Ecuador. Sobrevivir entre el cuidado y la precarización de la vida
Ilustración: Vera Primavera
Cuando pienso en el cuidado, siempre se me vienen de sopetón memorias asociadas con mamá. De niña, la recuerdo como una súper mujer, hacendosa, cuidadora de su casa y de sus hijas, se levantaba a las 5:00 de la mañana y preparaba el desayuno; ella prefería no comprar pan, así que eran tortillas o bolones… Salíamos de casa camino a clases en la escuela y ella se alistaba para trabajar vendiendo cosméticos, utensilios de cocina, ropa por catálogo o el emprendimiento de turno. Durante el día alternaba entre sus múltiples trabajos, la cocina, la limpieza de la casa, el lavado de ropa a mano y el cuidado del “hogar”. Su vida estaba dedicada a ese trabajo invisible, dado por el mandato social a las “buenas mujeres”.
Creí que ese trabajo de cuidado era un destino marcado para las mujeres, que no había muchas opciones para hacer algo diferente y que, a cuestas, llevábamos en nuestros hombros el peso y el movimiento del mundo; esto lo creí ingenuamente por gran parte de mi infancia.
Hace unos años, conocí a doña Martha*, una mujer que bordea los 50 años y es madre de dos hijas y un hijo. Ella asumió por completo el cuidado de la familia cuando se divorció, y el padre, ausente, jamás volvió a depositarle la pensión y tampoco compartió la crianza. Ella dejó de insistir para que él se responsabilizara, pues era más fácil dedicarse a buscar “cualquier cosita” para mantener a sus retoños, como ella les dice, que dedicar energía a exigir el cumplimiento de las responsabilidades paternas.
Su hija mayor se casó hace tiempo, su hijo intermedio se dedica a sus estudios universitarios y ella está a cargo del cuidado de la menor de sus hijas, quien tiene cerca de 25 años, y que por una “mala práctica médica”, cuenta Martha, tiene una discapacidad intelectual severa.
Ella cuida y sostiene a su familia, seguramente mucha gente piensa en la idealización de la maternidad y de golpe quisieran decirle: “qué gran madre” o “esa sí es una mujer que merece la pena”, pero su vida ha estado determinada por el cuidado de su hija menor, quien depende totalmente de ella desde hace más de 20 años, por lo que se ve en sus ojos el cansancio que representa el buscarse la vida y a la par cuidar.
Conocerla y ver la dinámica de vida que sostenía, dedicando 24 horas al día y siete días a la semana al cuidado de su hija menor, sumado a buscar ingresos para sostener económicamente su hogar me llevó a pensar en el cuidado, y más aún en las cuidadoras de personas con discapacidad, pues de ellas se habla poco, de sus condiciones de vida, de su salud mental, de la poca o nula respuesta del Estado para garantizar condiciones de vida dignas no solo asociadas con bonos que resultan insuficientes a una realidad de saturación y sobrecarga.
Doña Martha rara vez se queja de su situación, evita hacerlo y, más aún, tiene cuidado que la escuchen, pues la experiencia le ha mostrado que podrían catalogarla de “mala madre”. Cuando puede y sin que nadie la oiga, me dice que está cansada, que el cuidado demanda de tiempo y dedicación, que el bañar, limpiar y alimentar son tareas que le han hecho posponer su vida y que, en ocasiones, la tristeza y depresión son tales que se refugia en su pequeño puesto de dulces e intenta conversar con otras personas, buscando aliviar el peso de su situación. La pandemia le ha implicado un reto mayor, pues vendía dulces en la vereda de su casa y ahora la clientela no llega, la gente teme comprar en la calle, temen por el virus y sus ingresos se han visto reducidos radicalmente. Hoy sobrevive con aproximadamente USD 150 al mes, monto que distribuye para el pago de agua, luz, medicinas, pañales y alimentación.
No quiero decir que todas las historias sean iguales, pero, muy a nuestro pesar, esto es recurrente, pues las mujeres, las madres, las abuelas, las hijas son quienes asumen mayoritariamente el cuidado, incluso postergando sus vidas.
Antes de que se declarara emergencia sanitaria por la Covid-19, en enero de 2020, Ana Lucía** salía de una relación de violencia psicológica, y hasta el día de hoy espera que el agresor le deposite los USD 100 que determinó el juez durante la audiencia como medida de reparación para ella por los años de violencia; de eso, ya ha pasado un año. Sus tareas se han centrado en el encierro, vende collares, comida a domicilio y lo que la creatividad le permita. Dedica sus días a encontrar metodologías para acompañar el aprendizaje online de su hija e hijo. Las clases virtuales, las tareas escolares, pero además el ingeniar cada día una estrategia nueva para que sea más llevadero el encierro, en condiciones donde descansa el momento que sus hijos descansen, le deja apenas una hora diaria para su cuidado personal, el cual se reduce al momento de ducharse y alistarse para iniciar el día antes de que sus “guaguas” despierten.
