Bebés robados: la Causa General Franquista contra la Mujer
Más de 250.000 niños y niñas fueron sustraídos gracias a la arquitectura jurídica establecida durante el franquismo. Es el momento de realizar los cambios legislativos necesarios para reparar el daño
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Por desgracia, es bien sabido que en todas las guerras las mujeres se convierten en botín de depravadas mentes violentas, y en víctimas de los ancestrales ritos de dominación patriarcal que con tanta amargura salpican la historia de la humanidad. Nuestra Guerra Civil no fue diferente, y la mujer, siempre víctima directa de la guerra, pierde a los hombres que conformaban su entorno, compartiendo su sufrimiento y sufriendo su ausencia, y es asaltada en su condición de mujer y en su vulnerabilidad. En todas las guerras y situaciones de conflicto ha sido habitual también el robo de bebés, que son arrancados de los brazos de las vencidas, de las enemigas, de las otras, como el más cruel de los castigos, y como botín para socializar a los niños en los principios que inspiran la barbarie.
En España, de la mano de un grupo de psiquiatras reaccionarios se conformó la estrategia de extirpar el “gen rojo” de la sociedad republicana mediante el robo de bebés
En España, de la mano de un destacado grupo de psiquiatras afectos a la causa reaccionaria, capitaneados por Antonio Vallejo-Nájera y formados en la Alemania nazi, se conformó la estrategia de extirpar el “gen rojo” de la sociedad republicana mediante el robo de bebés a las mujeres y madres “peligrosas”. Consideraba el ilustre académico que “a la mujer se le atrofia la inteligencia como las alas a las mariposas de la isla de Kerguelen, ya que su misión en el mundo no es la de luchar en la vida, sino acunar la descendencia de quien tiene que luchar por ella”, entendía que los “rojos” eran “individuos mentalmente inferiores y peligrosos en su maldad intrínseca” y, dada la urgencia social del nuevo Estado de “multiplicar los selectos y dejar que perezcan los débiles”, se hacía patente que “la segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de una plaga tan temible” como explica en Eugenesia de la hispanidad y regeneración de la raza (1937) nuestro eminente psiquiatra.
Sobre estas ideas se organizó, desde la rabia y la crueldad extremas, la represión franquista contra las mujeres republicanas, víctimas de bárbaras humillaciones estratégicamente diseñadas por los que Paul Preston denomina “arquitectos del terror”. Y en los improvisados e insalubres centros de internamiento y cárceles de mujeres, severas monjas carceleras obligaban a la oración y al himno, en esa España que debía funcionar “con la moral del convento y la disciplina del cuartel”, mientras les arrancaban a los niños y las obligaban a parir –en ocasiones los embarazos eran producto de agresiones sexuales– para llevarse el botín rasgando sus entrañas y su alma para siempre. Se trataba de extirpar las malas hierbas y de conseguir cachorros para la nueva España.
Con la creación en 1941 del Patronato de Protección de la Mujer, bajo la honorífica presidencia de Carmen Polo de Franco, se institucionaliza la represión nacionalcatólica contra la mujer por ser esta inferior y símbolo de la maldad y el pecado. Despojadas de toda capacidad jurídica, las mujeres quedarán sometidas a la familia, el matrimonio y el confesionario. Controladas en su vida privada y cotidianidad por normas morales represivas que instaban a su sometimiento al varón, su destino será exclusivamente el hogar y la procreación: “Una mujer sin hijos es un jardín sin frutos”. Centenares de miles de mujeres, muchas aún niñas, son enviadas del campo a la ciudad para servir como internas en las casas de los vencedores a cambio de comida y un techo, pero sin sueldo ni libertad. Allí se controlará hasta el extremo su conducta y moral, serán víctimas de la absurda disciplina y el autoritarismo más caprichoso, y en no pocas ocasiones también se verán sometidas a la humillación y al abuso. Una mezcla grisácea de pobreza, miedo y represión se cernirá sobre su condición de mujeres y de pobres. Y muchas de ellas, con embarazos que no fueron ni previstos ni buscados, serán además víctimas de robos de bebés, de inducciones a la adopción, de engaños y de mentiras.
