La filósofa feminista Judith Butler reflexiona sobre cómo fortalecer el poder popular frente al poder de los estados y las violencias que estos generan o consienten.
Foto: Iván Giménez
Isabel Muntané entrevistó a Judith Butler para Crític antes de su conferencia en el CCCB de Barcelona el pasado abril. Recuperamos la entrevista traducida a castellano con motivo de una nueva visita de Butler en la ciudad condal la semana pasada, también como conferenciante del centro cultural. Teórica feminista, filósofa, visceralmente política –como la define la también filósofa Rosi Braidotti–, relativista convencida y crítica con todo aquello que se impone como la única verdad posible. Judith Butler (Cleveland, Estados Unidos, 1956), pensadora más allá del género, es la representante de un pensamiento crítico con el poder que se nos presenta como legítimo. Destacamos dos obras capitales entre su producción ensayística: ‘Performative acts and gender constitution’, de 1988, y ‘El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad’, publicado dos años más tarde.
—Usted reflexiona sobre la necesidad de situar la no-violencia en el centro de la ética y de la política, pero el poder no parece dispuesto a cambiar el discurso de odio. Lo hemos visto con el último ataque al régimen de Bashar al-Asad y lo vemos con la crisis de las personas refugiadas en el Mediterráneo. ¿Cómo seremos capaces de cambiar esta mirada y situar la no-violencia en el centro de la política?
—Por supuesto, tienes razón. Nosotras vemos el poder del Estado que actúa con violencia en todas partes, y también los actores no estatales utilizan la violencia, como el ISIS. Pero, aún así, la mayoría de las grandes movilizaciones mundiales de las últimas cuatro o cinco décadas han sido movilizaciones no violentas y contra la guerra. Creo que la izquierda necesita articular no solo una crítica política de la guerra más contundente, sino también de las distintas formas que toma la violencia.
—¿Desde aquí sería factible la política de la no-violencia que usted defiende?
“LA VIOLACIÓN EN LA ESFERA PRIVADA NO SE ENTIENDE COMO UN CONFLICTO POLÍTICO. TENEMOS QUE DESMONTAR LA DISTINCIÓN ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO”
Muchas veces pensamos en la no-violencia como un acto individual y un acto que yo decido emprender de acuerdo con mi conciencia moral, pero en realidad la no-violencia caracteriza las relaciones sociales y es una visión de lo que es vivir con otras personas, hasta cuando hay conflicto y hostilidad. Algunas de las comisiones de reconciliación que hemos visto en Sudáfrica o en Colombia, por ejemplo, comenzaron con sentimientos de venganza, de agresividad, de hostilidad. Tenemos que preguntarnos qué significa para nosotras el hecho de vivir con estas pasiones o saber que trabajárnoslas no es fácil ni rápido, cuando al mismo tiempo nos comprometemos a no actuar de manera violenta. Debe ser un ‘ethos’ común, una manera compartida por toda la sociedad de entenderse a sí misma. No puede ser solo una cuestión de individuos heroicos que defienden las normas sociales; debe propagarse como un ‘ethos’ social y una cultura política. Y no solo en el marco de políticas internas de los países, sino cruzándolos.
—Quizá podríamos aplicar su concepto de ‘performatividad’ en la política y así rebatir la naturalización del poder que se nos impone como inamovible. ¿Nos permitiría eliminar una narración que justifica la violencia, levanta fronteras y refuerza la discriminación?
—Cuando un grupo de migrantes dicen que tienen el derecho de quedarse en un país europeo, están haciendo valer un derecho que este país, de entrada, no les ofrece. Están haciendo valer un derecho sin tenerlo, pero están haciendo valer un derecho por tal de producirlo. Este es un acto performativo. Cuando hacen valer ese derecho sin tenerlo, producen este derecho, y el hecho de producir ese derecho por medio de la asociación es un acto performativo. Unas veces funciona y otras veces no, como todos los actos performativos.
—Aún así, es interesante poder construir una sociedad desde esta performatividad, porque es la manera de visibilizar los derechos. Desde aquí sí que podríamos cambiar las políticas migratorias y trabajar por las libertades y los derechos.
