El poliamor ‘is the new black’*
Es naíf pensar que la inmensa trama del sistema monógamo se soluciona teniendo más de una relación. Y es violencia coaccionar a los y las demás para que se “liberen” de todo este armazón con argumentos que refieren a los grandes discursos, pero que no contemplan los dolores ni las dificultades.
Señora Milton
Ahora que el debate sobre la monogamia ha entrado en las asambleas, no hay espacio reivindicativo, libertario, posmoderno o feminista que no enarbole su parcela poliamorosa. La ruptura – formal – de la monogamia, materializada en este concepto escurridizo que viene a ser el poliamor, promete liberarnos de todos los males como por arte de magia: quisiéramos creer que por donde pasa el poliamor no vuelven a crecer las malas hierbas. Pero crecen, y de qué manera. Nunca bastó ni un cambio de nomenclatura ni un gesto grandilocuente para hacer caer un sistema: partimos de lo que somos para soñar imaginarios nuevos, pero nuestros sueños se nutren con un poso que arrastramos y nos arrastra. Por la inevitable materia que nos construye.
Hemos vencido las morales, las vergüenzas y las leyes que nos quieren dóciles y castas. Pero el dolor de barriga cuando afrontamos la ruptura de la monogamia no se cura con manifestaciones ni pancartas.
La construcción de amores no monógamos se realiza con conceptos, emociones y miradas heredadas de la monogamia. Las reflexiones de Monique Wittig sobre la heterosexualidad como sistema de pensamiento sirven igualmente para la construcción emocional del amor:
“Esos discursos de la heterosexualidad nos oprimen en el sentido de que nos impiden hablar a menos que hablemos en sus términos. Todo lo que los cuestiona es inmediatamente descalificado como elemental. Nuestro rechazo a las interpretaciones totalizadoras del psicoanálisis les hace decir a sus teóricos que despreciamos la dimensión simbólica. Esos discursos nos niegan toda posibilidad de crear nuestras propias categorías. Pero su acción más feroz es la tiranía inflexible que ejercen sobre nuestro ser mental y físico”.
El sistema monógamo es una tiranía. No es una opción: es un mandato, y es la violencia simbólica inscrita en ese mandato la que nos impide escoger maneras diferentes incluso cuando creemos escogerlas. En ocasiones nos toca la lotería de la vida y los mandatos nos resultan oportunos, cómodos, pero eso no los convierte en opcionales. Como explica Pierre Bordieu, “de todas las formas de persuasión clandestina, la más implacable es la ejercida simplemente por el orden de las cosas”. La monogamia es un sistema de opresión tan bien codificado que nos desgarra de dolor cada vez que queremos oponer resistencia.
Hemos vencido las morales, las vergüenzas y las leyes que nos quieren dóciles y castas. Pero el dolor de barriga cuando afrontamos la ruptura de la monogamia no se cura con manifestaciones ni pancartas. El extraordinario aparato de propaganda e infiltración del sistema que nos enseña desde el nacimiento que el amor es a dos, que la vida sin el dúo es un fracaso y la vida a más de dos es sospechosa. Que si no tienes pareja, o si tienes más de una, es porque sufres carencias. Que nos codifica para sentirnos amenazadas por el entorno, para sustituir amores por pura imposibilidad de amar a más de una persona, o de amar a más de una por pura incapacidad de comprometernos.
La monogamia nos quiere limitadas, hurañas, asustadas, egoístas, divididas por pares, por dúos. Y todos los desastres amorosos que acumulamos en la mayoría de nuestras vidas, todas las veces que nos hemos desgarrado por amor, todas los amores que han acabado en batalla, todas las cicatrices que nos atraviesan son la prueba de que el sistema funciona bien y emborrona de miseria nuestro mayor potencial: la capacidad que tenemos, a pesar de todo, de amarnos.
La larga noche de los siglos
La monogamia no exige a todo el mundo por igual. El mayor peso de las restricciones y la exclusividad ha recaído históricamente sobre la identidad femenina. Silvia Federici, en ‘Calibán y la bruja’, nos habla del control del cuerpo y las sexualidades como instrumento imprescindible para la implantación del capitalismo durante la Edad Media europea. Un control que se ejerció sobre todos los cuerpos pero que reservó para las mujeres el espanto de la caza de brujas.
