El onanismo jurídico de las identificaciones de género
Asistimos hoy a un golpe blando contra el estado de derecho, que invoca el nombre de los derechos fundamentales para despojarlos de su sentido y valor. La así llamada “identidad de género” es el arma cultural de este golpe, orquestada por los Principios de Yogyakarta a fin de reconvertir las garantías universales, materiales y objetivas de toda persona al modelo subjetivista de los deseos y fantasías privados de algunos. A través de la identidad de género opera un programa global para privatizar los derechos humanos, desmantelar sus protecciones y liberar el mercado transhumanista. Revisemos la cuestión.
Asistimos hoy a un golpe blando contra el estado de derecho, que invoca el nombre de los derechos fundamentales para despojarlos de su sentido y valor.
Los derechos humanos fundamentales son los derechos de toda persona, libre e igual por nacimiento,“sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Esto no significa que ellos no reconozcan las distinciones particulares de lo humano, por el contrario, todas son reconocidas en tanto y en cuanto se ajusten a la igualdad y dignidad de lo humano universal. Con independencia de lo que cada uno perciba, con quien se acueste o cómo se vista, el estado de derecho garantiza la igualdad y libertad de todos sin discriminación. Su fundamento es la naturaleza material, racional y social de la persona humana, incluso si ésta declarara ser centauro, achicoria o alerce milenario. La universalidad concreta de tales derechos incluye y protege a todos, también contra las deficiencias de su aplicación histórica. Parafraseando el icónico grito de Sojourner Truth “Ain’ta Woman?”, del mismo modo los derechos humanos nos permiten reclamar en todo momento y lugar: ¿acaso no soy una persona?
La identidad de género –promovida por el panfleto de Yogyakarta y financiada por mega-corporaciones globales– se hace pasar por un derecho humano a fin de convertir la universalidad y objetividad de los mismos en un significante vacío, ajustable a cualquier enunciación subjetivista. El contenido de la identidad de género son las percepciones, sentimientos, vivencias, fantasías o alucinaciones privadas sin consideración de lo humano común.
Sabemos en efecto que para la ideología posmoderna, lo universal es un metarrelato de la colonialidad eurocéntrica, moderna y capitalista, un dispositivo de control y disciplinamiento imperialista. Para que la garantía pública de los sentimientos privados funcione como derecho universal, la identidad de género parasita otros derechos tales como el libre desarrollo, la autonomía personal y la identidad legal del sexo, haciendo pasar el contenido subjetivo de los deseos privados por el contenido objetivo, público y universal de la ley. La intromisión en el derecho del criterio onanista de fantasías autosentidas y autodeclaradas, sin el horizonte de una medida humana común y objetiva, convierte la ley en una suma de deseos individuales. Por supuesto, como en cualquier sociedad los deseos individuales rivalizan entre sí, la ley termina por coincidir con la razón del más fuerte. Un retorno al estado tribal.
Para que el onanismo jurídico de la identidad de género opere como un derecho humano es necesario además elevar su noción a una condición fundamental de toda persona –en lugar de su verdadero sentido: la particularidad de algunos cuyo sentido del cuerpo está disociado de su cuerpo. La atribución de la identidad de género a toda persona está implícita en la propia definición aportada por Yogyakarta, la cual nos precipita forzosamente a un paradigma normativo automasturbatorio y narcisista, que nada tiene que ver con el carácter universal, objetivo y público de los derechos fundamentales. La definición reza así:
“la identidad de género es la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la cual podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales”.
Veamos por partes lo que se está definiendo.La definición nos dice que la identidad de género es una vivencia interna e individual muy profunda, que podría corresponder o no con el sexo. Vale decir, todos tenemos identidad de género, sea que nuestra conciencia individual corresponda con el cuerpo sexuado que somos o suponga ser algún otro cuerpo. Lo mismo da. Lo importante es que la definición aplique para todos y se convierta así en una condición humana esencial. Se trata en rigor de una condición ininteligible e inaccesible, porque los sentimientos profundos son tan privados, insondables e inescrutables como la singularidad de cada uno. La única razón legal clara y exhaustiva, parasitada por la identidad de género, es el sexo: único referente inteligible y evidente que aporta consistencia a la presumida condición universal. En efecto, todos sabemos qué es ser mujer y varón, aunque no tengamos idea de qué siente cada mujer y varón.
Ahora bien, una vez parasitado el sexo –lo efectivamente objetivo y universal–, Yogyakarta lo autodetermina libremente como algo “asignado” de manera extrínseca, violenta y arbitraria. El carácter de asignación cultural extrínseca configura al sexo como una categoría estigmatizante, discriminatoria, biologicista, esencialista y excluyente de aquellos cuyos sentimientos y experiencias profundas correspondan a otro sexo que no les fue asignado. De este modo la identidad de género opera la inversión perfecta del paradigma de los derechos humanos, conforme con el cual el sexo es una determinación objetiva y universal sobre la cual se asigna el género, que es lo efetivamente arbitrario y violento, extrínseco y discriminatorio, y debe ser erradicado de la cultura. Ahora resulta el sexo lo que debe ser erradicado en función de vivencias privadas.