—Sí, claro, pero los migrantes también piden las libertades democráticas básicas, la libertad de expresión, de movimiento, de pertenecer. De algún modo, ya están mostrando que son compatibles con los principios democráticos, y son las autoproclamadas naciones democráticas las que actúan de manera no democrática. Nosotros no sabemos nada de ellos, o, en otras palabras, actuamos como si los grandes poderes del mundo tuvieran que decidir sobre la cuestión de las personas migrantes. Y este poder está construyendo muros en vez de dejarlos entrar. Necesitamos más hospitalidad, necesitamos ampliar la tolerancia, necesitamos aceptar que Europa será una sociedad diversa por lo que respecta a la religión, la raza o la etnia. Pero, al mismo tiempo, ¿qué sabemos sobre ellos? ¿Tenemos medios prestando atención a sus reclamaciones? ¿Tenemos suficientes informes sobre su experiencia en detenciones indefinidas? Es esto lo que conviene hacer en vez de dejar que los países poderosos discutan entre ellos sobre qué es lo que harán con esa población. Este es el problema actual.
—Antes decía que las movilizaciones más grandes son las que se han organizado justamente contra la guerra, contra estas injusticias. A pesar de ello, ¿el poder continúa legitimado a través de la violencia?
—Hay dos cosas que yo diría para responder a esta pregunta, que es una pregunta importante. En primer lugar, es cierto que la violencia toma la forma de la guerra, pero la violencia también es cuando los estados abandonan a las personas migrantes en el mar o cuando las abandonan en las fronteras de Europa. Cuando permitimos que sean personas sin Estado, o cuando permitimos que no tengan hogar o que sean masivamente pobres, por ejemplo… Por eso digo que hay diversas formas de violencia, hay violencia en las políticas, en las instituciones, y para entender la violencia debemos incluir la guerra, pero no limitarnos a la guerra. En segundo lugar, es evidentemente cierto que ahora mismo parece que la violencia esté ganando, pero sigue siendo una lucha, y el hecho de que se haya vuelto más legítimo usar la violencia no quiere decir que nuestra lucha haya cedido. Nuestra lucha tiene que volverse más inteligente, y necesitamos lazos globales todavía más sólidos. No podemos quedarnos en nuestro pequeño espacio dentro del mundo; tenemos que conectar con los demás.
—Un buen ejemplo del establecimiento de lazos lo está demostrando el feminismo. El movimiento #Metoo, #NiUnaMenos, las movilizaciones del 8-M… Vemos esa conexión de la que nos habla, pero no conseguimos que el poder se responsabilice.
—Estoy de acuerdo: podemos pedir al Estado o al Gobierno que tome responsabilidades, pero no debemos seguir dándoles todo el poder. Tenemos el poder popular, tenemos el poder de reducir al Estado, de derribar la academia, o así lo espero. Pero necesitamos empezar por nuestras redes, expandirlas, trasladarlas a las leyes internacionales, involucrar a los diferentes partidos de izquierdas, aunque sean marginales, y seguir expandiendo las redes de solidaridad hasta que acabemos siendo un movimiento que ellos teman. Tenemos que volvernos suficientemente poderosas para que nos teman. Recuerda que la gente se mueve, dentro y fuera de los gobiernos, los gobiernos cambian y, si perciben que no son sensibles o receptivos ante un número creciente de gente, tendrán que moverse en una dirección extremadamente autoritaria o, por el contrario, tendrán que abrirse a estas ideas, facilitarlas.
—Hasta ahora, pese a los movimientos de poder feminista que han ocupado las calles y las redes, no hemos visto grandes cambios.
