Las alas del deseo. Louise Weber 1866-1929
Tan desnuda como permitiera la noche, tan desnuda como para dejar que las manos de las otras mujeres y los sombreros de los hombres, a esas horas, devenidos en árboles indiscretos que tendían –como en los versos de Rimbaud– al cristal sus ramas con malicia, cayeran cerca. Cuando la piel no aparecía como el deseo pedía, el dibujo de un corazón rojo bordado en la ropa interior negra (un diseño simbólico que sabemos se parece más a la vulva que al césar del aparato circulatorio) salía a escena cada vez que lanzaba sus piernas al aire. La ilusión de éxtasis era perfecta, de inmediato y suspendiendo alaridos La Goulue caía al piso en un promisorio grand écart (apertura total de piernas). Nacía la noche.
Cuando los caballos tiraban de los carros que cruzaban las calles de París y había más de cuarenta molinos de viento en la colina de Montmartre, el bebedor de absenta, el artista de huesos débiles, se sentaba en uno de los rincones del Moulin Rouge y dibujaba a Louise y a sus amigas. Pero aquella protección de colores duró un suspiro y no alcanzó para alimentar a la bailarina cuando sus piernas y su cola ya no entretenían a los sombreros de copa. El intento de una carrera como solista de show propio completó la frustración y fortaleció el olvido de la vigilia. Durante años vivió en un remolque estacionado en el Boulevard de Clichy, muy cerca del escenario de su fama, vendiendo cigarrillos y firmando autógrafos perdidos. Cuando murió la enterraron en un despintado cementerio suburbano sin bronces. En aquella tumba estuvo durante más de sesenta años, hasta que la imagen de la golosa del cancán –ahora sin cuerpo– volvió a ser atractiva y una comisión trasladó sus restos al cementerio de Montmartre. El segundo cortejo tuvo placa, homenaje, turistas y flores de ocasión. Aquel día el resplandor de unas piernas se apoderó de todas las grutas de Montmartre avizorando el aire de los sepulcros y cruzándolo de piruetas, posiciones perfectas para un erótico baile improvisado diluido en la herencia de un tiempo maldito.
Por Marisa Avigliano
Fuente: Página/12