julio 17, 2024

De uniformes militares a los laborales: las costureras que habilitan el trabajo

¿Qué tiene la vestimenta laboral que decirnos acerca del oficio en sí? Gabriela Mitidieri, historiadora que investiga acerca de experiencias de trabajadoras de las ropas hace un repaso de dos prendas claves de la historia argentina.

Imagen: AGN (Inventario 11991_A)


Es 2024, tengo 39 años, no soy propietaria y probablemente nunca lo sea, pero en mi patrimonio puedo decir que además de una bici bastante linda tengo una máquina de coser Singer que me regaló mi mejor amiga. No la sé usar, aunque soy historiadora de costureras del siglo XIX y algo del XX. La miro como una fuente, como un vestigio arqueológico para analizar. Soy de la idea de que prestarle atención al trabajo textil es una excelente ventana para comprender cómo funciona el capitalismo en cada momento y lugar (incluso el devenir en mueble–hipster de la pobre Singer también da una pauta de cómo se nos arma hoy la idea de trabajo, producción y consumo). Pero, si nos remontamos 50, 100, 150 años atrás, en esta misma ciudad desde la que escribo, Buenos Aires, nos encontramos con que había costureras. 

La costura tenía ya en aquel pasado esa doble cara de labor y de trabajo, de pasatiempo y producto remunerado, de remiendo casero y pieza cosida a destajo para el taller. Pero además, desde muy temprano, la costura era ese trabajo invisible con el que se hacía ropa laboral para trabajadores visibles. Entre distintas piezas de ropa que fabricaban, las costureras confeccionaban uniformes. Me gustaría detenerme en dos de esos uniformes en dos tiempos diferentes de nuestro país –los militares a mediados del siglo XIX y ropa de trabajo fabril a mediados del siglo XX– para, a partir de esas piezas, armar el rompecabezas de cómo y dónde se cosía, quiénes eran esas costureras y si lograban o no sostenerse económicamente a través de esa actividad. 

De la ropa de la tropa, de los cientos de miles de anónimos que marchaban al campo de batalla, no tenemos más que algunas fotos viejitas. Si de estos invisibles sabemos poco, más difícil todavía es rastrear a aquellas trabajadoras que cosían pantalones, chaquetas y esos gorritos llamados kepís. 

A lo largo de la segunda mitad del turbulento siglo XIX, mientras se construía un territorio para la nación argentina, se definía qué tan unitario o qué tan federal iba a ser el país o el modo de nuestras relaciones exteriores, la guerra dio trabajo. A los soldados que se enrolaban por una paga y a las mujeres que cosieron sus uniformes. El asunto era así: terminadas las guerras de la independencia, en la década de 1840 y en adelante, se buscaba profesionalizar a los ejércitos y parte de la cuestión tenía que ver con que lucieran todos más o menos iguales, que pudieran identificar la fuerza de la que eran parte por colores e indumentaria y que además cumplieran la función de darle una ropa de mediana calidad a la masa de pueblo que no tenía dinero para adquirir vestuario. 

La oficialidad, las altas jerarquías, se hacían sus uniformes vistosos a medida, con telas caras importadas. Son los uniformes que podés ver por ejemplo en el Museo Histórico Nacional de Parque Lezama o en el Museo Udaondo en Luján. De la ropa de la tropa, de los cientos de miles de anónimos que marchaban al campo de batalla, no tenemos más que algunas fotos viejitas. Si de estos invisibles sabemos poco, más difícil todavía es rastrear a aquellas trabajadoras que cosían pantalones, chaquetas y esos gorritos llamados kepís. 

Había dos grandes formas en las que el gobierno, con sede en Buenos Aires, en aquel entonces consiguiera hacerse de los vestuarios para su ejército. Podía abrir licitaciones para que algunos empresarios se postularan. Empresarios que hacia 1840 se llamaban Simon Pereyra (papá de uno de los creadores de la Sociedad Rural Argentina), hacia 1850 Patricio Peralta Ramos (fundador de la ciudad de Mar del Plata) o Eduardo Madero (el ideólogo del Puerto al que le dio su nombre). Empresarios que en la mayoría de los casos fueron más conocidos como grandes estancieros. ¿Y cómo amasaron fortunas estos señores para luego convertirse en terratenientes? En parte, explotando costureras. 