Centenares de miles de mujeres fueron enviadas del campo a la ciudad para servir como internas. Muchas de ellas, con embarazos que no fueron ni previstos ni buscados
Miles de mujeres retenidas sin ningún proceso judicial, forzadas a fregar de rodillas las sórdidas y frías estancias del reformatorio, obligadas a misa y comunión diarias –eso sí, ocultas tras cortinajes por su condición de eternas pecadoras–, coaccionadas para parir y entregar al niño en contra de su voluntad, o sencillamente engañadas para robarles a sus hijos. En 1984, Fernando Ledesma, ministro de Justicia, ordenó el cierre automático e instantáneo de todos los centros de las Juntas Provinciales del Patronato de Protección de la Mujer. Franco llevaba casi diez años muerto entonces. Las chicas con “mala conducta moral” salieron humilladas, heridas y agotadas a las avenidas de la libertad, pero detrás quedaba el oscuro silencio, la sonrisa segura de los delincuentes, la complicidad arrogante de los vencedores que jamás mostraron arrepentimiento ni hicieron propósito de enmienda. Detrás estáis vosotras todavía acalladas, silenciadas y maltratadas.
Más de 250.000 niños y niñas fueron robados hasta finales del siglo XX. Y ya en una última fase, en plena democracia, se produjo un macabro negocio de mafias organizadas al calor oscuro de instituciones –hospitales, orfanatos, casas de recogidas, cárceles, reformatorios…– donde los niños que nacen muertos pasan a lactancia y acaban en “buenas” familias con nuevos apellidos.
Se establece toda una arquitectura jurídica para hacer posible el robo de bebés: el parto anónimo, el abandono en conventos, el registro con los nuevos apellidos, la necesidad de que transcurran 24 horas desprendido del claustro materno para ser civilmente registrado, la ausencia de protocolos para la identificación biológica, la connivencia con las autoridades públicas, el silencio de confesión, los legajos de aborto y los ataúdes vacíos… y, sobre todo, el miedo, la culpa y la represión. Porque donde no llega la monja, llega el cura, donde no llega el médico, llega la comadrona, y si no, siempre quedan la policía y el juez.
Las madres robadas y los niños y niñas robados no pueden seguir solos, desorientados y engañados. Las respuestas llegan tarde, pero han de llegar
Cambiamos las leyes de adopción y ahora es obligatorio informar al adoptante de su verdadera filiación, el Supremo suprimió el parto anónimo, quien nace debe ser inscrito al momento, los hospitales se iluminan y los protocolos de buenas prácticas se generalizan. Pero nos quedan las víctimas, las madres, las mujeres, que cada día se levantan y se acuestan con la duda, nos quedan los niños que buscan a las madres, los que descubren –por casualidad, y tras muchos años– que su identidad está falseada. Y quedan también las mafias, las que robaron, las que ocultan, quedan los cómplices, los que se enriquecieron. Y quedan todas las causas archivadas, y los archivos ocultos e inaccesibles, y las autoridades ausentes, y los años pasan, y las madres mueren.
Hay que cerrar las heridas, y la única receta cicatrizadora es la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. Es necesario que el Estado democrático se haga merecedor de su condición reaccionando frente a atentados graves y masivos contra la dignidad de las mujeres, y que, revestido de la imprescriptibilidad de estos crímenes, se ponga del lado de las víctimas para el reencuentro, la reconciliación y la reparación. Nos lo pide y nos lo exige Naciones Unidas, el Comité de Desapariciones Forzadas, el Grupo de expertos de desapariciones, el Comité de Derechos del Niño, el Comité contra la Tortura, el Comité de Derechos Humanos, el Relator Especial de justicia transicional…
Explicar la represión, la humillación y la violencia que durante tantos años sufrieron las mujeres por ser mujeres –tras la primavera republicana en que miles de maestras llenaron nuestro país de cultura, de alegría y de fraternal afecto– es necesario para que no vuelva a repetirse. Cuando el fantasma del populismo iliberal –del fascismo eterno que diría Umberto Eco– cobra forma carnal en las sombras donde se hallaba recluido, y avanza sin vergüenza y sin complejos repitiendo las mentiras, los viejos mantras machistas, y los heroicos himnos a la insensibilidad, conviene explicar muy bien la historia, sin olvidarse de las mujeres que más la sufrieron, como símbolo de lo que no debe volver a pasar nunca jamás.
En España pasaron cosas muy, muy, muy feas, durante muchos, muchos, muchos años. Creo que debemos empezar a hablar de una verdadera Causa General contra la Mujer durante el franquismo, y realizar los cambios legislativos y las políticas públicas necesarias para reconstruir y reparar la identidad biológica, y facilitar los reencuentros. Las madres robadas y los niños y niñas robados no pueden seguir solos, desorientados y engañados. Las respuestas llegan ya muy tarde, pero han de llegar.
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Santiago J. Castellà es profesor de Derecho internacional en la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona, director del Observatorio de la Desaparición Forzada de Menores (ODFM), y actualmente, senador electo del Grupo Parlamentario Socialista.
Fuente: CTXT