“Los juicios por brujería brindan una lista aleccionadora de las formas de sexualidad que estaban prohibidas en la medida en que eran «no productivas»: la homosexualidad, el sexo entre jóvenes y viejos, el sexo entre gente de clases diferentes, el coito anal, el coito por detrás (se creía que resultaba en relaciones estériles), la desnudez y las danzas. También estaba proscrita la sexualidad pública y colectiva que había prevalecido durante la Edad Media, como en los festivales de primavera de origen pagano que, en el siglo XVI, aún se celebraban en toda Europa. (…) La caza de brujas condenó la sexualidad femenina como la fuente de todo mal, pero también fue el principal vehículo para llevar a cabo una amplia reestructuración de la vida sexual que, ajustada a la nueva disciplina capitalista del trabajo, criminalizaba cualquier actividad sexual que amenazara la procreación, la transmisión de la propiedad dentro de la familia o restara tiempo y energías al trabajo”.
Tener varias relaciones sexo-afectivas simultáneas es solo un aspecto formal y visible de un inmenso entramado que, si no desmantelamos, solo reproduce el mismo sistema, pero con otro nombre.
Desde mucho más antiguo, en Europa la monogamia implicaba un pacto de fidelidad sexual de la mujer hacia el hombre, pero no necesariamente a la inversa. Michel Foucault traza en su ‘Historia de la sexualidad’ el camino desde la antigua Grecia:
“El hombre, en tanto hombre casado, sólo tiene prohibido contraer otro matrimonio; ninguna relación sexual se le prohíbe por el solo hecho del vínculo matrimonial que contrajo; puede tener una aventura, puede frecuentar a las prostitutas, puede ser el amante de un muchacho -sin contar los esclavos, hombres o mujeres, de que dispone en su casa. El matrimonio de un hombre no lo liga sexualmente. Dentro del orden jurídico, esto tiene como consecuencia que el adulterio no sea una ruptura del lazo del matrimonio por parte de alguno de los dos cónyuges; no está considerada como infracción más que en el caso de que una mujer casada tenga relaciones con un hombre que no es su marido; es la situación matrimonial de la mujer, nunca la del hombre, la que permite definir una relación como adulterio. Y, en el orden moral, se comprende que no haya existido para los griegos esta categoría de la “fidelidad recíproca” que más tarde habría de introducir en la vida del matrimonio una especie de “derecho sexual” con valor moral, efecto jurídico y componente religioso.
El principio de un doble monopolio sexual, que hace de los dos esposos compañeros exclusivos, no se requiere en la relación matrimonial. Pero si la mujer pertenece realmente al marido, el marido sólo se pertenece a sí mismo. La doble fidelidad sexual, como deber, compromiso y sentimiento compartido por igual, no constituye la garantía necesaria ni la expresión más elevada de la vida matrimonial”.
El muy extendido modelo de relación poliamorosa heterosexual en la que el hombre es muchísimo más promiscuo y prolífico en relaciones que sus compañeras es heredero de esta desigualdad sistémica. También lo es el escarnio público que reciben los hombres disidentes de un sistema que los sigue queriendo machos. Hace un par de años, en la radio, una de mis contertulias afirmó que un hombre que aceptaba esto del poliamor era lo que toda la vida habíamos llamado un calzonazos. Y ni pestañeó al decirlo.
El privilegio hetero, el privilegio masculino, el privilegio cisgénero y todos los demás van sumando puntos para el gran bingo del poliamor. No es una cuestión de diferencias personales sino de categorías inscritas en esas personas. La libertad simétrica de la que disponemos para decidir sobre nuestras vidas es un burdo espejismo utilitario en un mundo en que cada disidencia paga su precio y en el que amamos atravesadas por el género y sus manifestaciones identitarias, la clase, la raza, el capacitismo, la identidad sexual y todas las demás categorías opresoras que queráis añadir.
Venimos, pues, de la larga noche de los siglos. La pregunta es: ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia dónde queremos ir?
La reproducción de las dinámicas de opresión
¿Pueden las herramientas del amo desmantelar la casa del amo? ¿Puede desmantelarse una imposición imponiendo una nueva? ¿Qué entendemos por liberar nuestros cuerpos, nuestros placeres, nuestra sexualidad y nuestros amores? ¿La libertad tiene una forma concreta y cerrada o es un concepto que refiere a la multiplicidad de opciones equivalentes entre las que poder escoger sin coacciones?
Si la monogamia es un mandato, la subversión es contra la naturaleza del mandato mismo, contra la inevitabilidad del orden de las cosas. El trabajo vital que afrontamos es contra la imposición de un sistema de delimita nuestros deseos, nuestros espacios corporales, nuestras posibilidades y proyecciones emocionales, y que nos obliga a quedar ancladas en un única opción. Si la ruptura de la monogamia tiene algo de subversivo, es la posibilidad que abre para desnaturalizar el sistema impuesto, para replantearnos cómo y por qué amamos como lo hacemos. Construir nuevas posibilidades entre las que escoger.
