marzo 12, 2019

El trabajo de una vida de Rachel Cusk.


Ilustración de Eleni Kalorkoti.

Si en algún momento de mi vida hubiese podido enterarme de qué futuro me deparaba, siempre hubiera querido saber si iba a tener o no hijos. Más que el amor, más que el trabajo, más que la duración de mi vida o de la cantidad de felicidad, esa era la pregunta cuyo misterio me resultaba más intrigante. Podía imaginarme el resto de esas cosas; parir no. Quería saber si iba a poder soportarlo, no porque esa información fuera a hacer mi maternidad imaginable, sino porque me parecía que el tema no podía permanecer en duda sin que se volviera una distracción. Era esta distracción, tanto como el tema de la maternidad misma, lo que quería tener bajo control. Consideraba a la maternidad una amenaza, una forma de discapacidad que te señalaba como a una distinta. Pero las mujeres debemos y tenemos que vivir con la perspectiva del parto: algunas le temen, otras lo desean y otras lo manejan tan exitosamente que hasta dan la impresión de que nunca piensan en eso. Mi propia estrategia era negarlo, así que llegué al asunto de la maternidad en shock y sin preparación, ignorante de cuáles serían las consecuencias de mi arribo a ella, y con la infundada pero distintiva impresión de que mi recorrido había sido tan aleatorio y tan determinado por fuerzas más poderosas que yo que difícilmente podría haberse dicho que yo había tenido algún tipo de decisión en el tema.

Este libro es un intento de describir algo de ese arribo, y del drama del cual el parto es solo la primera escena. Es, necesariamente, un recuento personal de un período de transición. Mi deseo de expresarme en el tema de la maternidad fue fuerte desde el principio, pero residía subterráneo, debajo de la superficie reconfigurada de mi vida. Unos meses después del nacimiento de mi hija Albertine, desapareció por completo. Deliberadamente me olvidé de todo lo que había sentido con tantas ganas hacía tan poco tiempo: no podía, de hecho, sentirlo. Mi apetito por el mundo era insaciable, omnívoro, una expresión de deseo de mi yo prematernal perdido, y de la libertad que ese yo quizás disfrutaba, quizás derrochaba. La maternidad, para mí, era una suerte de búnker alejado del mundo. Todo el tiempo planeaba mi escape, y cuando me vi embarazada de nuevo a los seis meses de Albertine, saludé a mi vieja celda con la deprimente aceptación de una presa que fue atrapada a lo grande. Lo que cautamente había pensado que era la libertad se convirtió en una hamaca tirante entre los troncos de mis dos embarazos: estaba rodeada, y fue ahí cuando la extraña realidad de la maternidad se volvió evidente para mí otra vez. Escribí este libro durante el embarazo y los primeros meses de mi segunda hija, Jessye, antes de que pudiera escaparme de nuevo.

Explico esto con la sombría sospecha de que un libro sobre maternidad no es de interés real para nadie más que para otras madres; e incluso solo para madres que, como yo, encuentran la experiencia tan trascendental que leer sobre ella tiene un raro efecto narcótico. Digo «otras madres»y «solo madres»como una disculpa: la experiencia de la maternidad pierde casi todo en su traducción al mundo exterior. En la maternidad una mujer intercambia su sentido público por una gama de significados privados y, como los sonidos que están fuera de cierto alcance, puede ser muy difícil que otras personas los identifiquen. Si una pudiera escuchar con una parte distinta de sí misma, quizás podría escucharlos.«Toda la vida humana de este planeta nace de una mujer», escribió Adrienne Rich. «La única experiencia unificadora e indiscutible compartida por todas las mujeres y varones es ese período de meses que pasamos desarrollándonos adentro del cuerpo de una mujer… La mayoría de nosotres conocemos primero el amor y la decepción, el poder y la ternura, a través de una mujer. Cargamos la impresión de esa experiencia de por vida, incluso en nuestra muerte».

Hay, por supuesto, muchos análisis, historias, polémicas y estudios sociales importantes sobre la maternidad. Fue examinado seriamente como un tema de clase, de geografía, de política, de raza y de psicología. En 1977, Adrienne Rich escribió el influyente Nacemos de mujer:maternidad como institución y experiencia, y fue inspirada en su ejemplo que ofrezco mi propio relato. Sin embargo, cuando me convertí en madre, mi impresión fue que no se había escrito absolutamente nada sobre el tema: este quizás sea un buen ejemplo de esa sordera que describí, con la que una persona que no es padre o madre es afectada cada vez que habla alguien que sí lo es, una condición que adquirimos en la infancia y que nos lleva más adelante a preguntarnos con confusión cómo es que nunca nos habían contado –nuestros amigues, ¡nuestras madres!–cómo era la pamaternidad. Estoy segura de que mi reacción, hace tres años, al libro que escribí ahora hubiera sido preguntarme por qué la autora se había molestado en primer lugar en ser madre si pensaba que era tan horrible.