El proceso era relativamente sencillo: los uniformes de soldados rasos eran en talles estandarizados –grande y chico–, así que el empresario se ocupaba de conseguir las telas. Por lo general, se trataba de paños baratos ingleses. Y eran baratos porque las máquinas usadas para hacer las telas, Revolución Industrial mediante, acortaban los tiempos de producción. También porque los salarios pagados a obreros y obreras ocupados en esa confección en ciudades como Manchester o Liverpool eran miserables. Y además porque el algodón que hacía falta para hacer los paños era cosechado en los estados del sur de lo que luego sería Estados Unidos, con trabajo esclavo. Pero esa es otra historia. Volvamos: a la tela la cortaba un sastre formado en el oficio, cuyo saber más preciado era justamente hacer rendir lo máximo posible la tela que le entregaban. Y a las piezas que ese artesano cortaba en el taller las cosían costureras por pieza en sus domicilios. 


El 29 de octubre de 1861, a poco más de un mes que comenzara el enfrentamiento militar entre el ejército de Buenos Aires y el de la Confederación Argentina en la batalla de Pavón –uno de esos momentos que entre otras cosas se definía quiénes y bajo qué lógica se iba a organizar política y económicamente la Argentina–, el diario El Nacional publicaba una breve crónica sobre la tienda de don Ángel Martínez. De acuerdo con el periodista que describía la escena, desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche, en la puerta de la tienda, sobre la calle Defensa, cerquita de la Plaza de Mayo, se armaba una fila larguísima de mujeres que se ganaban la vida cosiendo indumentaria militar por piezas. Decía el periodista que gritaban algunas: “‘Viva la guerra’, ‘¡Guerra a todo el mundo para que a las pobres no nos falten costuras!’. Pero que sea siempre de Ángel Martínez, el contratista que paga bien las costuras y protege a las pobres”. 

El momento de la paga llegaba una vez que la prenda estaba entregada: entre 20 y 30 pesos, el doble que el jornal de una costurera de taller pero hecha en los tiempos que dejaba el cuidado de la casa y los hijos, tal vez a lo largo de una semana. Y aunque en esa década de 1860 ya empezaban a venderse en la ciudad las primeras máquinas de coser a pedal, el trabajo a destajo de estas costureras se realizaba a mano ya que recién a comienzos del siglo XX se volvería un aparato medianamente accesible, como el que tengo ahora en el living. 

No era esta la única manera en la que el gobierno conseguía uniformes. 


Había opciones todavía más baratas. La costura de vestuario militar a cargo de mujeres presas se instaló con fuerza con la creación de la Cárcel Sastrería del Estado en 1848 por decreto del gobernador Juan Manuel de Rosas. Estaba previsto un salario para aquellas costureras forzosas; no así para otras mujeres recluidas tiempo después que también se iban a dedicar a hacer uniformes: las pacientes del Hospital para Mujeres Dementes –lo que hoy conocemos como el Hospital Neuropsiquiátrico Braulio A. Moyano–. 

Saltemos bruscamente hacia adelante en el tiempo. Se me viene a la mente la histórica foto de Agustín Tosco encabezando en Córdoba una marcha a fines de mayo del ‘69. Hace poco, la periodista Bibiana Fulchieri mostró cómo al ampliar hacia los lados el foco puesto en el Gringo se vuelven perceptibles muchas compañeras sindicalistas que encabezaban también. Me quedo pensando en el jardinero que usa Tosco. ¿Sería de Grafa? ¿De la línea de ropa de trabajo de Alpargatas que por entonces todavía se llamaba Montonera? En cualquier caso, no me cabe duda de que a esa ropa la cosieron mujeres. La industria textil argentina entre el primer peronismo y los ‘70 no paró de crecer y de dar trabajo a hombres y mujeres de todo el territorio. Alpargatas, con sus tres fábricas imponentes en el barrio porteño de Barracas, fue la más grande de todas las empresas. 


Y aunque en esa década de 1860 ya empezaban a venderse en la ciudad las primeras máquinas de coser a pedal, el trabajo a destajo de estas costureras se realizaba a mano ya que recién a comienzos del siglo XX se volvería un aparato medianamente accesible, como el que tengo ahora en el living. 