La carga subversiva de romper con la monogamia, si la tiene, vendrá de los gestos cotidianos, no de las grandes heroicidades que deben su imaginario a tiempos jerárquicos e individualistas que queremos dejar atrás
Tener varias relaciones sexo-afectivas simultáneas es solo un aspecto formal y visible de un inmenso entramado que, si no desmantelamos, solo reproduce el mismo sistema, pero con otro nombre.
En su libro ‘Transexualidades. Otras miradas posibles’, Miquel Missé explica una anécdota personal. Parte de una reflexión sobre la autenticidad que hace el personaje de La Agrado en ‘Todo sobre mi madre’, de Pedro Almodóvar. Escribe Missé:
“Hace bastantes años, una de mis tías, que no entendía demasiado todo esto de la transexualidad, me regaló una pequeña postal en la que estaba escrito: “La sabiduría de la vida es aceptar los límites”. Me enfadé mucho, sentí que era una manera de decirme que mi problema era que no me aceptaba como mujer, que aceptar los límites implicaba no poder vivir como quería hacerlo. Pero hace unos meses encontré de nuevo la postal, perdida en un cajón, y de pronto pensé en La Agrado y en la autenticidad que proclamaba, y entendí mejor la frase que tanto me había dolido en su momento. Ahora, a mi tía, le diría que la sabiduría de la vida es también aceptar que los límites son construcciones sociales, pero que seguramente tenía buena parte de razón: lo que nos hace auténticos y auténticas no tiene nada que ver con saltarlos, sino con saber dónde están y al servicio de quién”.
Es naíf pensar que toda esta inmensa trama del sistema monógamo se soluciona teniendo más de una relación. Y es violencia coaccionar a los y las demás para que se “liberen” de todo este armazón con argumentos que refieren a los grandes discursos, pero que no contemplan los dolores ni las dificultades. Cacarear la liberación ajena sin atender al precio que se paga por ella es otra de los infinitos discursos que nombran la libertad con fines neoliberales. Cada vez que alguien presume de modernez o libertad por tener varias parejas, no es que muera un gatito, es que muere un futuro posible: nadie sale de los sistemas opresivos en un solo click, firmando un papel o leyendo un par de libros. La única vía de escape está en boicotear sus dinámicas opresoras.
Desde la ruptura formal de la monogamia hasta la construcción de relaciones no monógamas hay un abismo. Y en ese abismo es donde está la potencialidad del movimiento: en las dudas, en los límites, en los miedos, en los pasitos adelante y los saltos atrás. Su carga subversiva, si la tiene, vendrá de los gestos cotidianos, no de las grandes heroicidades que deben su imaginario a tiempos jerárquicos e individualistas que queremos dejar atrás, que pertenecen a un mundo donde el dolor, la vulnerabilidad, el cuidado, los vínculos, la empatía, ni siquiera existen. Nos han impuesto sus formas durante siglos con resultados deplorables.
Saber dónde están nuestros límites, nuestros dolores, nuestros anhelos, nuestros sueños, y saber al servicio de quién están forma parte de un mundo nuevo. Acompañarnos en nuestros caminos, en nuestros pasos y saltos, amarnos desde los gestos pequeños y construir dúos, tríos, o redes desde otros lugares que sean liberadores, espacios amorosos en los que dejarnos caer, temer, sufrir y también acertar, transformarnos y construirnos es, tal vez, nuestra apuesta más apuesta radical.
Por Brigitte Vasallo
Fuente: Pikara Magazine
Nota: El título de este post remite a la serie ‘Orange is the new black’ (‘El naranja es el nuevo negro’). Lucas Platero, en un artículo sobre esta serie, explica: “Hace referencia a una expresión en inglés de hace tiempo, “grey is the new black”, que significaría algo así como ahora el color gris en la ropa tiene la misma función social que el negro. En el uso más reciente de esta expresión se hacen evidentes tanto la asimilación de los derechos civiles como una rápida comercialización de todo aquello que se pueda convertir en un “mercado rosa” o similar. Igual os suena la expresión “gay is the new black”, que podría ser algo así como ¡¡ahora llegan los derechos de los gays!!, como si los derechos de los y las afroamericanas ya estuvieran conseguidos, y lo gay fuera simplemente lo siguiente en la lista de derechos a conseguir. Más tarde surge “orange is the new black”, en referencia al color de los uniformes de las cárceles, y que presentaría un “tema nuevo” al que hay que prestar atención, para tener el mismo éxito que “un tema ya cerrado” como podría ser el racismo”.