Esta no es una historia o un estudio sobre maternidad; tampoco es, en el caso de que alguien haya leído hasta acá y tenga alguna esperanza, un libro sobre cómo ser una madre. Simplemente escribí lo que pensé sobre la experiencia de tener una hija de manera tal que otras personas pudieran identificarse. Como novelista, admito que este tipo de escritura sincerada me resulta un poco alarmante. Más allá de la perspectiva de una autorrevelación, demanda de parte del autor o autora una inclinación a violar la intimidad de aquellas personas que la rodean. En este caso, esa intrusión fue por omisión. No dije mucho sobre mis circunstancias particulares, ni las de las personas con las que vivo, ni sobre las otras relaciones que inevitablemente rodean la relación que tengo con mi hija. En su lugar, usé aspectos de mi vida como un lienzo sobre el que mi tema, que es la maternidad, podía ser ilustrado.

Pero el asunto de las hijas y de quién las cuida se volvió, desde mi punto de vista, profundamente político, por lo que sería una contradicción escribir un libro sobre la maternidad sin explicar mínimamente cómo encontré tiempo para escribirlo. Durante los primeros seis meses de vida de Albertine, la cuidé en casa mientras mi pareja seguía trabajando. Esta experiencia me mostró a la fuerza algo a lo que antes no le había prestado mucha atención: el hecho de que después de que un niño o una niña nace, las vidas de su madre y de su padre divergen, por lo que si antes vivían en algún estado de equidad, ahora viven en una suerte de relación feudal entre sí. Un día que se pasa en la casa cuidando une niñe no podría ser más distinto a uno trabajando en una oficina. Cualesquiera sean sus relativos méritos, son días que se pasan en lados opuestos del mundo. Desde ese comienzo difícil de reconciliar, vi como algo inevitable que nos sumergiéramos en un patriarcado más profundo: el padre pasaba sus días con la armadura del mundo exterior, del dinero, de la autoridad y la importancia mientras la madre cubría la esfera de lo doméstico. Es bien sabido que en parejas donde ambos trabajan full-time, la madre generalmente hace más que su justa cuota de tareas domésticas y de cuidado, y es la que acorta el día de trabajo para ocuparse de las exigencias de la pamaternidad. Ese es un asunto de política sexual; pero incluso en los hogares más generosos, en el cual reconozco que yo estoy, la brecha entre quien se ocupa del cuidado y quien trabaja es profunda. Cerrarla es extremadamente difícil. Una solución es que el padre se quede en casa mientras la madre trabaja: en nuestra cultura, lo masculino y lo femenino siguen tan divididos, tan encastrados en el conservadurismo, que un hombre tal vez podría cuidar a sus hijos sin sentir que es el sirviente de su pareja. Muy pocos hombres, sin embargo, se dispondrían a lastimar su carrera tomando ese rumbo; aquellos que estuvieran dispuestos a hacerlo estarían implícitamente más comprometidos con la igualdad que la mayoría, y arriesgarían la misma pérdida de autoestima que las mujeres que tienen a la maternidad como su única carrera. Ambos pueden trabajar y emplear a una niñera o niñero, o a veces cada cual puede acortar la semana y pasar algunos días en casa y otros en el trabajo. Esto suele ser más difícil si uno de los dos trabaja en casa, a pesar de la creencia común de que una carrera de este tipo es la «ideal»si tenés hijos. Una porción injusta de las responsabilidades domésticas para quien trabaja en casa resulta inevitable. Su rol termina pareciéndose al de esas personas que controlan el tráfico aéreo.

Yo creía, con el alegre y escaso sentimentalismo de quien no tiene hijos, que pagar un cuidado full-timeera la solución para el problema que había entre el trabajo y la maternidad. En esos días, la justicia me parecía todo. No entendía qué desafío al concepto de igualdad sexual iba a traer la experiencia del embarazo y el parto. El parto no es solamente lo que divide a las mujeres de los hombres: también los divide de sí mismos, dado que el entendimiento de lo que es existir para una mujer cambia de manera profunda. Otra persona existió en ella, y después del parto de ambos, viven en la jurisdicción de su propia consciencia. Cuando están con ella, ella no es ella; cuando no están con ella, ella no es ella; y por eso es que resulta tan difícil estar con tus hijas como no estarlo. Descubrir esto es sentir que tu vida se volvió irreparablemente enredada en conflicto, o envuelta en una trampa mítica en la que perpetua e inútilmente vas a luchar.

