Aquelarre feminista contra los cuidados invisibles
Extracto del capítulo de Anna Pacheco incluido en el libro 'Aquí estamos. Puzzle de un momento feminista' (Akal e Instituo 25M).
Ilustración de Carmen Alvar
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Durante mis visitas al ambulatorio, también observo dos perfiles de hombre que se repiten: hombres que acuden solos a la visita y que, por lo tanto, no están al cuidado de nadie, y hombres escaqueantes.Están, pero no están. Salen a fumar, no sujetan al niño, vagan por la sala, entran y salen, se quitan y se ponen el abrigo.
La escritora Lucia Berlin también dice que “la gente pobre está acostumbrada a esperar”. Hay más mujeres pobres que hombres pobres. La desigualdad entre hombres y mujeres se hace aún más evidente cuando la mujer es obrera, racializada, inmigrante. La discriminación es doble, triple, cuádruple. El machismo nos atraviesa a todas, pero a unas más que a otras. La activista gitana Pastora Filigrana resumía en un artículo publicado en CTXT la necesidad de subrayar que existen dos clases obreras: la nativa y la extranjera. En Cataluña, los charnegos sufrían discriminación hasta que apareció la alteridad en forma de inmigrantes: “los de fuera” pasaron, entonces, a ser el enemigo.
La ultraderecha y el fascismo utilizan ahora la división entre nativos y extranjeros como argumentario racista para anteponer el hambre de casa al hambre de fuera. Sin embargo, esta división, este recordatorio de Filigrana, solo tiene sentido hacerla si es para poner el foco en que la desigualdad se agrava para muchas si no ponemos remedio. Del mismo modo que hay menos hijas e hijos de obreros manuales en las universidades –representan menos del 10%, según datos del Ministerio de Educación–, las mujeres migrantes o racializadas tienen trabajos más precarios que las blancas obreras, y sufren más temporalidad, mayor criminalización y cifras más altas de abandono escolar. En la misma sala de espera del ambulatorio en la que estoy pienso que, de media, quienes esperamos ahí viviremos once años menos que las personas de un barrio rico.
La cadena que perpetúa el clasismo, el racismo y el machismo se amplifica para las de abajo. Y el capitalismo es el motor que permite que ese ascensor escacharrado sea especialmente inútil y trabajoso para las capas más vulnerables. Pienso en mi abuela, de noventa y seis años, era campesina en Jaén hasta que emigró a Barcelona y puso una tienda de comestibles. Madre de cinco hijos y una hija.
Cuando se jubiló, mi abuela asumió los cuidados de mi hermana y los míos. Ahora, mi madre asume buena parte de los cuidados de mi abuela porque es ella quien vive más cerca de su casa. La disposición geográfica de los diversos miembros de una familia ya es algo digno de estudio. Me pregunto si el hecho de que mi madre, la única mujer de entre seis hermanos, sea la que vive más cerca de la abuela es un capricho del destino o, más bien, una respuesta lógica a los desequilibrios de género. Las madres con las madres, para que nunca dejen de cuidar. Mi hermana ahora vive al lado de mi madre. Y así, otra vez.
De mi abuela también cuida una mujer que se llama Carmen y es de Perú. A veces, Carmen se alterna con su hija, Denis, de unos treinta y cinco años. Denis aprovecha algunos ratos mientras cuida a mi abuela –aquellos en los que esta no se comporta como un ogro insoportable– para estudiar Econó-micas. La socióloga Elena Casado, entrevistada en El Salto, expresó con acierto las contradicciones y tensiones de clase que tenemos entre nosotras mismas. Casado hablaba de Nicole, la trabajadora doméstica que la ayuda cuatro horas a la semana en su casa: «Me gusta estar cuando viene para no escudarme: “Toma, enfréntalo, eres alguien que puede pagar este servicio”. Nicole en su casa no tiene a nadie que le limpie. Esa es mi contradicción. Así que no es simplemente la romantización del barrio, sino que es [el barrio] el lugar que a mí me tensa de una manera que creo que es productiva”.
