Simona Manzaneda 1770-1816. La Emisaria
La llamaban “la jubonera” porque cosía jubones (esos chalecos duros con el cuello rígido forrado con varias telas que cubren el pecho), como si su oficio le moldeara la vida entera o bastara para poder contarla. Sus vecinos creían que pasaba las horas entre hilos, liencillos y agujas sin otro afuera que la ropa terminada, andando por la calle en cuerpos ajenos. En tiempos de Simona, afuera había más guerra que calle, de modo que aquellos que creían que esa mujer sólo bordaba para ganarse el pan, creían mal y no entendían nada.
Nació en La Paz, Bolivia, vivió sola con su madre, no tuvo padre, se casó, le puso José María a su único hijo y enviudó cuando era muy joven. Hasta ahí la biografía familiar; lo demás se descubre en el interior de los dobladillos.
Cuando la costurera cruzaba la ciudad llevando los paños hilvanados para las pruebas, lo que en verdad llevaba eran mapas, apuntes y cartas para delinear las estrategias de la revolución paceña. Los llevaba escondidos en el ruedo de la ropa y entre los pliegues de su pollera. Las palabras entre la tela y más, porque mientras mostraba sus pespuntes terminados, negociaba armas y perdigones. El correo imprescindible para que los rebeldes pudieran organizarse era una mujer con la yema de los dedos colada y la voz quieta, instruida en el susurrar de su huso. El camino por el Altiplano la realzó hasta convertirla en líder, tanto que sus apariciones eran el vestíbulo de la celebración. A medida que la modista mensajera explicaba las razones de la libertad a conseguir, su figura se iba trasformando en la silueta imprescindible de la revolución. El mito guarda sus recetas, las peras verdes y las chichas amasadas con pólvora que les ofrecía con falsa inocencia a los godos, algunos de los ingredientes. Fue una más en el levantamiento que encabezó Murillo en julio de 1809 cuando tomaron los cuarteles –aprovechando la procesión de la Virgen del Carmen– y exigieron en Junta Tuitiva un Cabildo Abierto. Pero la revolución definitiva iba a tener que esperar su hora. La amenaza realista y una celada de Goyeneche postergaron la victoria. Al poco tiempo atraparon a Murillo, lo encerraron y lo ahorcaron en la Plaza de Armas en enero de 1810 junto a un centenar de compañeros. Pero no pudieron con ella; no esa vez. Simona había escapado a Río Abajo, salvándose de aquella masacre. Escondida y disfrazada, volvió a surfilar entre los tajos de la quebrada mientras las entretelas esperaban órdenes nuevas. Seis años después, a fines de 1816, un militar español mandado por el virrey del Perú, el brigadier Mariano Ricafort, cuidó sus espaldas y su puesto, persiguiendo y atrapando mujeres. El premio mayor iba a ser Simona. Esa mujer muerta valía otro nombramiento. Los cerros no pudieron protegerla: sin dinero ni asilo, la emisaria valerosa tuvo las horas contadas. Antes de matarla, el militar pensó en aleccionar a la ciudad insurrecta usando su cuerpo; entonces, la exhibió desnuda. Le cortó las trenzas y después el pelo al ras como antesala de la decapitación, la disfrazó con una coraza que se burlaba de su saber manual y le colgó un cartel que anunciaba su destino. Como le pareció poco, mandó a buscar a un burro maltrecho y la obligó a montarlo. El itinerario de la mujer desnuda en burro comenzó en el centro de la plaza, siguió en cada una de las cuatro esquinas donde recibió cincuenta latigazos, vértices desde donde sin respiro ni aliento se arrastró para perpetuar su cabalgata de infierno por el resto de la ciudad. El final que le había preparado iba a ser igual de cobarde: la pusieron de espalda y la balearon. Es indispensable oír en el tiempo los pasos de otras costureras para que la bandera colonial baje la vista ante el sínodo popular renovador de sangre y sed.
Por Marisa Avigliano
Fuente: Página/12