“NECESITAMOS MÁS HOSPITALIDAD, NECESITAMOS AMPLIAR LA TOLERANCIA, NECESITAMOS ACEPTAR QUE EUROPA SERÁ UNA SOCIEDAD DIVERSA”
—Mira las movilizaciones en Argentina contra el feminicidio: son impresionantes y son contra la violencia, no solo la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres, sino también la violencia del Estado. El Estado no lucha contra la violencia que sufren las mujeres; el Estado protege a los hombres muy a menudo y no reconoce dicha violencia como un crimen. Pero, al mismo tiempo, tenemos cientos de miles de mujeres emergiendo en las calles, tenemos nuevas formas de solidaridad, tenemos nuevas redes. Hemos visto progresos en diferentes países, como Argentina o Brasil –antes de que se deshicieran de Dilma Rousseff– y lo hemos visto también en Costa Rica y Sudáfrica. Eso quiere decir que realmente podemos cambiar la situación; tenemos fuerza para hacerlo. Quizá no ganaremos inmediatamente, pero esta es una fuerza muy poderosa, que debemos permitir que se despliegue y que puede acabar cambiando el poder del Estado, las políticas y la ley internacional.
—Se muestra muy esperanzada.
—Es duro tener esperanza, pero no debemos ser realistas. Todos estos pasos son muy importantes y están relacionados los unos con los otros. Por eso pienso que no debemos ser realistas; es un error, porque si somos realistas siempre adaptamos nuestra estrategia a la realidad, y lo que tenemos que hacer es construir una nueva realidad. Una realidad que tiene que ser un poco loca.
—¿Cómo podemos construir esta nueva realidad si usamos el mismo discurso y los mismos significados que utiliza el poder para ejercer violencia?
—Es que no usamos las mismas categorías; por ejemplo: cuando tú dices poder, hablas del poder del Estado.
Foto: Iván Giménez
—Quizá nosotras no; pero, por ejemplo, los medios de comunicación usan las mismas categorías construidas desde el poder con discursos que por reiterativos, acaban convirtiéndose en verdad y cambian el significado de aquello que es cierto.
—Conviene que rebatamos categorías y construyamos un nuevo vocabulario. Los medios de comunicación de masas no son todos los medios. Hay medios alternativos, medios que combaten el discurso dominante; no existe un discurso dominante sin un discurso minoritario. Así que tenemos que ocupar los discursos minoritarios y fortalecerlos.
—¿Por tal de ampliar y fortalecer estos discursos minoritarios, el periodismo feminista podría ser una buena herramienta para transformar los medios convencionales?
—Sí, creo que el periodismo feminista puede mediar entre la teoría y la práctica feministas, y llegar a un público más amplio. Eso sería una buena práctica feminista, llevar los principios del feminismo al discurso popular. Es extremadamente importante.
—Volvamos a las violencias machistas y a los feminicidios. La institución punitiva y la legal se han demostrado insuficientes para luchar en contra. ¿Cómo deberíamos entender la responsabilidad social y política para revertir toda esta violencia?
—Creo que deberíamos pedir a los hombres que articularan un movimiento social cuyo reclamo fuera una reforma legal. Me gustaría ver una solidaridad amplia y global, por parte de los hombres, que insistieran en reformas políticas y legales y que se convirtieran en ejemplos para otros hombres. Sería bonito. Tenemos que conseguir la solidaridad de los hombres en esta cuestión, aunque sea un poco perverso.
“EL ESTADO PROTEGE A LOS HOMBRES MUY A MENUDO Y NO RECONOCE DICHA VIOLENCIA COMO UN CRIMEN”
—Pero no solo pienso en los hombres: me refiero a una responsabilidad legal que no solo depende de los hombres, sino de un cambio institucional y social.
—Hay una lucha en muchos países, como México o Estados Unidos, para que la ley reconozca la violencia sexual como un crimen. Porque es un crimen. Y, en realidad, es un problema conceptual. Puedes describir un acto sexual coercitivo y que la gente te diga que eso es sexo. Pero, si ofreces un análisis que muestre a la gente que quizá el sexo es así, pero que no por ello deja de ser criminal, entonces cambiaremos la comprensión de los actos sexuales coercitivos y se convertirán en un hecho que podrá ser juzgado cuando se cometa. Podemos encontrar a un juez que diga: “Bien, él dice que esto es normal, que es lo que pasa”, pero que sea normal no quiere decir que no sea criminal. Tiene que desnormalizarse, debemos resistirnos a la normalización de la violencia sexual.
