marido. A ella le pospusieron la fecha para tramitar la residencia, y luego de tres meses en Barcelona quedaría ilegal. El sabía que si la descubrían allá la deportarían, y ya no podría seguir explotándola. Decidió volver.

El regreso fue en diciembre, en época de las fiestas de fin de año. Ella le volvió a plantear que él había ganado mucho, demasiado dinero, gracias a ella, y que la dejara libre. Su “fiolo” se negó. Dijo que el trato era un año, y así se haría. Soledad volvió a aquello, en un lugar que sumaba el terror a la mirada de los otros. A los pocos meses, tuvo una infección ginecológica. No era una enfermedad venérea, pero obligó a una intervención, y la prohibición de mantener contactos sexuales por tres meses. El enfureció, perdía su fuente de ingresos. Volvió a encerrarla cuando salía de noche a buscar otras víctimas para explotar. Encontró a dos chicas de diferentes lugares del país, una de ellas menor de edad, y las sedujo. “Ese es el modus operandi de él. Busca a mujeres que están solas, él es un tipo muy presentable, muy bien vestido, muy amable, muy seductor, muy caballero”, lo describe Soledad. A su lado, con la experiencia de conocer cómo funcionan las redes de explotación, Alicia asiente: “Es el perfil del reclutador”.

Soledad viviría más tiempo en el infierno. De las dos chicas explotadas, una pasó a ocupar el lugar de la mujer del fiolo, mientras ella seguía siendo la esposa. “La que más laburaba, la que mejor perfil tenía era la que pasaba a ocupar mi lugar. A ella la trajo a mi casa, y dormía en la cama matrimonial, cosa que a mí no me molestó para nada, al contrario. Yo pasé a dormir en una pieza al fondo, con un sofá cama que me prestaron”, cuenta sobre los últimos tiempos. “El infierno para mí fue peor”, afirma Soledad. Y lo detalla. “Ahí empecé a consumir pastillas para dormir, para no sentir los golpes, porque él me pegaba todo el día, porque consideraba que me había levantado con mala cara, porque no le gustaba lo que tenía puesto, porque no le gustaba la comida. Todas las broncas que él tenía en otro lado las ponía en mí porque yo no podía prostituirme, todo era mi culpa”, relata.

Un día hubo una feroz pelea entre las dos mujeres. Soledad le pidió a su esposo que por favor la sacara de esa casa. “Le dije que él me mataba a mí o yo se la mataba a ella, a mí ya no me importaba nada”, dice. En ese punto de la conversación, Alicia acota cómo las dos mujeres ni siquiera se planteaban atacarlo a él. Las lágrimas brotan en los ojazos de Soledad cuando cuenta un relato que ratifica la observación. “Nunca se me ocurrió. Vos sabés, ahora que Alicia lo dice, una noche en una discusión, él me apuntaba con un arma”, empieza a contar con un llanto aluvional, silencioso. “Yo le pedía por favor que no me matara, y él me dice: ‘A ver si tenés los mismos huevos que tuviste hoy a la tarde para desafiarme, a ver si tenés los mismos huevos para apuntarme y matarme’. Y yo no podía sostener el arma, no podía ni siquiera matarlo. No porque tuviera un sentimiento con él, sino porque era tanto el miedo que yo le tenía. Jamás pensé en hacerle algo.” El ambiente de la biblioteca escolar donde se realiza la entrevista se pone espeso, se ha llenado de ese temor que signó la vida de Soledad durante dos años larguísimos.

El miedo no era nada sonso. Soledad había conocido a una pareja, un fiolo y su mujer, Daniela. Una noche, los invitaron a cenar. Soledad y Daniela hablaron poco, no estaba permitido conversar demasiado. A la semana, Soledad supo que “el don” –como le decían en el ambiente– había matado a Daniela. Desde ese día, Soledad recibió una amenaza repetitiva: “Acordate de Daniela”. La muerte era una posibilidad cierta, estaba en el aire.

Finalmente, Soledad pudo convencer a su fiolo de mudarse a otro departamento, siempre bajo control. Ella se encargaba de los remises, él sostenía su vida cara con la explotación de otras dos mujeres. Mientras tanto, seguía buscando que Soledad quedara embarazada. Un hijo es la mejor herramienta contundente y definitiva para los fiolos. “Gracias a Dios no quedé embarazada”, dice Soledad.

El chisme de una amiga despechada precipitó el desenlace. Soledad le había tenido que jurar al esposo que nunca más estaría con otro hombre. La amiga dijo otra cosa. El fiolo llegó al departamento “totalmente sacado”. La torturó con preguntas, golpes y amenazas. El cuerpo de Soledad fue objeto de sus disparos, con el cargador de la 9 milímetros incompleto. La ruleta rusa quiso que ella sobreviviera. La violó, apuntándola con un arma. Después, él se fue, le sacó los celulares, la plata y la moto. Ella recibió ayuda de una vecina y de un cliente que se había convertido en amigo. Lo pensó dos días antes de hacer la denuncia. Tenía sus razones para desconfiar. “Es que yo había visto durante mucho tiempo cómo la policía recibía sobres todas las semanas de él y de la madre, ¡como para creer que existían policías que hicieran bien las cosas!”, arguye Soledad.

Sin embargo, se animó. Lo que siguió fueron más amenazas, llamadas del fiolo y sus otras mujeres para que retirara la denuncia. Ella debió irse un tiempo de la ciudad, él estuvo detenido pocos días y al salir le destrozó el departamento, pero la causa cambió de fiscal, y volvieron a detenerlo. Estuvo preso poco más de dos años.

El juicio oral fue otra prueba para Soledad. “Fue una situación horrible, porque están todo el tiempo intentando hacerte quedar como que sos una puta porque te gusta, que lo hiciste por despecho, o... La verdad es que no lo condenaron ni por la mitad de las causas que tenía. La violación no se pudo probar porque no me vio un médico forense en ese momento, la facilitación de la prostitución de mayores es difícil de probar”, enumera la joven.

Al cumplir las dos terceras partes de la condena de cinco años, el fiolo salió de la cárcel. Ella se acercó a Vínculos en Red, donde encontró algo más que contención. Alicia subraya que Soledad es una de las pocas que logró escapar de la explotación y colabora con la ONG. “Es muy difícil que una mujer que ejerció la prostitución, que fue sometida sexualmente, siga luchando. Prefieren hacer borrón y cuenta nueva, aunque en realidad eso no existe. Yo no ando por la vida diciendo que fui prostituta, pero sí voy por la vida intentando que no haya más prostitutas en la tierra”, dice Soledad mientras transita el camino de su libertad.

Fuente: Página/12

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