Ellas no se pasaban el día barriendo la cueva
[Imagen: Mujeres trasladando una cierva en un mosaico romano. Créditos: NUSO]
En la prehistoria las mujeres hacían cosas que algunos jamás habrían creído: iban a cazar, creaban arte y disfrutaban de un estatus elevado. La investigación apenas está comenzando a liberarse de los clichés de género del siglo XIX. Y esta nueva visibilidad es de gran importancia para el presente.
Cuando la modelo estadounidense Emily Ratajkowski terminó una agotadora sesión de fotos en Nueva York y salió a la calle en calzas dispuesta a disfrutar de un momento para ella, un hombre se le acercó, le miró la entrepierna y dijo: «Puedo verte la vagina». Según escribe en su libro Mi cuerpo, recientemente publicado también en español, la joven sintió una «vergüenza punzante». Cuando a fines de 2017 una usuaria de Facebook publicó imágenes de la Venus prehistórica de Willendorf, la plataforma censuró las fotos por pornografía. Posteriormente la empresa se disculpó y aclaró que, por supuesto, para las esculturas había excepciones. Cuando en agosto de 2021 los talibanes tomaron el poder en Afganistán, hubo que esperar apenas tres meses para que el «Ministerio de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio» ordenara a los canales de televisión que dejaran de emitir películas o series protagonizadas por mujeres.
Habría muchas maneras de comenzar a narrar la invisibilización transcultural de las mujeres, de sus cuerpos y de sus aportes al progreso de la humanidad. Es cierto que el actual sistema de creación de valor –enmarcado en la economía de la atención– sabe sacar provecho de la visibilidad del cuerpo femenino, siempre que se ajuste a las características definidas por varones heteronormativos para lo «cogible». Sin embargo, al menos en las películas alemanas rodadas entre 2017 y 2020, ya a partir de los 35 años aproximadamente las mujeres están menos presentes que sus colegas masculinos. Esto lo demuestra Elizabeth Prommer, del Instituto de Investigación de Medios de la Universidad de Rostock: según su estudio «Sichtbarkeit und Vielfalt» [Visibilidad y diversidad], publicado recientemente y dedicado al entorno audiovisual, la protagonista femenina «es joven, delgada y aparece narrada en el contexto de una pareja o relación»; los varones, en cambio, «tienen profesiones que se pueden identificar, a veces son obesos, y en general se los representa de una forma más polifacética».
Jugando con el lenguaje, cabe afirmar que no ser visto equivale a no ser apreciado. ¿Por qué ocurre eso? ¿Por qué afecta sobre todo a las mujeres? El hombre prehistórico es también una mujer reza el título programático de un libro con el que la investigadora francesa Marylène Patou-Mathis está causando cierta sensación también en Alemania. Inicia su texto con un tono fuerte: «¡No! ¡Las mujeres prehistóricas no se pasaban el día barriendo la cueva! ¿Y si resulta que también pintaron Lascaux, cazaron bisontes, tallaron utensilios e idearon innovaciones y avances sociales?».
Los rasgos de las manos de muchas pinturas rupestres famosas hoy se asignan en gran medida a mujeres. Aunque los primeros espeleólogos estaban convencidos de que la incursión en las cavernas solamente podía ser cosa de hombres (¡incluso se los dice la biología!), en realidad las mujeres se encaramaron por sus paredes intransitables y las pintaron.
Según la prehistoriadora, en otros ámbitos no hay pruebas sólidas de una autoría femenina. Pero lo fundamental, precisamente, es que tampoco hay pruebas de que hayan sido obras de los varones. La Venus de Willendorf, por citar un caso, puede haber sido creada también por una mujer. El hecho de que ese cuerpo femenino exuberante haya sido denominado «Venus», en honor a una diosa romana de una época completamente distinta, dice sobre todo una cosa: que desde el punto de vista de quienes bautizaron la obra, solo era posible representar una mujer desnuda para el placer del hombre. Es apenas uno de muchos ejemplos de cómo los viejos tiempos han sido y son sometidos al pensamiento patriarcal del presente.
