A vueltas con la identidad
Durante el periodo de alegaciones públicas al proyecto de Ley Trans estatal, las feministas escribimos al Ministerio exponiendo que dicha ley entra en conflicto con los derechos de las mujeres a la igualdad de oportunidades, la integridad física y la seguridad (en materias como el deporte, los módulos penitenciarios, las listas electorales, cuotas y premios).
Se trata de serias objeciones a la norma que deberían haberse abordado en el “informe de impacto de género” de la misma, ya que la función de estos informes es precisamente comprobar el impacto de las leyes sobre los derechos de las mujeres. Sin embargo, el informe del Ministerio eludió estos temas alegando que “las mujeres trans son mujeres” y que la ley les beneficia, de modo que, según el Ministerio, la norma no puede tener ningún impacto negativo sobre las mujeres. Como observamos, un conflicto existente se diluye mediante el falaz expediente de utilizar una misma palabra para referirse a dos acepciones distintas del término.
Conviene recordar en este punto que los hechos jurídicos no eliminan la existencia de los hechos naturales. El jurista Kelsen señaló que hay dos mundos: el “ser” de los hechos (donde se ubicaría la existencia de varones y mujeres como realidades biológicas) y el “deber ser” del derecho. Cuando hablamos del “deber ser” del derecho nos referimos a la validez. En este caso, el derecho establece que un varón que presente informe médico de disforia ante el registro civil será considerado mujer a efectos jurídicos. La distinción entre el mundo natural y el mundo jurídico es necesaria, porque el derecho no puede abolir por decreto la existencia biológica de la muerte y no puede modificar los cromosomas de las personas. El derecho no puede borrar a las mujeres y sería una injerencia intolerable que pretendiera impedir a las personas afirmar algo empírico: las “mujeres trans” no son mujeres en sentido literal.
¿Estoy diciendo entonces que no son mujeres? No. Yo soy jurista. Estoy diciendo que no son mujeres en sentido material, pero aquellas que figuren registralmente como mujeres, lo son en sentido jurídico. Llegadas a este punto podríamos decir: si son mujeres legales tiene razón el Ministerio, porque es lógicamente imposible que exista un conflicto jurídico entre “mujeres” y “mujeres” sobre la base del sexo. Esa sería una conclusión equivocada.
El derecho da relevancia al sexo biológico porque toda la población acredita su sexo mediante un certificado médico presentado ante el registro civil tras el nacimiento. La acreditación médica (biológica) es la que da lugar al sexo legal “mujer” u “hombre”. Es decir, existe una correspondencia entre el hecho natural “sexo” y el hecho jurídico “sexo”. El hecho jurídico “sexo” remite constantemente a una correspondencia natural al aludir a la maternidad para fundamentar medidas de acción positiva o al referirse a las diferencias físicas entre mujeres y hombres para establecer medidas sanitarias o deportivas. Cuando el derecho habla de mujeres, se refiere a la realidad empírica “mujeres”.
Es cierto, no obstante, que el derecho establece que un varón que presente informe médico de disforia ante el registro civil será considerado mujer. Esto es lo que se denomina “ficción jurídica”. Un ejemplo de ficción jurídica son las “personas jurídicas” (asociaciones y empresas). Tales sujetos no son personas físicas y solo pueden existir en el mundo jurídico. Nadie presume que las personas jurídicas sean personas en sentido literal, ni que sean el doble de oprimidas que las personas físicas por el hecho de no ser consideradas ontológicamente personas. Tales absurdos serían clara manifestación de la tendencia actual a confundir el lenguaje con la realidad. No debemos olvidar que si el derecho llama “personas” a las personas jurídicas es por motivos bien determinados: para que sean sujeto de derechos y obligaciones. Pues bien, la ficción jurídica del cambio de sexo registral también se creó para un fin: para procurar que las personas transexuales no sufran discriminación. Este fin es el que justifica que ocasionalmente los términos “mujer” u “hombre” se contradigan con la realidad empírica de referencia.
