Dominación patriarcal, cuestión de sexo(s). ¿Qué podría lograr una renta básica universal?
Feminicidios en Ciudad Juárez, agresiones sexuales en la plaza Tahrir, brutales violaciones en India, trata de blanca y prostitución en Europa y Estados Unidos, abortos selectivos en China, matrimonios forzosos en Níger o Arabia Saudí y un largo etcétera de casos de violencia de género de contenido sexual que los medios de comunicación suelen vincular a determinados territorios y culturas, pero que en realidad ocurren a nivel global y, como vulneraciones de los Derechos Humanos que son, nos afectan a todas y todos. ¿Cómo hacer frente a estas situaciones? Para comenzar, permitiendo que todas las personas tengan cierto control sobre el curso de sus vidas, algo a lo que contribuiría sin duda la creación de una renta básica universal.
El origen de estos males que afectan a la mitad de la población mundial no es otro que el sistema patriarcal, que se ha venido perpetuando desde la prehistoria hasta el presente, independientemente del sistema político y económico-social de cada momento y lugar. Son muchas las cuestiones a tratar en este breve espacio, pero todas tienen un denominador común: la contradictoria interpretación que el sistema patriarcal nos ofrece respecto de una figura tan importante en cualquier sistema jurídico como el consentimiento.
Las agresiones sexuales
El fenómeno de las agresiones sexuales es, por desgracia, cotidiano dentro y fuera del matrimonio. Pese a que son atacadas mujeres de todas las edades y clases, la mayoría de las agresiones sexuales no son denunciadas, generando especial impotencia que algunos de los pocos casos que sí lo son se resuelvan dictaminando que la agredida consintió o provocó al agresor coqueteando demasiado, llevando estrechos vaqueros, falda corta, amplio escote, demasiado maquillaje, enseñando el tobillo… o viajando en autobús.
A las agredidas se las divide en mujeres “buenas” y “malas”, e incluso cuando es incuestionable que han sido forzadas se considera que dieron su “consentimiento” si su reputación es dudosa[1]. Así, la mayoría de los acusados suelen escudarse en la idea de que la mujer agredida realmente había consentido, o que creían que lo había hecho, una defensa exitosa dada la dificultad de convencer a la policía o a un juez de que no se consintió la relación sexual y de que no se inventó la agresión, salvo que existan graves lesiones físicas con las que probar la resistencia[2].
Pero, ¿cómo llegamos a este tipo de interpretaciones? El sistema patriarcal, entendido en la más suave de sus definiciones como distribución desigual del poder entre hombres y mujeres, surge con las primeras sociedades sedentarias como resultado de la creación del concepto de propiedad. Ante la dificultad de determinar con certeza su paternidad, los hombres querían estar seguros de que las mujeres les eran fieles, que eran sus “legítimas propiedades”.
La Historia solucionó este dilema con mecanismos institucionales como el matrimonio y la separación de las esferas pública y privada[3]. Según los teóricos políticos liberales, el contractualismo derrotó en su lucha por la igualdad al paternalismo, propio de las monarquías absolutas, aunque estos mismos teóricos olvidan mencionar que la creación continúa ligada a la masculinidad, ahora llamada hermandad.
Así, durante trescientos años se ha mantenido que la relación entre la ciudadanía y el Estado liberal se basa en el contrato social, en la obligación política voluntariamente consentida. Esta teoría se ha convertido en una parte de nuestra vida tan familiar y natural que parece imposible un mayor desarrollo democrático, obviando que tal obligación política libremente consentida sería verdaderamente real sólo en un contexto de democracia participativa o autogestionada.
Tanto se ha llegado a interiorizar que las democracias liberales realmente protegen todos los intereses con imparcialidad que a día de hoy son muchas las personas que defienden su aplicabilidad universal. Por ello, ahora más que nunca, es necesario desenmascarar las relaciones capitalistas del patriarcado moderno, la ruta teorética que presenta la dependencia, la esclavitud civil, como ejemplo de libertad.
Si el movimiento obrero contribuyó al logro del sufragio universal masculino y a la construcción del Estado de bienestar, el movimiento feminista luchó por la extensión de estos derechos a las mujeres. Pero solo los varones propietarios eran considerados individuos libres e iguales y sólo ellos pactaron el contrato social, de modo que más de las dos terceras partes de la humanidad quedó excluida, poniendo en entredicho su legitimidad.
Y más de la mitad de los seres humanos, las mujeres, fueron marginadas por no reunir el principal requisito para poder acceder al contrato: la condición de individuo. Es decir, que se ha declarado a las mujeres incapaces para consentir, pero cuando dicen “NO” se ha considerado irrelevante o reinterpretado como un consentimiento implícito: “en realidad quería decir sí”.
El contrato de matrimonio
En su origen, el contrato de matrimonio significaba el traspaso de una mujer de la propiedad de su padre a la de su esposo. Se las llamó amas de casa, como si fuesen sus propias jefas. Ellas mismas se lo creyeron, como muchos trabajadores que están satisfechos, haciendo lo mejor de su situación para que su vida no resulte insoportable. Pero mayoritariamente aún son las demandas del marido las que determinan cómo debe organizar la esposa su trabajo, recurriendo incluso a la violencia física y/o psíquica para hacer cumplir sus órdenes; un patrón que actualmente se continúa reproduciendo en las parejas más jóvenes.
El contrato de matrimonio es, además, una herramienta fundamental con la que el Derecho patriarcal ha logrado convertir en usual uno de los medios por los que los hombres pueden garantizarse su derecho al cuerpo de las mujeres. Lord Hale, por ejemplo, afirmaba que un esposo no podía ser culpable de una violación cometida sobre su legítima esposa, pues, a través de su consentimiento al contrato matrimonial se había entregado a su marido, sin posibilidad retractarse[4].