No se trata solamente de una injusticia, sino que además es una estupidez porque obstaculiza la mirada científica. Muchas veces los propios esqueletos de nuestros antepasados no se ajustan a las expectativas actuales respecto a las características femeninas y masculinas. Por ejemplo, las inserciones musculares y el desgaste óseo demuestran que las neandertales solían arrojar lanzas. Una tumba descubierta en 1880 en la isla sueca de Björkö sirvió durante décadas como referencia para la identificación de guerreros vikingos enterrados. ¿Quién más que un hombre sería sepultado así, rodeado de tanta opulencia, junto con una espada, dos lanzas y 25 flechas, dos caballos y un juego con tablero y piezas? En 2014 se determinó inequívocamente mediante análisis de ADN que el esqueleto era femenino. Tal como escribe Patou-Mathis, «la sociedad occidental patriarcal del siglo XIX era incapaz de aceptar la idea de que había guerreras».
Ideas y clichés heredados
Afortunadamente la autora evita un tono triunfal o activista, y se atiene de manera meticulosa a las posibilidades de demostración. Sintetiza cuáles son las pruebas sólidas obtenidas a partir de las nuevas técnicas utilizadas para analizar restos arqueológicos, qué avances logra la ciencia en la interpretación de restos fósiles humanos y dónde existen (aún) limitaciones. Aunque no cabe duda de que los hallazgos han puesto en tela de juicio «muchas de las ideas y clichés heredados».
En el portal ZeitOnline, el ensayista Georg Diez califica como una «revolución» el solo hecho de preguntarse si realmente el hombre fue «siempre» el modelo de la humanidad –ya sea como artista, cazador, científico o guerrero– o si no se trata más bien de una retroproyección de estándares sociales del siglo XIX, cuando nació la prehistoria como disciplina. Por cierto, en las revoluciones se produce en general un intercambio de roles entre beneficiados y oprimidos, pero las relaciones de poder siguen siendo las mismas. ¿Significa quizás que la mayor visibilidad femenina es entonces una mera emancipación dentro de un sistema existente, como lo expresó hace poco la politóloga feminista Antje Schrupp en una entrevista en Radiocorax?
Hay que tomar de manera absolutamente literal el título El origen del mundo, la «provocadora» pintura realizada por Gustave Courbet en 1866, para entrever que la despectiva y agresiva frase de Donald Trump («Agarrarlas de la vagina») podría acaso estar conectada con la pregunta de cómo comenzaron en el fondo la depredación de la naturaleza, la Edad de los Metales y las guerras. Partidarias de la teoría de los años 70 acerca de una diosa madre existente en la Era Paleolítica (es decir, antes de la domesticación de los animales, que precedió al sometimiento de las mujeres) están convencidas de que, en definitiva, la presentación de la desnudez femenina no significa una desvalorización de la mujer porque ese cuerpo no fue entendido como objeto, sino como sujeto creativo.
Por lo tanto, en su representación se mostraba la valoración de aquel cuerpo como el único capaz de generar nueva vida. La fertilidad masculina no debe de haber tenido la importancia que luego le adjudicó el patriarcado. Fue así hasta que las nuevas religiones de pastores convirtieron un hecho evidente para todos, que cada persona llega al mundo desde el vientre de una mujer, en una cuestión de fe difícil de probar y trasladaron violentamente la autoría de la vida al hombre: la mujer proviene de la costilla de Adán. De forma análoga, la otrora «sagrada» evacuación de sangre femenina durante la menstruación y el nacimiento se tornó «impura» y fue condenada a la invisibilidad, mientras que lo masculino y guerrero era puesto en un pedestal.
La incertidumbre del presente aguarda respuestas urgentes frente a la pregunta de «cómo comenzó todo». Así lo revela el gran éxito internacional de libros como The Dawn of Everything: A New History of Humanity [El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad], de David Graeber y David Wengrow, o el revuelo casi propio de la cultura pop en torno de las obras de Yuval Noah Harari o James Suzman. Aun cuando hoy nadie está exento de iluminar la prehistoria con las más coloridas retroproyecciones de estados deseables, una nueva mirada sobre la parte femenina en la historia de la humanidad sería beneficiosa no solo para las mujeres.