En mi caso, tomamos una decisión para demoler la cultura familiar tradicional de una vez, y fue vista por otras personas con sorpresa, aprobación y horror. La forma más punitiva e impracticable de ser de una familia parece menos merecedora de comentarios y preocupaciones generales que la simple originalidad. Mi pareja dejó su trabajo y nos mudamos de Londres. Las personas empezaron a preguntarnos por él como su estuviera muy enfermo, o muerto. ¿Qué va a hacer?, me preguntaban ávidamente, y después, sin conseguir mi respuesta, a él. Cuidar a las chicas mientras Rachel escribe su libro sobre cuidar a las chicas, era su respuesta. Esto a nadie le parecía particularmente gracioso.

Cuidar hijos es una ocupación de bajo estatus. Es solitario, frecuentemente aburrido, inexorablemente demandante y agotador. Erosiona tu autoestima y tu membresía al mundo adulto. Cuanto más separado estás del resto de la vida, más difícil se vuelve; y así y todo llevar a tus hijas a tu propio mundo, más que moverte al suyo, es duro también. Aun cuando acordás con una versión de la vida que es aceptable para todes, hay deseos que incluso no se satisfacen. Es mi creencia que en este proyecto la generosidad es más importante que la igualdad, aunque sea solo porque la demonología de la pamaternidad es tan católica que provoca epítetos de lo que es “bueno” o “malo” que están ausentes de nuestra experiencia ordinaria de vida. Como madre, aprendés lo que es ser al mismo tiempo la mártir y la diabla. En la maternidad me vi a mí misma más virtuosa y más terrible, y también más implicada en la virtud y el terror del mundo, que lo que habría creído posible desde la anonimidad de la existencia sin hijas.

En este libro traté de explorar algunos de estos temas con el objetivo de responder la gran pregunta de qué es pasar de ser una mujer a una madre. Mis definiciones, de mujer y de madre, continúan siendo vagas, pero el proceso sigue causándome una gran fascinación. Es, no tengo dudas, más o menos el mismo proceso que fue siempre, pero el recorrido es, según mi mirada, mucho más largo para nosotras que lo que lo fue para nuestras madres. El parto y la maternidad son los yunques sobre los que la desigualdad sexual se forjó, y las mujeres que en nuestra sociedad tienen responsabilidades, expectativas y experiencias similares a las de los hombres, tienen todo el derecho de acercarse a ella atemorizadas. Las mujeres cambiaron, pero su condición biológica se mantiene igual. Como tal, la maternidad provee una ventana única a la historia de nuestro sexo, pero su vidrio se rompe fácilmente. A mí me sigue maravillando el hecho de que cada miembro de nuestra especie nació y consiguió su independencia en tan arduo camino. Es este trabajo, requisado de la vida de una mujer, el que traté de describir.

Este libro es un modesto acercamiento al tema de la maternidad, escrito al calor de su temática. Describe un período que parece rondar en círculos mucho más que en orden cronológico, y por eso traté de capturarlo en temas más que en la olvidada progresión de sus días. Sin dudas va a haber otros años con verdades humanas que habría deseado esperar para registrar. En su lugar, tomé prestadas esas verdades de otres, incluyendo en este libro algunas novelas que leí o recordé mientras escribía, y que me pareció que tenían algo para decir sobre mi temática. Es una selección parcial y personal: la literatura descubrió y documentó hace mucho tiempo este espacio del que pensé que era la primera habitante, y hay incontables poemas y novelas que podrían reemplazar a aquellas que elegí. Mencioné los libros más para ilustrar la particular transformación de la sensibilidad que produce la maternidad que para encontrar su expresión perfecta: mi experiencia con la lectura, en realidad con la cultura, cambió profundamente por el hecho de tener una hija, en el sentido de que descubrí que el concepto de arte y expresión eran mucho más comprometedores y necesarios, mucho más humanos en su impulso por hacer nacer y crear, que lo que antes creía.

Por el momento, se trata de una carta, dirigida a aquellas mujeres que tengan ganas de leerla, con la esperanza de que encuentren algo de compañía en mi experiencia.


Traducción de Bárbara Duhau
Fuente: La Tribu

Sí a la Diversidad Familiar!
The Blood of Fish, Published in