Perú. Terrenos en disputa por los derechos de las mujeres
La fragmentación parece haberse impuesto en el movimiento feminista en ciernes, una propensión más bien generalizada en los movimientos sociales en un Perú marcado por las brechas territoriales, el racismo y el clasismo.
El primer paso para la acción política es sin lugar a dudas la toma de conciencia de una situación de injusticia que debe ser cambiada. Pero esta toma de conciencia no es fácil ni automática; muchas veces no basta ni siquiera vivir “en carne propia” la injusticia para tomar conciencia de ésta, menos aún para comprender sus causas más profundas. Nos pasa a muchas mujeres que, habiendo vivido o conocido de situaciones de violencia en nuestras propias familias, partidos, centros de trabajo o en la calle, las hemos interpretado como dramas aislados y privados que era mejor callar para no atizar más dolor. Es ahí donde el diálogo con mujeres diversas, el intercambio de experiencias, el análisis de la historia y los índices de violencia en nuestras sociedades, son esenciales para estructurar nuestras propias vivencias e intuiciones y tomar conciencia de que la discriminación y violencia hacia las mujeres son en realidad síntomas de un sistema patriarcal de dominación en el que se nos asigna determinados roles subordinados de reproducción y cuidado y determinadas características –“calladitas” y “sacrificadas”- que son y producen violencia hacia las mujeres. Las conciencias –empezando por la propia- son, entonces, el primer terreno a tomar en y para la acción política.
Luego, toca ganar el terreno del debate político y la conversación cotidiana, tarea no menos complicada. Cuando empecé a militar en un partido aquí en el Perú, hacia el 2004, la disputa política estaba centrada en la denuncia contra el neoliberalismo salvaje –encarnado en élites corruptas y antipatriotas aliadas a voraces transnacionales- que remataba nuestras riquezas mientras nos dejaba migajas y mercantilizaba derechos como la salud o la educación. Años más tarde, el surgimiento del movimiento indígena y campesino denunciando la depredación y contaminación de sus territorios marcaba también el debate político nacional. La violencia hacia las mujeres era apenas tema de la sección “policiales” de los diarios o los noticieros de la televisión, la mayor parte de las veces con un terrible sesgo sensacionalista. A pesar de los esfuerzos de diversas organizaciones de mujeres, incluso en los espacios progresistas y de izquierda, los derechos de la mujer eran relegados a las últimas páginas de los planes de gobierno, así como las mujeres éramos relegadas a la cola de las listas de candidatos y “destinadas” a ocupar, en el mejor de los casos, la secretaría de actas o la tesorería de los partidos políticos en clara analogía con los roles de cuidado que se nos asignaba –y asigna aún- en la casa.
Cuando empezamos a rebelarnos contra este “orden natural” de las cosas, se nos dijo que “el tema de las mujeres” era de segundo orden, que había otros más urgentes que resolver: el hambre, la precariedad laboral, la expoliación de nuestros recursos. Nuestro “tema de mujeres” podía esperar o se resolvería naturalmente con la recuperación de la riqueza de manos de los expoliadores y algunas políticas redistributivas. Pero no, no podíamos esperar que más mujeres siguieran siendo acosadas, violadas o asesinadas en la calle o en sus propias casas, no podíamos seguir esperando que se nos pagara igual que a los hombres por igual trabajo o que se reconociera siquiera el trabajo de cuidado que asumimos principalmente las mujeres. Exigimos que se avanzara en el reconocimiento de nuestros derechos y gracias al esfuerzo sostenido de diversas organizaciones –algunas de ellas con décadas de trabajo- se logró poner en el debate político la necesidad de garantizar una efectiva participación política de las mujeres, esto último con el protagonismo de una Red nacional de mujeres autoridades. Al inicio de la segunda década del siglo XXI se logró incluso poner en el debate político la interrupción del embarazo en casos de violación sexual gracias a una iniciativa legislativa ciudadana que logró la adhesión del 0,3% de la población electoral. Tuvieron que pasar 10 años de debate e incidencia política para que las normas para prevenir y sancionar el acoso, así como establecer la alternancia y paridad en el sistema político pudieran ser aprobadas (paradójicamente al mismo tiempo que la crisis política recrudecía). La iniciativa para despenalizar el aborto por violación no prosperó en el Congreso, pero logró abrir el debate en la ciudadanía y disputar en el sentido común el derecho de las mujeres a decidir sobre su vida y sus cuerpos.
Sin embargo, aunque se desplegaron vocerías en medios de comunicación, talleres con organizaciones de mujeres, campañas en redes sociales, ninguna de estas iniciativas movilizó a las mujeres en las calles. Hasta que todo estalló. En el 2015, en Argentina, Uruguay y México en particular, miles de mujeres indignadas habían inundado las calles gritando “Ni una menos” tras dramáticos casos de feminicidio. En el 2016, la impunidad con la que el sistema de justicia peruano trató casos de violencia que habían sido crudamente exhibidos en televisión nacional –mujeres arrastradas de los pelos o con el rostro completamente amoratado- fue el disparador de la más grande movilización de mujeres de lo que va del siglo en diversas regiones del país, bajo la misma consigna “Ni una menos”. Algunas creímos que ese sería el inicio de un gran movimiento feminista que articularía nuestras luchas por vivir sin ningún tipo de violencia, o por vivir –así, a secas. Pero, 5 años después, eso aún está por verse.