Dado que el derecho despliega consecuencias jurídicas tanto del hecho empírico “ser mujer” como del hecho jurídico “ser mujer” (transexual), es oportuno que las leyes y la jurisprudencia solventen las contradicciones que se presenten entre ambas consecuencias jurídicas. El Ministerio no debería eludir el análisis minucioso del impacto del cambio de sexo sobre los derechos de las mujeres biológicas. Despachar el asunto con el aserto “las mujeres trans son mujeres” equivale a subordinar los derechos de las mujeres sistemáticamente, sin un juicio de proporcionalidad. La finalidad de la ficción jurídica del cambio de sexo registral no era borrar la categoría biológica “sexo”.
Hemos expuesto que la primera causa de la confusión actual es el uso equívoco del término “mujer”. Añadimos ahora que el engrudo en el que nos encontramos es también consecuencia de la introducción en el derecho del término “identidad” (de género/sexual) en lugar de utilizar el término más claro “transexualidad”. Las personas transexuales experimentan un rechazo hacia su cuerpo sexuado que les conduce a desear modificar la mención del sexo en el Documento Nacional de Identidad (DNI) y en el Registro Civil. Obsérvese que esta noción jurídica de “identidad” es distinta a las nociones filosóficas. El “derecho a la identidad” es un derecho humano recogido en la Convención de los Derechos de la Infancia. Este derecho se refiere a que toda persona debe poder ser individualizada como sujeto, mediante una serie de datos objetivos y estáticos que permiten a la sociedad distinguir a una persona de cualquier otra. Datos estáticos serían el nombre, los apellidos, la nacionalidad, la ciudad de nacimiento, la fecha de nacimiento, la filiación y el sexo. Estos datos son los que nos permiten “identificarnos” ante la sociedad y “ser identificables” para ella, de modo que podamos ser sujetos de derechos y obligaciones.
Es importante subrayar que se trata de “datos estáticos”, porque son elementos que no dependen de la voluntad ni de la personalidad y que, salvo circunstancias excepcionales, no cambian. La estabilidad de estos datos es un requisito necesario para la seguridad jurídica. Observemos que el sexo es uno de estos datos fundamentales para ser sujeto de derecho. Cuando se habla del sexo como elemento de la identidad jurídica, estaríamos refiriéndonos a un dato empírico que ha de ser recabado porque permite al Estado obtener información relevante para las políticas públicas (por ejemplo, para el cálculo de la brecha salarial o para realizar análisis demográficos sobre el número de mujeres y hombres que nacen y la esperanza de vida de cada sexo). El sexo registral es un dato objetivo que forma parte de la identidad jurídica.
El derecho a la identidad tiene una compleja relación de vecindad con otros derechos como la dignidad de la persona y la propia imagen. Pensemos en elementos como la imagen o la biografía de una persona. Nadie tiene derecho a simular la identidad de otra persona empleando sus fotografías ni a escribir un ensayo sobre la vida de una persona real inventándose datos falsos que la dejan en mal lugar. Tales conductas serían contrarias a la dignidad de la persona.
El sexo, el lugar de nacimiento, la imagen y la biografía son hechos empíricos que permiten distinguir a una persona de otras; pero la propia imagen y la biografía no son datos estáticos, sino hechos que van cambiando a lo largo de la vida y en los que el individuo expresa su subjetividad. No obstante, eso no significa que estos datos sean mera subjetividad: el derecho no puede modificar la historia (individual o colectiva) y no puede obligarnos a que percibamos una imagen de un modo distinto al real. Es más: lo que debe proteger el derecho es la correspondencia con la realidad, dando fe pública de que las cosas son de un modo determinado. Solo así son posibles las relaciones jurídicas.
En el caso de una ficción jurídica como el cambio de sexo, asistimos recientemente a la infiltración en el derecho de posiciones extremas de la “teoría queer” que ya no desean la integración, sino que pretenden reescribir la historia (por ejemplo, ocultando el certificado de nacimiento) o imponer a los demás una percepción irreal de los hechos (por ejemplo, castigando con multas desmesuradas el empleo de determinados pronombres u obligando a la población a creer en la existencia de “hombres embarazados”). Dicha corriente, incluso quiere sustituir el término “transexualidad” por otros más vagos, como “trans”, “transgénero” o “identidad de género”, para ocultar el hecho de que lo que justificaba originalmente el cambio de sexo registral era la profunda disconformidad con el propio sexo y el deseo de transitar hacia la apariencia del sexo contrario.