Con la dictadura del ‘76, entre la apertura de las importaciones textiles y la dedicación del directorio empresario a la especulación financiera, la fábrica comenzó su lenta decadencia hasta llegar al menemismo siendo una sombra de lo que había sido a mediados de siglo XX. Hacia fines de la década del ‘70 en la fábrica 1, la más antigua, la fundada en 1885, se hacía calzado: el zapato de hombre “Paso Doble” (un zapato de vestir, abotinado), diferentes tipos de cordones de zapatillas, y por supuesto, las históricas alpargatas. Al otro lado de la avenida Patricios, se encontraba la entrada de la fábrica 2. Allí estaba la tintorería, las hilanderías y las tejedurías de tela de jean. O sea: se armaban carretes de hilo gigantes a partir de fibra de algodón, se confeccionaban las telas y se las teñía. Una cuadra más allá, la fábrica 3 concentraba las secciones de confección de tejido de limpieza (trapos de piso, franelas y trapos rejilla), también la producción de ropa de cama de primera marca (“Palette”) y de segunda (“Horizon”). En el cuarto piso de esa fábrica se organizaba la producción de toda la indumentaria. Desde la década del ’50, Alpargatas contaba además con una planta localizada en Florencio Varela. En la planta de Barracas se alternaban tres turnos de lunes a sábado para las secciones productivas: de 6 de la mañana a 14 hs, de 14 hs a 22 hs y de 22 hs a 6 am. Estos turnos solían rotar: una trabajadora que hiciera el turno mañana una semana, debería tomar el de la tarde la siguiente y así sucesivamente. Esto afectaba de igual modo a los operarios varones, pero ellos también debían alternar esta rotación con el turno nocturno, vedado para el personal femenino. 

Neli ingresó como operaria de la fábrica Alpargatas en el año 1971. Había trabajado en la Masllorens en Avellaneda igual que su mamá. Consiguió una entrevista en el gigante fabril de Barracas y logró entrar a trabajar en la sección indumentaria de la fábrica 2 para coser ropa de trabajo masculina. Prácticamente todas las trabajadoras eran mujeres. Los pocos hombres que se veían en la fábrica estaban encargados de la reparación de las gigantes máquinas industriales de coser. 


En la línea en la que comenzó Neli, que confeccionaba camisas en el sector “Montonera”, la productividad que cada trabajadora debía cumplir estaba medida en lotes, cada uno compuesto por 50 camisas. Cada costurera no cosía la camisa entera, sino que hacía un pedazo del trabajo y se la pasaba a la siguiente compañera. Una camisa no era sólo una camisa: eran ocho tareas fragmentadas, cada una de las cuales era absorbida por un conjunto de 10 operarias que al terminar su lote entregaban lo realizado a otras 10 compañeras para la continuación del proceso. La producción mínima de Neli era de cinco lotes (250 camisas / 500 puños). 

Había uniformes que probablemente también eran fabricados en Alpargatas pero que los usaban sus propios trabajadores y trabajadoras. Cada sección tenía un uniforme de un color particular. Como los ejércitos del siglo XIX, el color y tipo de vestuario homogeneizaba el sector y marcaba diferencias visibles respecto del personal jerárquico de las secciones productivas y respecto de los empleados que desempeñaban tareas administrativas en la empresa. Marta, operaria del sector indumentaria, contaba en una entrevista que, en ese entonces, bastaba ver “uno de clarito para tener miedo”, porque blanco era el color del uniforme de las altas jerarquías. 


Las vueltas de la vida –y del capitalismo– hicieron que las grandes máquinas de Alpargatas al momento del cierre fueran rematadas y comenzaran a equipar algunos de los talleres textiles clandestinos localizados en distintos barrios de la ciudad de Buenos Aires. ¿De dónde vendrán los uniformes que usan trabajadores y trabajadoras hoy en día? ¿Cómo serán remuneradas esas costuras? Vuelvo a mirar la Singer a mis espaldas y pienso de repente en el trabajo detrás de la confección de la mochila naranja de lxs repartidorxs en bici. Parece que la empresa te hace comprar tu propio uniforme como condición para empezar a trabajar.

Por Gabriela Mitidieri
Fuente: Latfem

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