La mestiza guerrillera. Juana Azurduy 1780-1862
Sí, Juana Azurduy, la mestiza guerrillera de la sublevación de Chuquisaca –antecedente de la Revolución de Mayo que merece mejor suerte en la memoria– continúa descolonizándonos. Símbolo de la Patria Grande, Juana nunca pudo tener un ejército de criollos bajo su mando, tampoco pudo reunir a sus cinco hijos (la muerte en los pantanos se los iba arrancando, cuando nacía uno ya había enterrado a otro). Pero hay más, cuando la historia de solapa la nombraba decía que había ido a la guerra siguiendo a su marido, el coronel Manuel Padilla. Si Juana aparecía entre fechas y rincones patrios del Alto Perú era por esposa abnegada y obediente, nunca por ser una mujer respondiendo a sus propios ideales de libertad. Fue Belgrano quien la nombró teniente coronel y fueron casi todos los otros los que tardaron en hacer que ese nombramiento fuera efectivo. Nada parecía impedir el ultraje que los hombres de su tiempo le dedicaban ni la fosa común que esperaba por sus huesos. Sin amparo, Juana seguía desenredando cruzadas con sus malones de descarte oficial (indios y mujeres), sola se libró de una emboscada llevando a su hija recién nacida atada a su espalda y sola también (siempre acompañada por un grupo leal) recuperó la cabeza de Padilla –rastrojos óseos ya casi sin piel– expuesta en plaza pública como victoria realista y escarmiento, y la convirtió en cuerpo entero de oficios fúnebres. No quiso ser la monja que su tía tenía planeado que fuera, no quiso ser espectadora en la batalla de los otros, no dejó que el quechua y el aymara se sintieran incómodos en sus labios, no dejó que el rebenque fuera menos que un arma de fuego y, por sobre todas las cosas, no dejó de sumar mujeres a su lucha. Murió abandonada en la pobreza con sus bienes confiscados y sin la pensión que Simón Bolívar le había ofrecido porque con puntual bajeza el gobierno de Linares ya se la había quitado, robado. Lo que ya no se puede robar es la cara por la que esperamos tanto, la cara de amor sin pérdida de Juana.
Por Marisa Avigliano
Fuente: Página/12