En el ambulatorio, veo a un matrimonio de unos setenta años que acaba de encontrarse a un conocido. Este hombre le pregunta a Antonio cómo está de salud. El hombre es de esos que, a cierta edad, ha decidido que abrirá la boca solo lo justo. La mujer le explica al amigo de su marido que le han recetado Flumil para el resfriado. La mujer se comunica por él, es simpática por él, es abierta por él, y me parece que es a través de esa desidia de los hombres de cierta edad, que no abren la boca ni para hablar de ellos mismos, que parecen mudos, como se explica también esta condición de eternos cuidados disfuncionales.
Esa imagen del hombre ausente contrasta con la vitalidad y el genio de Rocío, quien sigue contándome su vida en el banco del ambulatorio. Me explica que sus padres se enfadaron cuando decidió abandonar los estudios pese a que intentaron por todos los medios que no renunciara. Rocío cree que si tú eres hijo de currante tiene que pasar algo extraño para que dejes de serlo. “Es algo que está como inculcado”, cuenta.
El libro Aprendiendo a trabajar. Cómo los chicos de la clase obrera consiguen trabajos de clase obrera,de Paul Willis, defiende una tesis parecida, y lo hace desde una mirada crítica y no condescendiente. El propio sistema, nuestra posición social, configura, en cierto sentido, nuestras elecciones y preferencias, y muchas veces el rechazo a los títulos se explica por una identidad activa y rica y por una valoración del trabajo manual en contraposición a la autoridad del sistema dominante. Sublevarse ante los profesores, los padres, ante las normas, ante el sistema universitario, conforma una suerte de contracultura que se manifiesta desde que somos crías y críos. Representa también una forma de expresión y resistencia de la clase obrera. Por supuesto, este mismo sistema también se encarga de expul-sarnos y de recordarnos cuál es nuestro lugaren la sociedad. La discriminación de clase es un hecho: solo alcanzan ciertas metas unos pocos; a veces, gracias a una extraordinaria proeza; otras, por puro azar.
Ilustración de Carmen Alvar
Rocío también me explica que cuando se matriculó junto con una amiga para estudiar la ESO en un concertado de monjas del barrio de al lado, la miraban mal por ser la choni de la clase. Su amiga, explica, aún lo disimulaba algo más:
—Pero yo siempre he tenido esta forma de hablar muy mía. Ahora me he refinado algo. Pero nos hicieron el vacío, nos costó la vida.
Se ríe.
—La Rosalía lleva aros y ahora están de moda, pero cuando yo aparecí con los aros rizados nadie quería juntarse conmigo. Tardé lo mío en hacer amigas, y al final solo me junté, claro, con las más chonis de la clase. Involuntariamente te vas juntando con quienes más se parecen a ti, que es la gente del barrio.
Tiene gracia, porque esto de juntarse con los más parecidos es lo mismo que reprochaba la madre de Rocío hace un momento en relación con los inmigrantes árabes o latinoamericanos que, dice, “solo se juntan entre ellos”, aunque “ella no es racista”.
¿Solo se juntan entre ellos porque quieren o son las dinámicas estructurales, de clase y raza las que los empujan y apartan a ello? ¿No ha pasado así siempre? ¿No conviene analizar las causas de ese aislamiento, que quizás solo sea una manifestación, otra, de la discriminación?
Rocío mira a su madre, ahora, de forma inquisidora, como diciendo:
—Te veo venir, no sigas por ahí.
Por fin llaman a consulta a Valeria. Rocío se despide de mí, aunque pronostica que mañana le tocará volver porque los pulmones de la niña están «tapados» y no cree que esto se solucione en un día.
—Quedamos en el ambulatorio y seguimos mañana. Total, no tengo nada mejor que hacer.
Yo solo pienso en lo que se contarán esa noche ella y sus amigas en su grupo de WhatsApp.
Y que para cuándo todas juntas el aquelarre.
Extracto del texto de Anna Pacheco en el libro Aquí estamos. Puzzle de un momento feminista, editado por Akal y el Instituto 25M.
Fuente: La Marea