Más de 200 años después esta afirmación aún se repite con suma frecuencia. El contrato matrimonial es un contrato de obligado cumplimiento en demasiados supuestos.
La prostitución
De la prostitución[5], herramienta del capitalismo patriarcal que genera ganancias mayores que el petróleo y sirve para financiar el crimen organizado a nivel mundial, se dice que es la profesión más antigua del mundo y que debe ser regularizada, pero pocas veces se analiza el supuesto consentimiento prestado por quienes lo ejercen.
A la industria del sexo se la llegó a considerar un mal necesario para proteger a las mujeres jóvenes de violaciones, y también al matrimonio y a la familia de la invasión provocada por los apetitos sexuales de los hombres, e incluso como una salida a la pobreza. Concebida como parte del comercio privado, se entiende el contrato entre la prostituta y el cliente como un acuerdo privado entre comprador y vendedor.
Pero a pesar de su magnitud global, la prostitución todavía sigue rodeada de secreto, pues aun cuando el acto en sí no sea ilegal, a menudo lo son las actividades asociadas a ella, además de que las tres cuartas partes de los clientes son hombres casados y no desean ser descubiertos.
La industria sexual internacional incluye, además, la comercialización de libros y películas pornográficas, clubs, turismo sexual y trata de blancas. Todo ello no hace sino insistir en que los hombres ejercen su derecho sexual masculino a acceder a los cuerpos de las mujeres. Por ello, quienes nos oponemos a la regularización de la prostitución por considerarla una forma de violencia patriarcal mantenemos que esta cuestión debe analizarse desde el prisma del contrato sexista y que los contratos de prostitución sean declarados nulos por celebrarse bajo la amenaza o coacción.
Dado que las mujeres (y unos pocos hombres) comercializan sus cuerpos a cambio de un precio, las personas partidarias de su regularización defienden su asimilación a cualquier otro empleo asalariado. Sin embargo, mientras el empresario capitalista no tiene ningún interés en el cuerpo del trabajador sino en los productos y le puede reemplazar por máquinas, un hombre que requiere los servicios de una prostituta sólo tiene un interés: la prostituta y su cuerpo. Existe un mercado de sustitución de cuerpos femeninos en forma de muñecas hinchables pero, en comparación con las máquinas, las muñecas son sustituciones literales de las mujeres y no un sustituto funcional, como las máquinas que reemplazan a las y los trabajadores.
El objeto del contrato de prostitución no es otro que el acceso sexual al cuerpo femenino y el hecho de tener a la venta cuerpos en cuanto tales se parece demasiado a la esclavitud, supuestamente abolida y prohibida por la Carta Universal de los Derechos Humanos.
Finalmente, mientras el derecho patriarcal presenta la prostitución como una especie de trabajo social o terapia, aparece una nueva forma de acceso y uso de los cuerpos de las mujeres: el contrato de subrogación de las madres de alquiler. Éste se presenta como servicio ofrecido en el mercado por compasión con las penas de una mujer infértil, velando de nuevo la implicación de los hombres. Una vez más, la división sexista del trabajo y la feminización de la pobreza hacen de la subrogación maternal un servicio financieramente atractivo.
Así, según el punto de vista contractualista, una prostituta no vende su cuerpo sino sólo servicios sexuales, y en el contrato de subrogación no se vende a un bebé sino meramente un servicio.
¿Qué se podría lograr con una renta básica universal?
Sin auto-gobierno no hay independencia y sin independencia no hay consentimiento válido. En este sentido, la figura de unos ingresos mínimos universales, acompañada de educación con la que superar los roles de género, fomentaría el desarrollo libre e igualitario de todas las personas y, en consecuencia, la democratización real.
La mayoría de las y los teóricos empeñados en exportar la democracia y la economía liberales a todo el mundo niegan que la estructura patriarcal del Estado de bienestar haya conceptuado la independencia como una prerrogativa masculina. Así, la legislación de la igualdad del salario no logra superar la barrera de una estructura ocupacional sexualmente diferenciada.
Los ingresos mínimos universales significarían “el pago de una suma regular a cada ciudadana y ciudadano individual durante toda la vida adulta, sin condiciones anexas”, como tampoco las impone el sufragio universal. Dichos ingresos deben adecuarse a un “estándar de vida modesto, pero decente”, suficiente para permitir a todas las personas tener cierto control sobre el curso de sus vidas y poder participar, en la medida en que lo deseen, en la vida cultural, económica, social y política[6].
Ello redundaría en la creación de una sociedad más democrática, libre e igualitaria para hombres y mujeres. Su coste se podría asumir de forma viable y sostenible mediante una lucha efectiva y global contra el fraude fiscal multimillonario y la creación de impuestos que graven el mercado financiero, la polución y otras actividades nocivas para el medio-ambiente.
Por Frances Galache es abogada y feminista.
Ilustración: María José Comendeiro, para Pueblos – Revista de Información y Debate.
Fuente: Este artículo ha sido publicado en el número 56 de Pueblos – Revista de Información y Debate, abril de 2013.
NOTAS:
Wood, Pamela Lakes (1973): “The Victim in a Forcible Rape Case: A Feminist View”, en The American Criminal Law Review, 11, pp. 344-5.
Pateman, Carole: The Disorder of Women (Cambridge, Polity Press, 1989 – reedición 1995), p. 78.
Cfr. M. O´Brien, The Politics of Reproduction (London, Routledge and Kegan Paul, 1981), p. 56
- Cfr. M. Hale, The History of the Pleas of the Crown (London, Sollom Emlyn, 1778), vol. I, cap. LVIII, p. 628.
- Pateman, Carole: The Sexual Contract (Cambridge, Polity Press, 1985 – reed. 1997).
- Ídem.