Sin lugar a dudas, hubo un momento de encuentro y articulación de activistas y diversos colectivos y organizaciones, algunos creados al calor de la movilización, otros cuya presencia se vio fortalecida con ésta. Sin lugar a dudas este momento fue también un impulso decisivo para que la situación de las mujeres se pusiera en debate en la sociedad y en las instituciones y se aprobaran normas y políticas favorables a sus derechos como las que mencionamos líneas arriba. Hoy, además, tenemos una nueva generación de jóvenes mujeres para quienes la afirmación de sus derechos y libertades no es ajena. Sin embargo, la fragmentación parece haberse impuesto en el movimiento en ciernes, una propensión más bien generalizada en los movimientos sociales en un Perú marcado por las brechas territoriales, el racismo y el clasismo, por el trauma que nos dejó el conflicto armado interno de los 80s y la dictadura neoliberal de los 90s que nos heredó un sentido común individualista y competitivo que ha marcado incluso a las organizaciones progresistas y de izquierda; pero también por una tensión irresuelta aún entre la espontaneidad, flexibilidad y transversalidad que permite el trabajo en red, muchas veces virtual y las lógicas más estructuradas y planificadas que pueden asegurar mayor sostenibilidad de los procesos pero a costa de su rigidez y verticalidad; entre una lógica de “incidencia” más institucionalista y otra más movimientista y popular; entre lo racional y lo emocional, entre el feminismo y los feminismos.
Y mientras nos debatíamos entre esas tendencias o nos atrincherábamos en nuestra zona de confort y superioridad moral o intelectual, otros tomaron la calle y agitaron banderas… rosicelestes. Ya no decían “Ni una menos”, ni “¡Basta de violencia!”, decían “Con mis hijos no te metas”. Estos sectores conservadores ya habían ido ganando cada vez más espacio en las instituciones a través de diversos partidos políticos, de derechas, pero también supuestamente progresistas. Habían ido ganando cada vez mayor presencia en los territorios y en la cotidianeidad de la gente a través de iglesias cristianas fundamentalistas, redes de apoyo, televisión y radios “alternativas”. Luego desplegaron una estrategia judicial, mediática y en redes sociales para anular el enfoque de género en el currículo educativo nacional con el “argumento” de que se trataba de una nefasta ideología destinada a quebrar a las familias y “homosexualizar” a los niños. Con este tipo de ideas inverosímiles lograron, sin embargo, ir ganando terreno también en el sentido común, conectando con el miedo, la desconfianza, el malestar social generado por un sistema que precariza la vida y fragmenta la sociedad. Mientras el movimiento de mujeres se afirmaba desde la libertad personal -individual-, ellos afirmaban lo colectivo, la familia, la soberanía frente a la imposición de agendas externas, ganaban una narrativa afirmativa, ellos decían ser los “provida” y “profamilia” mientras a nosotras nos etiquetaban como la antítesis de todos esos “valores”.
El avance del discurso conservador se pudo medir en el último proceso electoral en el que, si bien ganó una opción política de izquierda antineoliberal, ésta comparte con las otras dos primeras fuerzas más votadas –ambas de derecha- una veta conservadora en lo social. Es en ese difícil escenario que el movimiento feminista en germen en el Perú tiene el desafío de poner en el debate político los derechos de las mujeres al mismo tiempo que enfrenta la arremetida de sectores autoritarios y golpistas que buscan impedir el proceso de cambio abierto en el país y que no tienen reparos en instrumentalizar la lucha por los derechos de las mujeres, mostrándose repentinamente preocupados por el machismo que exudan ciertos sectores de izquierda hoy en el gobierno, al tiempo que apañan el que se exuda desde sus propias filas. Desde ciertos sectores de izquierda se nos exige a las mujeres que callemos frente a su machismo y misoginia en nombre de “no hacerle el juego a la derecha” y desde la derecha se nos culpa de las actitudes machistas de los hombres de izquierda. La misma vieja estrategia del patriarcado de culpar y culpabilizar a las mujeres por el machismo.
Frente a esta trampa, necesitamos de un movimiento feminista que pueda hacer resonar las propias voces de las mujeres, conectando y representando a las mujeres urbanas, estudiantes, trabajadoras, funcionarias, pero también a las madres de familia, a las organizaciones de ollas comunes y comedores populares que se organizaron durante la pandemia para asegurar la alimentación de miles de familias que se quedaron sin ingresos, a las mujeres campesinas que enfrentan ahora los altos precios de los insumos necesarios para sus cultivos o la crisis climática que vuelve cada vez más incierta su actividad, a las mujeres indígenas que se enfrentan a la falta de servicios básicos como a la tala ilegal en sus bosques o la contaminación de sus fuentes de agua por parte de grandes proyectos mineros. Es tiempo de construir un feminismo diverso como lo es nuestro país, que tienda puentes por encima de las brechas de clase, que se hable en nuestras diversas lenguas, que se arraigue en nuestros territorios y nuestra historia, que nos interpele y haga reflexionar, y que haga también latir nuestros corazones.
Fuente: Alai.org