—¿Y cómo desnormalizamos estas violencias? ¿Cambiando las categorías? ¿Dejando de entender el género como una categoría moral? ¿Considerando a las mujeres como sujetos?
—No lo sé, puede ser una forma de conseguirlo. Es cierto que, cuando la violencia sexual se normaliza, se asume desde dos lugares: o las mujeres lo quieren, o lo tienen que aceptar. Pero no entendemos que las mujeres son el sujeto susceptible de ser violado y que merecen protección contra la violación. Esta es una manera de proceder, pero desafortunadamente creo que algunas veces la misoginia opera de un modo aún más peligroso, diciendo: las mujeres pueden ser violadas y, por tanto, lo serán, y violarlas es un derecho masculino. Ellos lo entienden como una violación, y es lo que quieren. Entonces, ¿cómo podemos cambiar eso? Esa es la gran pregunta. Necesitamos una deconstrucción de la masculinidad, para que el hecho de ser hombre no implique el derecho de usar la violencia.
—Esto tendría que ir acompañado también por el acto de dejar de individualizar las violencias machistas que son solo una argumentación a favor de la reclusión de la mujer en el espacio privado y no podemos olvidar que eso es la base del capitalismo. ¿Cómo podemos subvertir este entramado machista?
“TODAVÍA HAY PODER POPULAR, QUE NO ES EL PODER DEL ESTADO NI TAMPOCO ES POPULISMO”
—Es cierto que, si nos remontamos a Engels o si miramos la historia del feminismo socialista, las mujeres han sido relegadas a la esfera privada para el trabajo reproductivo no remunerado, y que, como consecuencia, no tienen ni poder político ni poder económico. Pero hay otra implicación en el hecho de relegar a las mujeres a la esfera privada, que es que la sexualidad se entiende como una cosa que debe estar fuera de la esfera política. La dominación, la violencia, la violación en la esfera privada no se entiende como un conflicto político, y por eso debemos seguir desmontando la distinción entre lo público y lo privado que enmascara formas de poder y de violencia que pueden ser reproducidas en el núcleo familiar. También es cierto que en ocasiones la esfera privada es precisamente un espacio de libertad, en el que las mujeres participan en las relaciones sexuales que quieren sin una condena pública.
—Pero así mantenemos el sistema…
—Sí… Es parte de una larga lucha.
—¿Dónde debemos focalizar esta lucha para cambiar el sistema?
—Primero, creo que lo cambiaríamos si trabajáramos en diferentes niveles al mismo tiempo. Lo cambiaríamos trabajando en la esfera económica, política, cultural… Pero no creo que si hiciéramos cambios en la esfera económica, la esfera cultural le seguiría. Sabemos por nuestras hermanas socialistas, que podemos cambiar el sistema económico y seguir siendo irreparablemente sexistas. Así que, en realidad, necesitamos luchar en diversos ámbitos, y eso es bueno porque algunas de nosotras somos buenas en la cultura, otras en la economía, otras en el derecho, y necesitamos un marco interdisciplinario más amplio para abordar la lucha feminista.
—Actualmente está estudiando la interdependencia social que se opone a la fragmentación social y al abandono de la gente a la precariedad radical. ¿Esto nos impide trabajar desde la interculturalidad?
—Sí, eso es cierto, pero también hay dependencia económica de unos respecto a otros. Es muy importante que seamos conscientes de que en el mundo cada vez más gente vive con menos y que no tenemos una comprensión social de nuestra responsabilidad colectiva para asegurarnos de que la gente no acabe siendo abandonada.
—Miremos más el poder desde arriba y no pensemos en qué podemos hacer nosotras desde abajo.
—Exacto, pero debemos ser conscientes de que también somos poderosas. Todavía hay poder popular, que no es el poder del Estado ni tampoco es populismo.
Entrevista originalmente publicada el 29 de mayo de 2018 en Crític, traducida de inglés a català por Laura Aznar y de català a español por Keren Manzano.
Fuente: Pikara