Muchos restos de piedra hallados no permiten extraer actualmente ADN utilizable. Sin embargo, queda todavía por completar el mosaico de huecos en la visibilidad femenina. En un libro sólido y vital, titulado Forces of Nature: The Women who Changed Science [Fuerzas de la naturaleza: Mujeres que cambiaron la ciencia], las estadounidenses Anna Reser y Leila McNeill sostienen que «en lugar de aceptar simplemente que hay áreas donde no aparecen mujeres, deberíamos preguntar por qué no es posible encontrarlas allí y quién les negó el acceso». Según estas historiadoras de la ciencia, es necesario reformular así la pregunta para poder reinterpretar un vacío en los registros históricos «como testimonio de una determinada acción». Porque olvidar, al igual que recordar, es un ejercicio activo.
Sin embargo, la mayor visibilidad por sí sola no soluciona todos los problemas. En 2008, en su libro Ambivalenzen der Sichtbarkeit [Ambivalencias de la visibilidad], Johanna Schaffer analizó el concepto desde una perspectiva crítica de la dominación. Esta especialista austríaca en historia del arte y ciencias culturales alienta a «transformar las demandas de visibilidad, de modo tal que estén más cargadas de potencial reflexivo que de peso cuantitativo».
La mayor visibilidad no implica un empoderamiento automático, como revelaron recientemente las furiosas reacciones dirigidas hacia la cantante Adele después de que adelgazara 45 kilos. Para muchos fans, eso era una traición a la idea del movimiento de «positividad corporal». A partir de la decisión y la supuesta adaptación de la cantante al ideal de belleza común, había quedado anulado el vínculo tan estrecho con la norma de empoderamiento.
La mujer visible en términos de cultura pop, al igual que en la mayoría de las películas alemanas, no tiene ahora mucho más que su envoltura. Como si viviéramos todavía en los tiempos de Effi Briest, su relación es el mérito de su (bella) envoltura. Al menos hasta que cumpla los 35 años. En 2013, Emily Ratajkowski tenía 21 y se hizo famosa por su aparición semidesnuda en el video de la canción «Blurred Lines» de Robin Thicke. La lectura de sus reflexiones sobre las ambivalencias de la propia visibilidad, expuestas en su libro Mi cuerpo, constituye un proceso tan sobrio como conmovedor y de final abierto. Al escribir acerca de un fotógrafo agresivo, que recién comenzó a tratarla con respeto cuando ella fue madre, señala que es gracioso «que los hombres simplifiquen así los ciclos de vida de las mujeres: de objeto sexual a madre a … ¿qué? ¿Invisible?».
En el prólogo de su libro, Ratajkowski incluye una frase de John Berger. En 1981, en Modos de ver, el pintor y crítico de arte británico escribía: «Pintaste a una mujer desnuda porque disfrutabas mirándola, le colocaste un espejo en la mano y titulaste la obra Vanidad, y con ello condenaste moralmente a la mujer cuya desnudez habías dibujado para tu placer personal. La auténtica función del espejo era otra. Era convertir a la mujer en cómplice de tratarse a sí misma, ante todo, como una imagen».
Mi cuerpo finaliza también con un espejo; y se sobrepone a él. La autora lo deja colgado sobre la cama durante el nacimiento de su hijo. Ella se convierte en su propio cómplice, observa cómo el cuerpo adquiere autoridad y registra la fuerza (de)formadora en acción. «Como obnubilada», toma a su hijo en brazos y se da a sí misma un resplandor divino: «Carne de mi carne, pensé». El espejo queda entonces a un lado, pero ella puede seguir viendo ese «lugar» desde donde ha llegado la nueva persona: «mi cuerpo».
Por Cosima Lutz
Traducción: Mariano Grynszpan, para Nueva Sociedad.
Fuentes: NUSO