Cuando se introducen en el derecho los términos “identidad sexual” e “identidad de género” la pretensión es eliminar la fe pública de los hechos empíricos y la posibilidad de que seamos identificables en relación con el sexo biológico. Esto perjudica a las mujeres, pues somos nosotras las interesadas en la existencia de datos desagregados por sexo que permitan combatir la desigualdad. La “identidad” a la que se refieren estas nuevas nociones no se corresponde con la identidad que interesa al derecho, sino con un tipo de identidad frente a la que el derecho debe mantenerse neutral: el espacio de las creencias, las opiniones, los pensamientos y los sentimientos subjetivos que conforman la personalidad.
Esta es la identidad que más interesa a la filosofía y que engloba, no solo la “identidad de género”, sino también la “identidad cristiana”, la “identidad gitana”, la “identidad gallega” y la “identidad personal”, que puede configurarse (o no) en relación con las anteriores. La relación del derecho con estas acepciones de la palabra “identidad” es compleja y está lejos de encontrar una solución definitiva. Lo que sí tenemos claro desde la ilustración es que el pluralismo político y las libertades civiles exigen que los poderes públicos desempeñen un papel neutral. El papel del derecho sería impedir toda discriminación basada en las creencias, en las preferencias afectivas o en la feminidad o masculinidad con las que “se identifique” una persona. Se impone un deber de tolerancia para la sana convivencia entre las visiones del mundo.
Los poderes públicos actuarán según la máxima, “la libertad de una persona termina donde comienza la libertad de otra”. Esto implica que no existe el derecho a que nuestras creencias identitarias sean validadas y suscritas por el resto de personas, sino que únicamente tenemos derecho a que la sociedad respete nuestra libertad de pensamiento y expresión. En algunos casos, cuando el ejercicio de una identidad comprometa la libertad de terceras personas, el Estado puede optar por legalizar la objeción de conciencia. Esto es lo que está ocurriendo en Reino Unido con las feministas, que defienden que el género no es una identidad innata. Las ideas feministas han sido definidas jurisprudencialmente como “creencias” legítimas y ahora se está planteando si eso podría justificar la negativa de una mujer a ser atendida por un ginecólogo trangénero (varón biológico pero mujer legal).
Hay que señalar que una completa neutralidad estatal en materia de identidades conduciría al dominio de los grupos sociales más poderosos sobre aquellos desposeídos, como hemos observado muchas veces en el dominio de las religiones sobre las mujeres. Por ello, pese a la regla general de neutralidad, en algunos casos el derecho debe garantizar la libertad de todas las personas frente a los mandatos de las filosofías identitarias. Esto produce un dilema jurídico ineludible, porque la “libertad” es a su vez un término cuya concreción depende de teorías filosóficas.
Por ejemplo, las controvertidas “leyes trans” consideran que el libre desarrollo de la personalidad consiste en que los menores que se identifiquen con la feminidad o la masculinidad puedan hormonarse y cambiar de sexo registral. Por su parte, el feminismo señala que la libertad consiste en que los menores jueguen a lo que quieran y vistan como prefieran, sin imposiciones de género. Una niña a la que le guste el baloncesto sigue siendo una niña y su disconformidad con los mandatos sexistas del género no deberían desembocar en un ataque contra su propio cuerpo, pues esa presión por acomodarse a categorías identitarias es contraria al libre desarrollo de la personalidad.
La comunidad jurídica no puede seguir eludiendo la reflexión sobre la identidad. Nos enfrentamos a casos difíciles que demandan soluciones ponderadas. Esquivar el debate negando a la mujer la consideración de sujeto jurídico autónomo no es una opción legítima.
Resposable de Estudios Jurídicos de la Asociación de Afectadas por la Endometriosis (Adaec) y profesora del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada
Fuente: Tribuna Feminista