Conforme con la inversión operada, la vivencia interna profunda y personal resulta ser la del género socio-cultural, que incluye el sentido personal del cuerpo. Vale decir, el sentido del cuerpo es un efecto del género social. Esto tiene que ver con el constructivismo socio-discursivo de la ideología posmo-queer, y supone gravísimas consecuencias para la concepción antropológica, psíquica, ética y política de la persona humana. También en este caso se invierte la unidad biopsíquica de la persona, cuya vivencia inmediata, originaria y primordial es el propio cuerpo sexuado en su encarnadura pulsional, erógena, afectiva, consciente e inconsciente. Esta vivencia inmediata y primaria del cuerpo, fundacional de nuestra constitución biopsíquica y base de la identidad sexual de la persona, es estratégicamente ignorada y sustituída por una supuesta vivencia primaria del género, vale decir, por el sentir de los estereotipos culturales sexistas de los cuales derivaría el sentido corporal. Semejante redefinición antropológica normaliza la disociación mental y la desubjetivación del cuerpo. En lugar de la unidad inmediata mente-cuerpo, tenemos ahora una conciencia afectiva operada por agentes culturales extrínsecos y un cuerpo articulado desde afuera por estos.
Además del sentido personal del cuerpo, la identidad de género implica otras expresiones de género que incluyen la vestimenta, el modo de hablar y los modales. Estas otras expresiones se sumarían a la experiencia del cuerpo, todas al mismo nivel de identificación genérica. Es decir, la vivencia del cuerpo está en el mismo plano de construcción social que la elección de la ropa o los buenos modales. Pasado en limpio, uno se cambia de vestido como se extirpa un órgano, se amputa un miembro o se intoxica con testosterona en gel, todo corresponde por igual al género profundamente sentido y expresado.
Semejante definición –edulcorada por la retórica de la inclusión, la diversidad y la ampliación de derechos– opera subrepticiamente una redefinición de la persona humana en términos transhumanistas. Ella instala un paradigma cultural psicótico que disocia la mente del cuerpo a fin de normalizar la libre manipulación de ambos como derecho fundamental. Intervenciones quirúrgicas, farmacológicas, protésicas, micro-moleculares, pornográficas, tecnologías reproductivas, eugenesia genética, experimentación transhumanista, etc. son así blindadas como prestaciones obligatorias del Estado conforme con los derechos fundamentales. A saber, el derecho humano a armar, desarmar, consumir e invertir el propio cuerpo a voluntad…. de los estereotipos culturales. Y también se nos garatniza el acceso cuerpo ajeno, porque el sentimiento profundo de ser mamá o papá debe garantizarnos la disponibilidad de úteros empobrecidos, la venta por catálogo de óvulos y esperma, y el control de calidad del producto durante todo el proceso de fabricación. En una palabra, estamos ante un transhumanismo de Estado que garantiza un mercado sexo-genérico-reproductivo desrregulado, bajo el primado onanista del autosentir identitario.
La disociación mente-cuerpo, o bien, la desubjetivación del cuerpo constituye el andamiaje fundamental para promover la alienación como liberación individual, el uso del cuerpo como mercancía, fábrica y expendedor de servicios sexo-reproductivos.
Una vez que este onanismo jurídico desembarca en el sistema normativo a través de la ley de identidad de género, comienza el dominó automasturbatorio de toda norma particular, ajustada ahora al íntimo sentir individual. Este golpe blando a la institución de los derechos humanos da rienda suelta a un capitalismo caliente, psicotrópico y transindividual, cuya mercancía somos nosotros mismos: el fetiche de un alma omniperceptiva en un cuerpo transproducido. La privatización de los derechos humanos nos asegura un Estado y un mercado entrometidos en nuestra intimidad, suministrándonos cuerpo y alma.
Frente a un establishment neotribal sostenido por la automasturbación de los sistemas de poder, el feminismo se ha reconocido a sí mismo como la conciencia de un tiempo en descomposición. De las mujeres depende la salvaguarda de lo humano en su dignidad, igualdad y libertad fundamentales.
Doctora en Filosofía y Magíster en Estudios de las Mujeres y de Género - Investigadora del CONICET (Argentina) Filosofía Contemporánea y Filosofía Feminista - Activista por los derechos de las mujeres en base al sexo - Integrante de la Campaña Argentina por el Reconocmiento de los Derechos de las Mujeres en Base al Sexo
Fuente: Tribuna Feminista