Ana Lucía se levanta a las 7:00. En estos tiempos le resulta difícil dormir, no es fácil conciliar el sueño entre buscar formas de conseguir dinero para el arriendo, el agua, la luz y la comida, pasa noches en vela, pensando en cómo sobrellevar la pandemia y al tiempo cuidar de su hijo e hija. Ella sobrevive al mes con USD 100. Tiene pendiente que se resuelva el juicio de alimentos, pero resulta que no han podido dar con el domicilio actual del padre de sus hijos para la entrega de las notificaciones, situación que no es nada extraña en estos tiempos de avisos entrampados, donde las mujeres deben esperar un largo tiempo para tener respuestas, mientras tanto, continúan sosteniendo la vida
Tiempos distintos y situaciones distintas, pero todas similares en cuanto al cuidado y los roles de género. Cuidar de sus hijas e hijos, de personas con discapacidad, de adultos mayores e incluso de sus parejas, postergando sus vidas y ocultando su cansancio y hastío ante una sociedad que cataloga con ligereza a la buena y a la mala mujer. Doña Martha ha roto sus vínculos familiares porque sentía el peso del juicio a cada momento en el que ella buscaba espacios para sí misma, de pronto aparecía la frase “mala madre”.
Las tareas de cuidado han dejado de ser visibles, pues todo está dentro de las paredes del hogar. Allí se guarda el trabajo no remunerado, se oculta tras las cortinas las condiciones a las que las mujeres deben sobrevivir en medio de una situación pandémica que ha dejado entrever lo más perverso de las desigualdades.
En tiempos de Covid-19, mientras instituciones educativas, centros de cuidado infantil y demás están cerrados y el cuidado está en su totalidad dentro de los hogares, se vuelve más difícil que las mujeres puedan acceder a un trabajo asalariado. Ana Lucía, dejó de trabajar en diciembre de 2019, ella era cajera en una pollería que le pagaba un sueldo de USD 200 por un horario que sobrepasaba las ocho horas. Con la pandemia, la dedicación, acompañamiento y cuidado a su hijo e hija la limitan a ver opciones de trabajo por fuera, pues las redes de cuidado están sumidas en el ámbito pandémico y contar con apoyo para el cuidado mientras se tiene un trabajo asalariado es difícil, es así que ahora ella alterna entre trabajos esporádicos precarizados y pequeños emprendimientos.
La situación de las mujeres y la sobrecarga de trabajo en medio de la precarización de la vida son situaciones a las que hay que poner atención. Ambas, desde sus emprendimientos y condiciones de vida, sobreviven con menos de USD 200 mensuales, en el mejor de los casos, mientras el costo de la canasta familiar básica alcanza los USD 712,11 mensuales, es decir, tres veces más que el ingreso que estas dos familias perciben.
A esto se suma que, según el Observatorio Social, durante la pandemia, el desempleo creció al 13,3 % y el subempleo, al 34,5% de la población económicamente activa.
El cuidado es trabajo pero no se paga, “el trabajo de cuidado está en la base de la economía, sin embargo, por la división sexual del trabajo, la sobrecarga de trabajo para las mujeres se intensifica en medio de la crisis”, afirma el mismo Observatorio, es así que según datos publicados por este espacio,el Producto Interno Bruto – PIB en 2017, en trabajo remunerado, representó USD 19 872 millones, mientras que los ingresos por el comercio del petróleo crudo, USD 6 190 millones, y el ingreso por remesas de migrantes, USD 2840 millones. Es decir, que la afirmación de que el trabajo de cuidado y no remunerado sostiene la vida se mantiene vigente.
El tiempo de las mujeres está orientado al cuidado y atención a alguien más y es un trabajo no reconocido de manera económica, pues asumir que es responsabilidad, en su mayoría, de las mujeres y se da en respuesta al amor de madre, de abuela, de tía… en el rol de la buena y abnegada mujer, da como resultado que se piense que amemos hacerlo de modo incondicional, pero lo “que ustedes llaman amor, es trabajo no pagado”.
Ha pasado más de un año desde la declaratoria de emergencia, pero ninguna política pública ha sido mencionada frente a la situación de las mujeres y las tareas de cuidado que han tenido que asumir durante este periodo. Para entender la situación de las mujeres no bastan buenas intenciones, sino un acercamiento real a sus realidades con una perspectiva de género, de pasar de las cifras a las vidas cotidianas, a sus realidades, a poner en el centro la vida de las mujeres, a las empobrecidas, a las cuidadoras.
Por Jeanneth Cervantes Pesantes
Fuente: La Periódica